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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (19 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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—¿Cómo coño te llamas? —le preguntó Gambol.

—Anita.

—Cállate, Anita.

Con la punta de un trapo de cocina, Gambol le limpió la mierda de la mejilla al juez.

—El Hombre Alto tiene preguntas que hacerte.

El juez cogió el trapo de secar platos con los dedos y se frotó el cuello con él.

—Estoy seguro de que sé lo que queréis.

Dobló el trapo alrededor de la parte sucia y se frotó la barbilla.

—Has escondido ciertos fondos —dijo el Hombre Alto—. Queremos números de cuenta, contraseñas, todo eso.

—Mirad debajo de la basura de la cocina.

Gambol sacó un cubo de plástico blanco de debajo del fregadero y lo dejó junto a la silla de ruedas.

—Hurga tú en tu basura.

—Debajo de la bolsa. Los pasos están anotados en orden.

Gambol levantó la bolsa de la basura, palpó debajo de ella y sacó un cuaderno que tiró sobre la encimera, al lado de donde el Hombre Alto tenía el codo.

—Ahora algo importante. —El juez respiró hondo—. Os he dado lo que puedo, pero solo es la mitad de lo que buscáis. Hay una contraseña de ocho dígitos. Cuando la elegimos, yo introduje cuatro dígitos y mi socio otros cuatro. ¿Lo entendéis? Tenéis la mitad de la contraseña. Mi socio tenía la otra mitad.

—Hazlo venir

—En eso tampoco os puedo ayudar. —El juez miró a Anita—. A mi socio lo han matado.

Anita enderezó la espalda y guardó silencio.

—Traed su bolso —dijo Gambol.

—En mi bolso no hay nada.

Como si estuviera buscando a tientas el límite de su libertad física, Anita apartó la bolsa de basura, fue hasta el fregadero de la cocina, abrió el grifo y se mojó las manos y la cara. El Hombre Alto la vigiló por si hacía algún movimiento brusco. Él tenía fe en ella.

Ella se levantó los faldones de la camisa, se secó la cara y dijo:

—No hay nada escrito. Pero mientras yo me lleve mi mitad, no hay problema.

—Así no es como funciona —dijo Gambol.

Ella echó a correr en dirección al fondo de la cocina y la puerta del jardín. Gambol la siguió igual de deprisa pero se tropezó con la bolsa de basura, resbaló en las baldosas mojadas y se cayó sobre una rodilla, y el Hombre Alto sintió que algo se le encendía en el pecho y hasta le vinieron ganas de gritar: «¡Vete!». Ella cogió el pomo de la puerta y se puso a manipular la cadenilla. Gambol le agarró la cintura de los pantalones y tiró de ella hacia atrás mientras se incorporaba. A continuación le sujetó la muñeca izquierda y la arrastró por la cocina en dirección al pasillo, retorciéndole el brazo por detrás de la espalda y clavándole el puño en la boca de manera que apenas se oyó el ruido que emitió cuando se le dislocó el hombro. Anita le vomitó convulsivamente en la mano y él se la sacó de la boca y arrojó el líquido al suelo, diciendo:

—Así… sin piedad.

Y ella dijo:

—Bien.

El estudio del juez estaba a oscuras. Mientras el Hombre Alto pulsaba las teclas y despertaba el ordenador, la pantalla le iluminó el dorso de las manos sobre el teclado.

Se detuvo para abotonarse la chaqueta del traje y ponerse las manos en el regazo y escuchar los ruidos de la habitación de al lado.

Cuando los ruidos se detuvieron, el Hombre Alto volvió a teclear y abrió la comunicación con el banco.

—Perdone —dijo el juez—. No quiero incomodarlo. Pero tengo una pregunta.

—¿Sí?

—Esta situación. ¿Va a ser terminal? En su opinión.

—¿Para Anita?

—Para cualquiera. Para mí.

Se oyó un golpe sordo, solo uno. El Hombre Alto levantó un dedo para pedir silencio. No se oyó nada más. Sus dedos regresaron al teclado.

Cuando oyó que se abría y se cerraba la puerta de la habitación de al lado, levantó la cara hacia la pared que tenía delante.

—Aquí —dijo.

Gambol entró en el estudio y cerró la puerta, trayendo un papelito en la mano.

—Prueba con esto. Un post-it amarillo.

—La otra mano.

Gambol se lo cambió a la mano ensangrentada y el Hombre Alto cogió el post-it y lo pegó al lado del cuaderno que tenía abierto junto al codo.

—Yo no toco botones de máquinas —le dijo Gambol al juez—. Solo de gente. Así que confío en que sepas qué va a pasar si la contraseña es falsa.

—Silencio.

El Hombre Alto empujó su silla hacia atrás y se puso de pie. Recorrió el pasillo, que era muy corto, y se quedó un momento de pie ante la puerta. Puso la mano sobre el pomo y la dejó allí. Anita seguía emitiendo ruidos débiles.

Cuando Gambol carraspeó en la habitación de al lado y al Hombre Alto le pareció que estaba a punto de llamarlo, soltó el pomo y lo dejó correr todo y volvió al estudio del juez.

