Retrato en sangre (42 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

BOOK: Retrato en sangre
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—¿Por qué estamos aquí, me lo puede decir, por favor?

Jeffers se volvió hacia ella y la miró fijamente. Acto seguido estalló en una fuerte carcajada.

—Estamos aquí porque esto es América, porque éste es el pasatiempo nacional, porque es un partido entre los Cardinals y los Mets y porque el banderín está en la línea. Pero, sobre todo, estamos aquí porque yo soy un entusiasta del béisbol. —Lanzó otra carcajada y la miró—. Así que ya lo ves —continuó—, ahora mismo no estamos matando a nadie. Excepto el tiempo.

Calló unos instantes.

—Sí.

—Más adelante —dijo.

Anne Hampton ya no hizo más preguntas.

Se quedaron hasta el inicio de la octava entrada. Jeffers esperó hasta que los Mets marcaron cuatro puntos para romper el empate. Luego la agarró de la mano y ambos, junto con otros seguidores disgustados que también decidieron marcharse, salieron del estadio. En el momento en que salían al exterior les llegó otro fuerte rugido procedente del campo de juego, a su espalda. Jeffers oyó a una joven pareja que caminaba a unos metros de ellos escuchando la radio anunciar a nadie y a todos al mismo tiempo:

—¡Jack Clark ha conseguido una carrera completa con dos pun tos a favor! —Ella asintió—. Deberían saber —continuó Jeffers en voz baja— que una cosa no se acaba hasta que se acaba. Así lo dijo en cierta ocasión un gran estadounidense.

—¿Quién? —inquirió ella.

—Caryl Chessman —contestó Jeffers.

Jeffers se cercioró de que Anne Hampton tuviera el cinturón de seguridad abrochado y a continuación fue hasta el maletero del coche y lo abrió. Hurgó durante unos momentos en lo que él denominaba su bolsa de miscelánea y finalmente sacó un juego de matrículas de Missouri, a las cuales había unido previamente unos ganchos metálicos con el objeto de poder doblar éstos y colgarlas firmemente encima de las placas actuales del coche. Sacó un marco de matrícula barato que había adquirido en una tienda de repuestos del automóvil y lo fijó encima para que no se viera ningún resquicio del color amarillo de las matrículas de Nueva York, pero en cambio le fuera posible quitar el juego de las de Missouri, robadas hacía un tiempo. Acto seguido abrió la bolsa que contenía las armas y extrajo una automática barata del calibre 24. Dentro de la bolsa encontró pegado con cinta adhesiva un cargador de balas que había preparado expresamente. Se aseguró de que las blandas puntas tenían la muesca correspondiente y a continuación metió el cargador en la bolsa del equipo fotográfico. Buscó un poco más y tocó con la mano un sencillo maletín de cuero, el cual sacó del maletero antes de cerrarlo.

Ya dentro del coche encendió la luz interior.

Anne Hampton lo observó mientras él sacaba del maletín una pequeña carpeta ocre y la abría sobre sus rodillas.

La carpeta contenía un fajo de recortes de periódicos y revistas y encima una lista escrita a máquina. Distinguió las palabras: Pistola/Máquina de escribir/Acceso/Salida/Emergencia/Copia de Seguridad/Abogado/CD. Cada categoría tenía a su vez varias categorías inferiores enumeradas debajo, pero no fue lo bastante rápida y la luz era demasiado tenue para permitirle ver lo que decían. Había varios elementos que habían sido tachados, y otros estaban marcados con un signo de revisión. Unos cuantos llevaban anotaciones a un costado. Vio que la carpeta contenía dos mapas, uno dibujado a mano y otro de la ciudad. Mientras ella observaba, Jeffers parecía repasar las listas y los mapas. Anne centró la mirada en los recortes de periódico y vio un reportaje a media página de la revista Time. Correspondía a la sección de temas de ámbito nacional y el titular rezaba: «Asesino de homosexuales causa furor en San Luis.» Vio que los otros recortes eran del Post-Dispatch de San Luis.

