Authors: Jan Guillou
De esa forma, la guerra continuó durante una semana mientras los daneses lentamente se abrían paso hacia el mismo territorio que la vez anterior, al oeste del lago Vättern. No era fácil saber lo que pretendían. En el invierno habían tenido la posibilidad de cruzar los hielos hasta Näs, ¿pero en pleno verano? Arn suponía que pensaban hacerse fuertes en la fortaleza de Lena o primero conquistarla y luego esperar el invierno y el hielo ya en el sitio, en lugar de llegar chapoteando en la nieve todo el camino. Por tanto, había tiempo suficiente, y había que usarlo con sabiduría y paciencia y no meterse en una gran batalla demasiado pronto.
Arn dejó el mando de su caballería a Bengt Elinsson y a Sune Folkesson y cabalgó hasta Bjälbo, donde se reunirían los svear y la mayoría de los Folkung y los Erik. Esta vez los Erik no habían sido atrapados al sur, sino que habían podido dirigirse hacia el norte a lo largo de la orilla oriental del lago Vättern. El rey Erik estaba entre sus parientes.
Según la opinión de Arn, el consejo de guerra que mantuvieron se malogró. El canciller Folke, líder de los svear y los Folkung en Götaland Oriental, quería combatir contra los daneses cuanto antes, prefería acabar con la guerra antes de la cosecha. El rey Erik intentó durante mucho tiempo llegar a la decisión que Arn quería, esperar en la medida de lo posible dejando que los de Forsvik hostigasen a las tropas danesas mientras tanto. Ya habían disminuido en unos doscientos jinetes y estaban muy retrasados por la pérdida de todos los animales de tiro y de los caballos. Eran los daneses los que se encontraban en tierra enemiga, eran ellos los que tenían el ejército más fuerte por el momento y eran ellos los que más ganarían al emprender una lucha antes de la cosecha.
Pero Yngve, el procurador, líder de los svear, decía que eso era parloteo de mujeres y poco digno de un rey del linaje de san Erik. Además, esperar mucho tiempo para luchar cansaba a los hombres, era mejor mostrar el valor cuando las ganas de pelea eran más fuertes.
Para la decepción de Arn, el canciller Folke y Magnus Månesköld estuvieron de acuerdo en entablar combate cuanto antes para salvar la cosecha; tal vez sufriesen de soberbia después de la feliz victoria en Lena hacia dos años y medio.
Ni siquiera las objeciones de Arn pidiendo que esperasen el refuerzo de los noruegos, que habían enviado un mensaje con la promesa de acudir con todos los hombres, pudieron tranquilizar a los cabezotas de los svear. Como de costumbre, querían morir de inmediato.
Finalmente tomaron la decisión de que todas las tropas debían ser transportadas por el lago Vättern cuanto antes para dirigirse hacia el sur y encontrar al danés más o menos en el mismo lugar bendecido como la vez anterior.
Muy apenado, Arn cabalgó a Forsvik para reunir a todos los hombres que pudiesen tomar una arma y montar a caballo, cargar carros con carne, armas y escudos y enviar aviso de agruparse todos hacia Lena.
Para desesperación de Cecilia se llevó a Birger Magnusson, con sólo dieciséis años, de confaloniero, quien debía cabalgar al lado de Arn con la nueva insignia, una bandera de color azul con un león Folkung en una mitad y las tres coronas de Erik en la otra. En su propio escudo, Arn hizo añadir una cruz bermeja de los templarios al lado del león Folkung, tal y como Birger Brosa había tenido un lirio francés y su hijo Magnus una luna creciente. Arn le dijo a su esposa que el joven Birger estaría más seguro como su confaloniero que en ninguna otra parte, porque el deber de Arn esta vez no era luchar sin temor, sino mantenerse con vida hasta ganar la batalla, puesto que había muchos que estaban ansiosos por morir muy pronto.