Se sentó delante del teclado, introdujo la contraseña y esperó.

—¿Cuánto tiempo tarda esta mierda? —dijo Gambol, preguntándoselo a su anfitrión en lugar de al Hombre Alto.

El juez no dio ningún indicio de haberlo oído.

—Este funciona.

El Hombre Alto se apoyó la barbilla en la mano y esperó a que la máquina le diera más instrucciones.

—Entonces supongo que lo transfieres a las Caimán. Me pregunto si es el mismo banco que tengo yo —dijo Gambol sin dirigirse a nadie.

El Hombre Alto tecleó algo y esperó.

—¿Cómo sacas el dinero? —le preguntó Gambol al juez.

—Me meto en la página web del banco —dijo el Hombre Alto— y sigo las instrucciones.

—¿Cómo te metes en lo del banco?

—Primero hay que aprender de ordenadores —dijo el Hombre Alto.

—¿Tienes bolígrafo? —le preguntó Gambol al juez.

—Sí que tengo —dijo el Hombre Alto.

Y mientras lo decía sintió que se le clavaba un arma en el cuello de la camisa.

En los muchos años que llevaban de socios, Gambol tal vez se habría dirigido media docena de veces directamente al Hombre Alto. Y ahora lo hizo.

—Apúntalo todo.

En el cruce con la carretera, Gambol detuvo el Caddy. Estiró el brazo izquierdo en diagonal y puso la palanca de cambios en «estacionar». El Hombre Alto estaba mirando al frente.

Gambol le palpó los bolsillos de la chaqueta al Hombre Alto, le quitó el móvil y el cuaderno, los dejó sobre el tablero de mandos y acto seguido le clavó la pistola en las costillas.

El Hombre Alto abrió su portezuela y salió. Gambol se la cerró pisando el acelerador para largarse.

Cuando se hubo alejado unos quinientos metros por la carretera, Gambol levantó el pie del acelerador, apoyó las muñecas en el volante y se desentumeció los hombros. Había mucho tráfico. El problema estaba en el otro lado, en un carril que iba al norte, pero los vehículos en el carril que iba al sur donde estaba él habían aminorado la marcha hasta un ritmo de peatón. A aquella velocidad, el Hombre Alto llegaría a Madrona antes que él.

Miró por el retrovisor y vio al Hombre Alto paseando por detrás de él en dirección al pueblo, en medio del fresco del anochecer; los faros de los coches que pasaban elevaban su silueta y la empujaban a un lado.

El Hombre Alto se ocupaba de números, impuestos y cuentas bancarias. Había montado la evasión fiscal del propio Gambol. A Gambol le caía bien.

Bajó la mano, encontró el botón, echó su asiento hacia atrás del todo y relajó el ángulo de la pierna derecha. Llamó por teléfono a Mary y le dijo:

—¿Qué sabes de ordenadores?

—Sé que me ponen enferma. En los últimos años que pasé en el servicio tenía que conectarme todos los días.

—Necesito que te pongas en un ordenador para ayudarme.

—¿De quién es el teléfono que estás usando? He estado a punto de no contestar.

—Regalo de un amigo.

Los vehículos que pasaban a su alrededor proyectaban un parpadeo de luces azules y blancas. Mientras pasaba despacio con el Caddy junto al lugar de la carretera donde estaba el problema, estuvo a punto de pararse. Los accidentes no eran cosa suya y quedarse mirándolos boquiabierto no era más que otro síntoma de la enfermedad humana. Pero aquel coche le resultaba familiar.

Se despertó en una oscuridad roja. El ruido del río la puso de pie y la transportó por un túnel que se ramificaba hacia la luz y el ruido del agua.

En la cámara resplandeciente se encontró al juez sentado y desnudo, inclinado hacia un lado en su silla de ruedas, mojando una bandera blanca con el agua de un grifo. El juez pronunció su sentencia:

—Estás viva.

Dame las llaves de tu coche, dijo ella, pero no sonó así porque debía de tener la mandíbula rota.

—Te he llamado muchas veces. Pensaba que te habían matado. No hizo ningún intento de cubrir su desnudez.

Llaves.

—¿Has dicho llaves? Coche.

—Ve a tumbarte.

Ella ordenó a sus manos que estrangularan al hombre. Solamente le obedeció la derecha.

—Es un Coupe de Ville de 1951. Lo compré de segunda mano el día que me saqué el título de abogado. No pienso dejar que te lo cargues.

Ella le puso la articulación del pulgar y el índice sobre la nuez de Adán y buscó a tientas las arterias que había debajo de cada maxilar.

Él le agarró la muñeca con las dos manos y se le enfrió la mirada.

—En la cocina. En el tablón de anuncios.

A ella le ardían los tendones del dorso de las manos, donde él le estaba clavando las uñas. Al juez se le puso la cara pálida y una luz azul tenue le nació por debajo de la piel. Perdió el conocimiento al cabo de unos segundos, pero todavía respiraba. Ella cambió de postura y apretó más fuerte en la laringe, haciendo que él empezara a resollar. Ella cerró los ojos y concentró toda su conciencia en el esfuerzo de su mano derecha. A sus sentidos no llegaba ninguna imagen ni ningún sonido. Ella no sabía muy bien cuál de los dos se estaba muriendo.