—Muy bien —dijo Jeffers con un ligero timbre de emoción en la voz—. Muy bien. Ya estamos listos. —Se giró hacia Anne Hampton—. ¿Preparada? —Ella no supo cómo reaccionar—. ¿Preparada? —exigió Jeffers en tono áspero.

Ella afirmó con la cabeza y repitió sin énfasis:

—Preparada…

—Bien —repuso él—. Comienza la caza.

Y se internó en la oscuridad de la ciudad.

En cuestión de segundos Anne Hampton se sintió completamente perdida y vuelta del revés. Tan pronto se encontraban circulando por una autopista de peaje, atravesando por entre rascacielos que parecían surgir súbitamente de la noche a su lado, como trazando círculos por calles sucias y mal iluminadas que reflejaban la luz de los faros del coche. Después de lo que a ella le parecieron por lo menos treinta minutos, Jeffers aminoró la marcha. Miró por la ventanilla y vio algún que otro grupo de hombres fuera de los bares al aire libre, en el calor de la noche, conversando y haciendo gestos. Jeffers observaba todo aquello sin pronunciar palabra.

«Pero todavía parece saber adónde se dirige», se dijo ella. Obligó a su cerebro a quedarse inofensivamente en blanco. Después de otra media hora trazando círculos por una zona que abarcaba diez manzanas, Jeffers tomó una calle lateral en penumbra y finalmente se detuvo junto al bordillo, cerca del final de la manzana. Parecía tratarse de un barrio residencial, compuesto no por casas sino por pisos sacados de edificios más antiguos, con árboles plantados en parterres cuadrados cortados en la acera. Pero reparó en que se encontraban a sólo unas cuantas manzanas de las luces brillantes de la calzada principal. Observó que Jeffers daba la vuelta al coche y se acercaba a abrirle la portezuela. Sus movimientos le parecieron similares a los de una araña, depredadores. En un instante se vio prácticamente levantada en vilo del coche y caminando por la acera codo con codo con Jeffers. Como siempre, se quedó asombrada de la fuerza de las manos y los brazos de su captor. Notaba sus músculos en tensión, rígidos por la emoción.

—No digas nada —dijo Jeffers en voz grave, horrible—. Evita todo contacto visual hasta que yo haya escogido. Pero sonríe y pon cara alegre.

Ella lo intentó, pero supo que sólo consiguió parecer patética.

En vez de eso, se concentró en caminar con paso firme.

Sabía lo que estaba ocurriendo, o por lo menos supo de repente que estaba a punto de añadir otra pesadilla más a la del vagabundo, pero se sintió impotente para hacer nada. Y es que además no se le ocurría nada que hacer, salvo cooperar.

«Mira el cielo —pensó—. Fija la vista en las pocas luces que te rodean.»

Descubrió la luna suspendida por encima de las ramas de un árbol y de pronto le vino a la cabeza una canción de su niñez. «El zorro salió una noche fría… Y rezó a la luna que le diera luz… Porque aquella noche tenía mucho camino que andar…» Antes de llegar a la ciudad. La melodía inundó su cerebro igual que una ola de consuelo.

Dieron tres veces la vuelta al edificio, y en cada una de ellas se cruzaron con dos o tres hombres que caminaban con prisas en medio de la oscuridad de aquella calle secundaria. En la cuarta vuelta a la manzana, cuando se aproximaban a su coche, Anne Hampton sintió que Jeffers se ponía tenso. Notó cómo contraía los músculos y se dio cuenta de que había metido la mano en la bolsa de equipo fotográfico.

—Aquí podría ser —anunció Jeffers. Siguieron andando en dirección a un individuo solitario que venía hacia ellos—. Ve más despacio —ordenó—, quiero cruzarme con ese tipo en la sombra de ese árbol. —Ella vio que entre ellos y el hombre había, equidistante, un árbol de gran tamaño que aportaba más sombra a la oscuridad reinante—. Sigue sonriendo.

