Sonó el timbre del microondas. Gambol no reaccionó. Dada la concentración con que miraba por la ventana, Mary pensó que sería mejor que se pusiera una bata más larga.
Cuando salió del dormitorio, Gambol estaba inclinado sobre su plato y Juárez sentado delante de él, mirándolo comer.
—Esto es una tortura —dijo Juárez. Últimamente se había engordado y tenía ojeras, y ahora parecía excitado, sentado con el tobillo cruzado sobre la pierna, inclinado hacia delante y tamborileando con los dedos sobre la puntera de su bota. Seguía calzando aquellos botines de marica que le llegaban al tobillo y esa mañana también vestía una camisa de seda de corte recto que parecía hecha de platino tejido con dibujos muy tenues en los botones—. Llevo desde ayer sin probar bocado.
El dobladillo de la camisa se le había subido por encima de la culata de una pequeña automática guardada en una funda con cierre de clip.
Mary descorchó el champán y dijo:
—En honor de… joder, lo que queráis.
Y el tapón salió volando de la cocina y aterrizó quién sabe dónde.
Ella no fue a recogerlo porque el Hombre Alto estaba tumbado en el sofá de la sala de estar con los pies sobre la tela y el sombrero encima de la cara.
—Todavía no pienso celebrar nada. Tengo hambre. —Juárez señaló el filete que había en el plato que tenía delante—. ¿Y este qué?
—Ese es de ella —dijo Gambol.
—Cuando acabéis de comer —dijo Juárez—, podéis mirarme a mí. Iremos a dar una vuelta. A encontrar un sitio para desayunar. Pero sobre todo a dar una vuelta, porque me parece que he visto a nuestro amigo… al señor Jimmy. Hace diez minutos.
—Ah, ¿sí? —dijo Gambol.
—Una camioneta azul… Ford… Una carraca total… Pero no hemos podido ver la matrícula.
—¿La matrícula?
—Nuestro otro amigo se puso en contacto conmigo y me dio unos números. La señorita Sally.
—Oh —dijo Gambol.
—Sí, Sally sigue contaminando nuestro planeta. Así que, ya sabes, esa otra persona que mencionaste, la persona desconocida con la que te encontraste… es algo circunstancial. Una ráfaga de viento le trajo mala suerte.
Gambol se terminó su filete y rebañó los huevos con la tostada mientras Juárez lo miraba y Mary bebía Mumm a morro. Gambol señaló con el tenedor:
—Se te está enfriando el filete.
—Cómetelo tú —dijo Mary.
Gambol se cambió el plato con el de ella y Juárez suspiró y dijo:
—El señor Gambol es un hombre con talento. Me alegro de que seamos socios. Es un orgullo. —Giró un poco su silla y miró a Mary de arriba abajo—. El Ejército no te ha vuelto bollera.
—Mejor no preguntar —dijo ella, y dio un trago de champán.
—¿Has engordado un poco?
Las burbujas le atascaron los senos nasales y se atragantó y dijo en voz baja:
—Mejor no preguntar.
—Tienes buen aspecto. —Juárez se levantó y fue a la sala de estar, donde habló con el Hombre Alto y volvió trayendo un sobre abultado del tamaño de una carta—. Gambol también tiene buen aspecto. Lo has curado. Mira qué hambre tiene.
Hasta con las botas puestas, Juárez era un poco más bajito que Mary con tacones. Se inclinó un poco y le tendió el sobre.
Ella lo abrió y tocó los fajos. Había diez, con la inscripción «2.000$» en cada faja.
—Al contado.
Juárez la cogió de la mano, pero no se la estrechó. Se limitó a cogérsela. Luego le dijo a Gambol:
—No des las gracias.
—No las he dado.
—Ya lo sé. Muy bien, Mary. Eso es todo. Ahora el Hombre A y yo necesitamos un buen desayuno. ¿Nos puedes recomendar un sitio donde también podamos hablar de trabajo?