Con el ruido que hacía la lavadora en el cuarto de planchar, Mary no estaba segura de si había oído un coche. Pulsó el botón de silencio del televisor y se puso de pie mientras Gambol entraba por la puerta.

Él levantó la punta del bastón y la señaló a ella y dijo:

—Caray, qué guapa estás hoy.

—He limpiado todo muy bien, ¿no?

—Eh —dijo él—, vamos a dar una vuelta.

Ella se acercó los zapatos a patadas, se los puso y se inclinó hacia delante para apagar su cigarrillo.

—Tengo ropa en la lavadora. ¿La puedo apagar?

—Déjala.

Ella miró hacia el cuarto de planchar, donde la máquina resoplaba y gorgoteaba. Intentó coger el mando a distancia pero se le cayó y se puso de rodillas en la moqueta para buscarlo a tientas debajo de la mesilla del café.

—Déjalo.

Ella se puso de pie.

—Ernest. Es la primera vez que te veo sonreír.

—¿Se puede pescar en Montana?

—En cada rincón. —Ella echó la cabeza hacia atrás—. Tienes los dientes bonitos.

Él dejó caer el bastón y la cogió en brazos.

—Hoy los musulmanes han perdido a uno de los suyos.

—Así me gusta —dijo ella—. Que se hunda La Meca.

Los neumáticos del lado derecho se salieron al arcén, ella dio un volantazo para enderezar el rumbo y enseguida se volvió a salir. ¿Le faltaba gasolina? La idea le vino y se le fue. ¿Era verdad que estaba lloviendo? ¿Al mismo tiempo que brillaban las estrellas? Encontró el botón que bajaba la ventanilla y asomó la cabeza afuera para dar bocanadas enormes de aire helado, mientras conducía con una sola mano y se tapaba la cuenca ocular que tenía destrozada con la otra mano para evitar que las cosas se le duplicaran en su campo de visión.

El Cadillac grande y negro se abría paso entre la lluvia. Ella apagó los faros. El chaparrón resplandecía a la luz de las estrellas, bajo la luna, bajo los relámpagos. Estaba lloviendo a cántaros. La cosa tenía mala pinta. A aquel ritmo no iba a llegar nunca al río.

Jimmy Luntz caminaba por la carretera, mirándose los pies a la luz de las estrellas. Junto al bordillo de la acera brotaban matas de hierba del asfalto. Llegó a un cruce —una gasolinera y un pequeño supermercado—, entró y dijo:

—Bonita noche.

La chica que estaba detrás del mostrador dijo:

—Sin zapatos ni camisa no le sirvo.

—Llevo zapatos.

—Lo siento —dijo ella, y parecía sincera.

Parecía joven y tal vez embarazada, o tal vez le hiciera falta ponerse a dieta.

Él se miró la billetera.

—Kenny está dentro —dijo ella.

—No lo estoy buscando a él.

—Ya lo sé. Pero para que lo sepa.

—¿Tengo pinta de ladrón?

—Tiene pinta de algo. No de ladrón. Pero de algo parecido.

—¿Cuánto valen esas camisetas?

—Lo que marca.

Sacó una del cajón —azul claro, talla grande, MÁS CERVEZA— y se la puso por la cabeza.

—Esa es graciosa —dijo ella.

Él contó sus monedas. Se moría de ganas de fumar un pitillo, y le llegaba justo para un paquete, pero se compró un boleto de lotería y entonces ya no le llegó para los cigarrillos. Rascó el boleto y no ganó nada. Le llegaba para una hamburguesa pero sacó de ahí para comprar otro boleto de un dólar.

Cuando tocó el boleto, lo notó en los dedos. Dejó la billetera en el mostrador y la alisó con la base de la mano y metió el boleto dentro con la única compañía del permiso de conducir.

Le quedaban dos pavos. Compró dos boletos más. Rascó uno que no tenía premio y con el segundo le tocaron diez dólares.

—Mira tú. ¿Ves?

—¿Lo quiere en boletos?

—Un paquete de Camel normales. No. ¿Tienes Lucky? A partir de ahora solamente Lucky. Y esos Twinkies. Y voy a coger una lata de Sprite o algo parecido. ¿Tienes cerillas?

—Ya vuelve a estar a cero.

Abrió el paquete y encendió uno y levantó una mano para despedirse. —¿Se va andando?

—Supongo que voy a hacer dedo —dijo Luntz.

—Será mejor que se lave primero.

—¿Sí? ¿Dónde está el cuarto de baño?

Ella negó con la cabeza.

—Tiene la parte de atrás de los pantalones que parece que se haya estado revolcando en la tierra. Será mejor que encuentre el río.

—¿Dónde está el río? —preguntó Luntz.

—A casi un kilómetro hacia allí.

—¿Está frío?

—Está frío, pero no lo matará.

El autor

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