De pronto Anne Hampton tuvo una fugaz visión de sí misma levantada del mar por una violenta resaca. Se aferró al brazo de Jeffers, invadida por un súbito temor a tropezar o desmayarse.

Jeffers controlaba todas sus sensaciones. Sus ojos saltaban de un lugar a otro, recorriendo la zona, escrutando todos los rincones. Sus oídos estaban sintonizados con todos los sonidos, atentos a cualquier ruido que se saliera de lo normal. Incluso olfateaba el aire. Tenía la impresión de estar ardiendo, o de estar enamorado, y de que cada una de las terminaciones nerviosas de su cuerpo se encontraba temblorosa y alerta. Bajo su mano, el metal de la pistola parecía estar al rojo vivo. Se obligó a sí mismo a moderar el paso, a ralentizarlo, para poder encontrarse a la altura de aquel hombre en el momento preciso, en el momento de mayor oscuridad. Una marcha fúnebre, pensó de repente.

Se movieron juntos.

Jeffers calculó la distancia: quince metros. Después, de súbito, seis metros; luego tres. Saludó al hombre con un movimiento de cabeza y sonrió.

Era un individuo joven, probablemente no pasaría de los veinticinco. «¿Quién eres? ¿Te ha gustado la vida que has vivido?», se preguntó Jeffers en un momento. El hombre tenía el pelo rubio y lo llevaba muy corto en las orejas y la nuca. Jeffers se fijó en que tenía un diminuto botón de oro en una oreja. Vestía una camisa deportiva y pantalón, con un jersey echado sobre los hombros que le prestaba una imagen de estudiada naturalidad.

Jeffers le hizo nuevamente un gesto con la cabeza, y él se lo retribuyó con una sonrisa leve y un tanto nerviosa. Jeffers le dio un fuerte apretón en el brazo a Anne Hampton y vio que ella también sonreía.

El individuo se cruzó de frente con ellos y siguió caminando.

Cuando hubo salido de la visión periférica de Jeffers, éste sacó la pistola de la bolsa con el dedo ya apoyado en el gatillo.

Sólo tuvo tiempo para recordarse a sí mismo que no debía ponerse nervioso.

Entonces giró en redondo, directamente detrás del individuo, y soltó el brazo de Anne Hampton para poder levantar la pistola con las dos manos. Cuando el cañón estuvo a la altura de la cabeza de su víctima, disparó dos veces.

El estridente ruido se propagó calle abajo.

El hombre cayó hacia delante y se estrelló contra la acera.

Anne Hampton se quedó petrificada. Intentó llevarse las manos a los ojos para tapárselos, pero permaneció inmóvil, contemplando aterrorizada la escena.

Jeffers saltó por encima del hombre, el cual yacía de bruces en medio de un charco de sangre cada vez más grande. Tuvo cuidado de no tocar el cuerpo ni la sangre. El hombre no se movió. Jeffers se agachó y le disparó otro tiro más en la espalda, a la altura del corazón. A continuación, en el mismo movimiento, continuo y fluido, metió la pistola en la bolsa y extrajo la Nikon. Se la acercó al ojo, y Anne Hampton oyó el zumbido del motor conforme iba avanzando la película. Después, con la misma rapidez, Jeffers volvió a guardar la cámara en la bolsa.

Agarró a Anne Hampton del brazo y se la llevó medio a rastras hacia el coche.

Abrió la portezuela y la arrojó al asiento. En un instante dio él la vuelta al coche para situarse en el asiento del conductor. No hizo rechinar los neumáticos, sino que arrancó con normalidad y eficiencia, pasó lentamente junto al cadáver tirado en la acera y se alejó por la calle desierta.

Anne Hampton se volvió y contempló el cuerpo inerte al pasar.

Segundos después habían desaparecido.

Vio que Jeffers seguía una ruta preestablecida. Notaba la fuerza de su concentración, como si él creara una sensación palpable nacida de su inteligencia. Al cabo de quince minutos vio que habían llegado a un descampado situado en una zona de almacenaje de la ciudad. Jeffers detuvo el coche y se apeó sin pronunciar palabra. Ella esperó a que la hiciera salir, pero no fue así.