El Hombre Alto entró en la cocina. Se quedó plantado bajo la luz del techo con el sombrero echado hacia delante, la cara sumida en las sombras y el meñique doblado hacia uno de sus orificios nasales, si tuviera orificios nasales.
—¿Mary? —dijo Juárez.
La mujer se dio la vuelta y se quedó mirando el interior del fregadero.
—¿Adónde vamos a desayunar?
—Al centro comercial. En el centro. Delante del centro comercial.
—¿Este pueblo tiene centro de verdad?
Hostia puta, quiso gritar ella, sácalo de mi casa.
Los trastos sueltos se arrastraron por los tablones del suelo de la camioneta mientras Luntz tomaba la primera salida de la autopista a la mayor velocidad posible. Intentó hablar con normalidad.
—¿Están saliendo también?
Anita irguió la espalda y miró hacia atrás.
—No. Perdón, sí. Ahora sí.
—Son ellos. Conocen la camioneta.
Anita se agarró del brazo de él para no perder el equilibrio mientras él giraba por la siguiente calle.
—Ahora no los veo.
—Ese Caddy se va a merendar este trasto. —Pasaron entre prados abiertos, completamente al descubierto—. Mira hacia atrás. Agárrate.
—Por esta no. —Ella le detuvo el volante con la mano izquierda—. Espera dos más.
Él miró por el retrovisor.
—Ahí están. No importa por dónde giremos.
—La próxima. La próxima. Por esta.
—No me toques la palanca de cambios.
Los prados se terminaron. Se metieron a toda velocidad por una zona de casas. Él condujo en zigzag por entre los edificios, sintiéndose más a salvo rodeado de paredes. No veía el Caddy. Pero no podía andar lejos.
—Ve más deprisa.
Luntz aminoró la marcha.
—Tenemos que deshacernos de esta camioneta.
Iba buscando algún callejón, la puerta abierta de un garaje, cualquier espacio que estuviera medio cerrado.
Anita se apoyó en él, agarró el volante y tiró de él, diciendo «A la izquierda, a la izquierda», y se habrían estrellado contra el porche de una casa si él no hubiera pisado el freno y atajado por un jardín que los condujo a una calle perpendicular.
—Joder. ¿Dónde están?
—No. No. ¿Ves esa casa de ahí arriba? Ahí podemos entrar.
—¿Ahí?
—En esa, en esa —dijo mientras revolvía su bolso—. No en el camino de acceso. No lo obstruyas. Aparca al lado de la casa.
Ella ya estaba abriendo su portezuela mientras él pisaba el acelerador y rodeaba a un sedán de gran tamaño aparcado en el camino de acceso y se metía coleando por un lado de la casa y, tras rozar la cerca del vecino, se detenía, impidiendo la apertura de su propia portezuela. Cogió la escopeta y forcejeó para salir detrás de Anita por el lado del pasajero, luego vaciló un momento y se tumbó en el asiento y buscó a tientas el revólver de ella en el suelo.
Anita ya estaba en la entrada de la casa. Él la siguió, confiando en mantener la escopeta escondida entre el brazo y las costillas, con el cañón en la mano y la empuñadura en el sobaco, mientras se metía el revólver en la cintura del pantalón y se sacaba la camisa por fuera para tapado. Se reunió con ella en el porche.
Anita tenía unas llaves en la mano. Estaba leyendo un letrero rojo que había pegado en el suelo, con un mensaje impreso en letras mayúsculas negras.
Sobre la puerta había una cinta amarilla: ESCENA DE CRIMEN PROHIBIDO PASAR ESCENA DE CRIMEN PROHIBIDO PASAR.
Ella arrancó la cinta amarilla y Luntz dijo: —Eh.
Anita giró la llave en la cerradura, abrió la puerta de un golpe y se metió dentro.