Durante ocho días, Arn y sus hombres de Forsvik lograron retrasar la batalla final hostigando al ejército danés a diario. Pero cuando faltaba menos de un día de cabalgata para llegar a Gestilren, un lugar al sur de Lena, en el que esperaban los svear, los Folkung, los Erik y los recién llegados noruegos al mando de Harald Øysteinsson, Arn decidió que ya no podían seguir siendo cautos. Era el momento de atacar al grupo de los caballeros sanjuanistas en medio de las fuerzas del enemigo, a los que hasta el momento habían evitado con cuidado. Eso no ocurriría sin sufrir grandes pérdidas propias, pero los de Forsvik eran los únicos que tendrían una mínima posibilidad contra los sanjuanistas, y ahora que se acercaba la batalla final, tendrían que aceptar su responsabilidad.
Con estas palabras, Arn se ponía a sí mismo en un aprieto, ya que entonces no podría mantenerse a salvo cuando comenzase la lucha. Cambió la armadura por la de caballería pesada y decidió conducir él mismo dos escuadrones directos entre los rojos, después de que los jinetes ligeros hubiesen atacado con sus ballestas.
Los de Forsvik estaban dentro de un bosque alto rezando mientras esperaban. El ambiente era tenso y silencioso y sólo se oía algún que otro resoplido o tintineo de estribos. Abajo, entre los troncos de las hayas, vieron llegar con esfuerzos a las tropas danesas, con el sol dándoles en los ojos, hablando y despreocupados como si agradeciesen la calma de dos días enteros sin lucha. Arn había sido muy minucioso al elegir el lugar y la luz apropiados para el ataque.
Pidió perdón a Dios por entablar combate con sus propios hermanos sanjuanistas, pero intentó disculparse aduciendo que no había otra cosa que hacer cuando llegaban en calidad de enemigos para conquistar su país y matar a sus seres queridos. Por una vez no rezó por su vida, ya que lo encontró presuntuoso ante un ataque a unos estimados hermanos cristianos. Así pues, envió a los caballeros Bengt y Sune a dar un rodeo amplio hacia abajo para que entrasen de espaldas al sol contra el gran grupo de caballeros rojiblancos y en el mejor de los casos levantasen tanta polvareda de la tierra seca que el enemigo no se percatase de lo que se acercaría por el otro costado de la fila de jinetes rápidos, vestidos de azul.
Deus vult
, pensó sin poder evitarlo al alzar el brazo y poner en marcha a todos los hombres a paso ligero. Al salir del bosque se colocaron uno cerca del otro para no dejar ni rastro de brecha entre ellos, y cabalgaron rodilla con rodilla. Entonces aumentaron la velocidad al trote.
Arn medía la distancia con el último de los ligeros de Forsvik que cabalgaban allá abajo creando bastante desorden y temor entre los sanjuanistas, que ni siquiera formaban en su defensa habitual.
De repente gritó a plena voz su señal de ataque, que fue repetida por todos los que estaban a su lado, y al instante chocaron con un estruendo y lanzas en ristre en medio de los rojiblancos, que cayeron sin apenas resistirse. Los de Forsvik salieron por el otro lado sin haber perdido ni un solo hombre y cuando Arn se percató de ello dio media vuelta a toda su tropa y volvió a conducirla a través de los rojos. Después el desorden fue demasiado grande como para acometer un tercer ataque.
Sólo les faltaban dos hombres cuando se reunieron al lado de los escuadrones ligeros. Arn contempló el gran caos reinante en la parte del ejército que le había parecido invencible y ahora casi cien caballeros habían encontrado la muerte o estaban heridos. Lo que veía no era posible y por un momento se quedó con la mente en blanco. Si los de Forsvik con un solo ataque habían vencido a tantos sanjuanistas, debía de tratarse de un milagro del Señor. Pero que Dios castigase a Sus más fieles luchadores con un castigo de ese tipo no podía creerlo, como tampoco creía que Dios siempre tomara parte en todas las pequeñas luchas de los hombres en la tierra.