Jeffers fue a la parte de atrás del coche y quitó la matrícula de Missouri, la limpió con un trapo y la metió en una bolsa de plástico. Acto seguido tiró la bolsa a un contenedor e incluso se subió a él para cerciorarse de que hubiera quedado bien situada entre el resto de la basura.

Luego regresó al coche, y atravesaron la ciudad para dirigirse a una área del extrarradio. Jeffers hizo una parada en una tienda de veinticuatro horas y se sirvió de los focos de la fachada del edificio para poder ver lo que hacía. Primero volvió a ponerse los guantes de látex. A continuación sacó el sobre con la carta que había escrito aquel mismo día. Después abrió la carpeta y extrajo un pequeño sobre marrón de papel manila. Lo abrió, y Anne Hampton vio que contenía palabras recortadas de un periódico. Jeffers sacó un tubito de plástico de pegamento corriente y pegó las palabras en el sobre. También utilizó el pegamento para cerrar el sobre.

Entonces habló.

—Toda precaución es poca. Bien, sé que no pueden obtener huellas dactilares de un papel a no ser que yo tenga los dedos manchados de tinta. Pero el FBI tiene un montón de equipo espectrográfico, que ya estoy empezando a conocer, capaz de descomponer las enzimas y Dios sabe qué más. Por eso no he utilizado la saliva. Si hubiera cerrado el sobre humedeciéndolo con saliva, podrían sacar mi grupo sanguíneo, por ejemplo. Joder, y hasta mi número de la Seguridad Social. Así que hay que ser muy prudentes. —Miró a Anne Hampton. Había dicho todo aquello en una espiral de emoción, casi de placer infantil—. Oye —le dijo—. No te preocupes. Ya hemos terminado. Y no nos ha pasado nada. Sólo queda atar unos cuantos cabos sueltos, y seremos libres como pájaros.

Terminó con el sobre y volvió a meter la velocidad en el cambio de marchas. En un momento llegó a un enorme edificio de correos. Se apeó de un salto e introdujo el sobre en uno de los buzones.

De vuelta en el coche, dijo:

—Ya sólo falta la pistola y las balas, y lodo terminado. Pero eso no vamos a hacerlo hasta mañana. Cuando nos convenga.

Aún inundado por la adrenalina, maniobró para volver a tomar la interestatal. Anne Hampton se giró una sola vez en su asiento para mirar por el parabrisas trasero las luces moribundas de la ciudad.

Jeffers la vio temblar.

—¿Tienes frío?

Ella afirmó con la cabeza.

—Sí, tengo frío.

Él no hizo nada.

—¿Estás cansada?

Ella cayó en la cuenta de que estaba agotada. Afirmó otra vez.

—Sí, cansada.

—¿Tienes hambre?

Sentía ganas de vomitar.

—No sé.

—Yo estoy famélico —dijo él—. Sería capaz de comerme un elefante.

«Esto no va a acabarse nunca —pensó—. Es eterno.»

Al cabo de un momento Jeffers habló de nuevo.

—La verdad es que resulta de lo más raro —empezó en tono calmo—. El homófobo ese que ha matado a todos esos maricas en San Luis, creo que han sido siete antes del de esta noche, siempre escribe textos rimados. Por lo menos eso dice el Post-Dispatch. —Meneó la cabeza negativamente—. Los periódicos no le han puesto un apodo, lo cual me resulta bastante extraño. Quiero decir que, por regla general, cuando tienen un número de asesinatos sucesivos que son obra de un mismo autor, le cuelgan algún mote al pobre tipo. Algo así como el «Asesino Gay» o el «Homo Homicida», o algo igualmente idiota y ofensivo para los tíos límite. —Miró a Anne Hampton y apreció el cansancio que delataban sus ojos—. ¿Entiendes lo que acaba de ocurrir? —le preguntó.

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