Luntz se adentró dos pasos en la casa y lo detuvo el silencio que albergaba: una sala de estar cavernosa con gruesa moqueta de color crema, una barra de bar de madera y un pasillo al otro lado precintado con la misma cinta amarilla, y en el pasillo había algo, tal vez una lámpara o una escultura, envuelto con una bolsa negra de plástico.
Oyó que Anita abría y cerraba de golpe cajones en la cocina y que decía:
—Cabrón. Cabrón. Cabrón.
Luntz entró en la sala enmoquetada y al cruzarla rompió el precinto amarillo y avanzó por el pasillo hasta la puerta abierta del final. Una cama de matrimonio extragrande, ropa de cama revuelta, suelo de madera noble de color vino, sin demasiada sangre, tal vez media taza de pringue coagulado alrededor del sobaco izquierdo de una silueta blanca con los brazos extendidos hacia arriba y las piernas muy cortas. Durante unos segundos, Luntz no le pudo quitar los ojos de encima. A la persona de tiza se le acababan las piernas en las rodillas.
Al otro lado del dormitorio había un jardín. Frente a la ventana se mecían hojas y grandes flores oscuras. Luntz se secó la boca con el puño y sintió que se le movían los labios. Abandonó el dormitorio caminando muy despacio y de lado y en mitad del pasillo dio media vuelta y fue corriendo a la cocina.
Anita estaba de pie frente a la encimera, desenroscando la tapa de un frasco de galletas.
—Vamos.
Llaves del coche.
—Sácame de aquí —dijo él.
Ella descorrió el cerrojo y él salió de la cocina detrás de ella, diciendo:
—Esto me está rompiendo los nervios.
Anita lo levó al jardín y rodearon la casa hasta el sedán que había aparcado delante.
—Tengo que admitir que eres una mujer tranquila.
Entraron en el coche y ella salió de allí deprisa pero tranquilamente, sin quemar los neumáticos.
—Sí. Tranquila por fuera.
Iban a más de ciento veinte por una calle residencial.
—Eres eficaz. Eso es lo que eres.
Él se secó la cara sudada con el antebrazo. Por debajo de la camisa, el sudor le chorreaba sobre las costillas.
—¡Madre de Dios! —le dijo—. ¿Es que nunca te pones nerviosa?
Jimmy puso la escopeta en el espacio del asiento que los separaba. Anita la cubrió con su bolso como pudo, y bajó las ventanillas para que entrara aire mientras Jimmy encendía un cigarrillo y lo llenaba todo de humo.
—Mierda —dijo Jimmy—. Esto es un Jaguar. ¿Es tuyo?
—No hay nada mío.
—Es madera de verdad, ¿no?
Estaba tocando las cosas.
De pronto estaban en el centro y ella se sintió estúpida.
—Me he equivocado de dirección. En este pueblo todo el mundo conoce este Jag.
—Busca un aparcamiento.
—El próximo está a casi doscientos kilómetros.
El centro comercial de Madrona consistía en el cine Rex y la farmacia Osco y media docena de establecimientos más, un par de ellos desocupados, con el cristal reforzado cubierto de madera contrachapada. Ella se metió por la parte de atrás del Rex y se detuvo en el callejón detrás de una excavadora de color naranja y de un montón de escombros de asfalto.
—¿Y ahora qué? —dijo Jimmy—. ¿Cuánto falta para que oscurezca?
—Para de preguntármelo. Yo no soy el sol.
Él se levantó el faldón de la camisa.
—Esta pistola tiene que esfumarse.
—Es mía.
—Es basura. Hay un cadáver. Ahora es una prueba y nada más.
Metió el revólver debajo del asiento.
Ella se inclinó por delante de él y la buscó a tientas, pero él la mandó fuera de su alcance de una patada.
—Quiero mi pistola.
Jimmy se incorporó, se quedó muy quieto y dijo:
—Cuando apretaste el gatillo, él se cayó hacia atrás. Estaba de rodillas.