Comprendió que los daneses habían usado un truco de guerra. Engañosamente, se habían vestido con camisolas rojas con cruces blancas para parecerse a los sanjuanistas y con ello atemorizar al enemigo. Y en efecto lo habían logrado.
Sin mediar palabra, Arn entregó su lanza ensangrentada al soldado más próximo, se llevó a su confaloniero Birger Magnusson y cabalgó hacia los daneses. Se detuvo a una distancia de un disparo de flecha y alzó ambas manos en señal de que quería negociar. En seguida se acercaron seis hombres vestidos de rojo y blanco.
Primero les habló cortésmente en franco, idioma del cual no entendieron ni una palabra. Entonces cambió a su idioma y solicitó que le entregasen los dos cuerpos que habían dejado, puesto que los que habían caído eran estimados parientes suyos. Los daneses primero contestaron que eso no se haría sin recibir algo a cambio, pero aceptaron cuando Arn repuso que él, por su parte, consideraba que el honor les exigía que ambos lados hiciesen ese tipo de negocio sin ganancias propias y que además pronto encontraría mercancías para el intercambio. Entonces les preguntó por sus uniformes y le explicaron que les habían sido entregados por Dios durante unas cruzadas en el este y que la cruz blanca sobre fondo rojo a partir de ahora sería la insignia del reino de Dinamarca.
En Gestilren había varias colinas altas y allí Arn había colocado tanto a la caballería pesada como a los arcos largos, ya que no pensaba que se podría volver a poner a todos los arqueros en el mismo lugar y además hacer que los daneses cayeran por segunda vez en esa trampa. Más abajo, en la llanura, estaba toda la caballería pesada de los Folkung bajo el mando del canciller Folke y Magnus Månesköld, y detrás de ellos, todos los ballesteros, que a su vez bloqueaban el camino a los ya impacientes svear. A final de todo se encontraban quinientos arqueros noruegos que Harald Øysteinsson había traído de su tierra natal.
Era una formación desatinada en la que todos molestaban a todos. Pero como por obra de Dios, ya era tan avanzado el día, la batalla tendría que esperar hasta el día siguiente y por eso tendrían la noche para cambiar, en caso de que los svear y los nobles parientes tozudos aceptasen que la manera de formar en la guerra de la nueva época era más importante que tener valor en el pecho.
Fue una noche larga con muchas discusiones y reagrupaciones problemáticas en la oscuridad, pero al alba, a la mañana siguiente, cuando las tropas danesas empezaban a surgir de entre la niebla, al menos presentaban una mejor formación que la noche anterior.
Arn se encontraba al lado del rey Erik en la colina alta con toda la formación pesada de la caballería de Forsvik y con dos escuadrones de jinetes ligeros que protegerían al rey o lo apartarían en caso de peligro. Para Arn y sus jinetes pesados había una única misión: matar a Sverker Karlsson.
El hombre que más que nadie quería ver muerto al anterior rey Sverker, Sune Folkesson, había solicitado montar con los pesados, junto a su señor y maestro, Arn. Arn no podía negarse, sobre todo porque quería unir sólo a los mejores y los mayores de Forsvik.
Desde su colina podían contemplar todo el futuro campo de batalla. Si los daneses enviaban a su caballería hacia los godos orientales y la infantería de los svear, esta vez las nubes negras de las flechas de los arcos largos les caerían desde el flanco. Los godos orientales no atacarían hasta que viesen izarse una bandera azul allá donde se hallaba el rey. Ése era el acuerdo final.
La batalla parecía tener un buen comienzo. Los daneses se habían dado cuenta de que eran totalmente superiores en cantidad de jinetes pesados y de que, si lograban atravesar las líneas de los godos orientales, tendrían vía libre para masacrar toda la infantería de Svealand.