El cenicero apestaba. Ella lo cerró.
—Sí —dijo él—, de rodillas.
Se reclinó hacia atrás y cerró los ojos.
Ella quitó el contacto y dejó que sus pensamientos se alejaran de allí. Echó la cabeza hacia atrás… y se quedó adormilada. Jimmy tenía los párpados cerrados y respiraba pesadamente por la boca abierta.
Ella notó que la criatura se volvía a mover dentro de ella, aquella criatura que era Jimmy. Le cerró la puerta, pero sus chillidos se seguían oyendo.
—Jimmy. Jimmy.
—¿Qué?
—Estamos a dos manzanas de la comisaría. A menos.
Él se frotó los ojos y la cara con las dos manos y encendió un cigarrillo. —¿A dos qué?
—Manzanas. De la comisaría. Si sigues por esta calle, estamos en… hay un globo blanco delante.
—Bueno, Anita… Estoy seguro de que es todo verdad.
—¿Qué has hecho que sea tan malo? Ellos te protegerán.
—¿Quién, la policía?
—Por lo menos te mantendrán con vida.
—¿La policía? ¿Tú quieres que eche por tierra todo esto y vaya a la policía?
—¿Son más horribles que esa otra gente?
—Por Dios… ¿la pasma? Sí. No hay comparación.
Él se dedicó a fumar y a mirar su cigarrillo. Ella cerró los ojos y durmió.
A Gambol aquel vecindario le parecía idéntico al que rodeaba la casa de Mary: una extensión del extrarradio delante de unas montañas desérticas. Recorrió con la mirada los amplios escaparates de cristal reforzado mientras Juárez conducía lentamente el Cadillac.
Aquello estaba lleno de camionetas. Algunas azules. Ninguna era una Ford.
El Hombre Alto tenía el asiento de atrás para él solo. Ahora se sentó en el medio y Juárez levantó la mano y ajustó el retrovisor para no tener que verlo.
Gambol oyó que el Hombre Alto carraspeaba. Tal vez estuviera bebiendo algo. Su mano apareció en el respaldo del asiento de Juárez. Uno siempre se descubría mirándole las manos.
—Ahí delante —dijo el Hombre Alto.
—Oh, vaya, lástima. —Juárez giró a la izquierda, siguiendo la dirección de dos roderas paralelas que atajaban por la esquina de un jardín—. Algún conductor temerario ha pasado por aquí.
En la calle siguiente Juárez volvió a girar a la izquierda y aceleró hasta la mitad de la manzana. Gambol apoyó la mano en el salpicadero mientras frenaba delante de una casa que tenía la puerta abierta de par en par. A un lado, entre la casa y la cerca, estaba aparcada la camioneta Ford azul.
Gambol movió el bastón y abrió el pestillo de su portezuela, pero Juárez le dijo:
—Tú resérvate para más adelante. Hombre A, ¿quieres ir a echar un vistazo?
El Hombre Alto medía metro setenta y cinco más o menos. Se quedaron mirando cómo cruzaba el jardín. Llevaba un traje marrón, un sombrero de fieltro estilo años cincuenta muy echado hacia delante y zapatos de anciano amarillos, pero se movía como un hombre de mediana edad.
Juárez rodeó el respaldo del asiento con el brazo derecho y Gambol apartó el suyo, agarró el bastón y sin ningún motivo lo cambió de sitio.
—Eso es la escena de un crimen —dijo Juárez.
Gambol se fijó en el precinto amarillo que se curvaba en el porche, con un extremo roto flotando en el aire y cayendo, mecido por la brisa.
—¿A ti qué te parece? —dijo Juárez.
—Han cambiado de coche.
—El garaje está ahí mismo —dijo Juárez—. Estúpidos, estúpidos. Tendrían que haber escondido la camioneta. ¿Qué crees que han cogido? O sea, qué coche.