No pudieron resistir la tentación y se prepararon para el ataque. Arn bajó la cabeza y dio las gracias a Dios.
Pero cuando los daneses llegaban en su asalto, el canciller Folke y Magnus Månesköld no esperaron la señal azul desde la colina del rey antes de emprender su propio ataque. Por eso, los principales de los Folkung entraron bajo la misma lluvia negra de flechas que el enemigo. En unos instantes, el centro del campo de batalla se convirtió en un caos de muertos y heridos, y entonces los svear ya no pudieron controlarse y empezaron a correr hacia la batalla, de manera que llegaron jadeando y exhaustos. Arn y el rey Erik contemplaron con impotencia desde su colina cómo todo se les torcía. Un soplo de salvación llegó desde donde Harald Øysteinsson y sus noruegos, al otro lado del valle, corrían hacia la parte superior de la línea de combate para llegar a la posición y estar seguros de que sus flechas sólo caían entre los daneses.
Estaban a punto de perderlo todo, porque en una batalla prolongada y desordenada ganaría la parte que más hombres tuviera. Arn se despidió del rey Erik, dejó con él a Birger Magnusson, que llevaba la bandera doble de Folkung y Erik, y condujo a todos sus jinetes pesados describiendo un arco amplio hacia arriba y hacia atrás.
Llegaron de manera que vieron dónde se hallaba Sverker Karlsson y su sólido juego de banderas a una distancia segura de la batalla. Ya no había nada que esperar y las dudas sólo conllevarían que el enemigo estuviese aún más preparado.
Salieron sin orden del bosque pero se alinearon diligentemente mientras se dirigían al trote hacia el corazón del enemigo, avanzando a galope tendido y bajando las lanzas. Sune Folkesson cabalgaba junto a Arn, ambos habían detectado la insignia de Sverker Karlsson, el grifo negro con una corona dorada, y apuntaron hacia él.
Los de Forsvik atravesaron rápidamente las primeras líneas de defensores de Sverker, pero luego la mayoría de ellos o bien perdieron la velocidad o la lanza o bien ésta se les rompió y tuvieron que blandir la espada o el mazo y empezar a cortar a golpes para abrirse camino hasta Sverker. Avanzaban cada vez más despacio y muchos de ellos cayeron en el intento.
Pero ya era demasiado tarde para volver. Arn luchaba con furia y se dio cuenta de que con los años su espada se le había hecho demasiado pesada. Entonces tiró el escudo, cambió la espada a la mano izquierda y blandió su largo mazo en la mano derecha. Mató a cuatro hombres con el mazo y a dos con la espada antes de llegar hasta Sverker, al mismo tiempo que éste se defendía contra los golpes de Sune Folkesson y con ello dejaba su nuca al descubierto, con lo que Arn de inmediato lo mató con su mazo.
Cuando Sverker se deslizó tieso de su caballo, hubo un momento de quietud entre los daneses y los Sverker que aún se encontraban sobre sus caballos. La lucha terminó y todos pasearon las miradas a su alrededor. Habían caído la mitad de los de Forsvik, pero de todos modos su grupo era más numeroso que el de los daneses que rodeaban al arzobispo Valerius y su insignia.
Sólo entonces Arn se percató de que estaba sangrando por varias heridas y que tenía una punta de lanza rota clavada en la cintura, en su lado izquierdo. No sintió ningún dolor pero arrancó la punta, la tiró al suelo y agachó la cabeza un momento para recobrar el aliento. Luego desmontó, se acercó al cadáver de Sverker y lo decapitó, cogió una lanza y empaló en ella la cabeza de Sverker y su escudo con la insignia real antes de subir con cierta dificultad de nuevo al caballo. El caballero Sune recogió el escudo de Arn y se lo entregó. Los daneses que se encontraban alrededor del arzobispo Valerius habían dejado de pelear y Arn tampoco tenía intención alguna de seguir la lucha contra ellos.