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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (14 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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La silueta oscura de la otra orilla se alargó al incorporarse también.

Se miraron con el río Feather en medio. Al cabo de dos o tres horas se volverían a arrodillar para beber.

Luntz le cogió la linterna de las manos a Sally, la zarandeó y se puso a toquetear el interruptor.

Sally la agarró. Luntz la soltó. Sally la golpeó contra el salpicadero.

—Menudo trasto inútil.

Sally la tiró al suelo y la pisoteó dos veces, diciendo:

—Está oscuro… ¡oscuro!

—Usaremos las luces de estacionamiento.

Luntz tiró de la palanquita y delante de ellos aparecieron tres camiones iluminados por un resplandor anaranjado.

Fueron a la parte de atrás de la camioneta. Sally bajó la puerta trasera, cogió el pico y la pala por sus extremos y los arrastró fuera de la camioneta, dejando caer la pala. Luntz agarró con las dos manos los bajos de los pantalones de Capra y tiró de ellos.

—Ayúdame a sacarlo. Ah, joder. Está perdiendo los pantalones.

—Por los putos clavos de Cristo, tío —dijo Sally—. Déjalo en paz. — Unos metros por delante del camión, Sally hizo rodar un tronco y apartó a patadas unas cuantas ramas muertas hasta dejar un espacio lo bastante despejado, a continuación clavó el pico en la tierra, se inclinó hacia delante, retrocedió unos pasos y dijo—: Por la puta cruz de Cristo, tío.

—¿Cómo de hondo?

—Necesitamos un metro y medio. Un poco más. Si lo hacemos bien podemos terminar en un par de horas. Yo abro la tierra con el pico, tú cavas y yo abro la siguiente capa. Tú trabajas en una punta y yo en la otra, y luego cambiamos. Cavé miles de zanjas en Chancellor Farm.

—¿Eso dónde está?

—Cerca de La Honda. ¡ja! En las colinas. ¡ja! Un reformatorio. ¡ja! — Sally dejó de hablar y se concentró en golpear con la punta del pico en el suelo que tenía enfrente, diciendo «¡ja!» con cada golpe. Al cabo de un minuto tiró al suelo la camisa, se quitó la camiseta por la cabeza, la ató alrededor del mango del pico y dijo—. Protégete las manos.

Y Luntz se desnudó de cintura para arriba y vendó el mango de su pala y clavó la punta en la tierra.

Trabajaron sin necesidad de hacer pausas. Luntz se sentía capaz de cavar hasta que las manos se le deshicieran o bien hasta llegar al centro incandescente de la tierra. Cada vez que la pala daba en una piedra se ponía de rodillas en el hoyo, la desenterraba con los dedos y la tiraba, sin importar lo grande que fuera, a varios metros de distancia entre la maleza.

—¿Quién ha hecho ese ruido? ¿Quién ha sido?

—Son coyotes, nada más.

—¿Nada más?

—Cava. Cava. Cava.

Sally clavaba el pico en la tierra como si estuviera atacando la cara de algún monstruo.

—Esto es una locura. Una locura. Una locura.

Luntz se unió a él y se pusieron a canturrear juntos: «Esto es una locura, una locura, una locura».

Cuando ya no pudieron seguir trabajando fuera del hoyo hicieron turnos, y uno descansaba en el borde mientras el otro cavaba en el fondo. Se produjo un cambio en la oscuridad que no era exactamente el alba. Luntz se moría de sed pero no habían traído ni gota de agua. Cada vez que paraba para descansar, el esguince de la mano derecha le ardía y le dolía. Mientras cavaba no sentía nada.

Sally paró de cavar y dijo:

—Basta, basta, ya basta.

Ahora el hoyo le cubría hasta los hombros.

Luntz lo ayudó a salir, a continuación se subieron a la zona de carga de la camioneta, empujaron el cuerpo de Capra hasta la parte de atrás y saltaron fuera. Capra quedó tumbado sobre la puerta trasera con los brazos por encima de la cabeza y una pierna colgando. Todavía tenía cara pero ya no se parecía a la suya, y le faltaba la parte de atrás de la cabeza.

—Coge de ese lado —dijo Luntz, pasando por detrás de Sally para rodear los tobillos de Capra con los brazos.

A continuación Sally enlazó las axilas del muerto con los codos y se apoyó en el pecho la cabeza partida por la mitad, y entre los dos cargaron con el cadáver hasta la parte de delante de la camioneta y sin mediar palabra lo echaron dentro de la tumba y lo enterraron.

Sally se desplomó junto al túmulo y se quedó tumbado sobre la cadera, jadeando y pasando los dedos por la tierra removida.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él? —le preguntó a Luntz—. ¿Qué día?

—¿Yo?

—¿Cuál fue la última cosa que te dijo?

—No lo sé. Tú estabas delante. Me preguntó cuántas salchichas quería.

—No, no, tío… Algo que tuviera significado.

Luntz hizo memoria. Se puso de pie y se frotó los músculos de la espalda, por debajo de las costillas.

—Me dijo que me había vuelto un tipo callado y que eso le gustaba.

—Sí.

Sally puso una mano sobre la tumba y se incorporó sobre una rodilla.

—Sally, pásame la azada esa.

—Se llama pala.

Sally le tendió el mango de la pala y Luntz la cogió con las dos manos y dijo:

—Sé restar, Sally.

Y le golpeó con la parte plana tan fuerte como pudo.

Sally se agarró el costado de la cabeza con las dos manos y cayó hacia atrás sobre sus tobillos.

—¿Quién le dijo a Juárez dónde estaba yo?

Sally se arrastró de espaldas como si fuera una araña, dando tumbos y avanzando con dificultad, esquivando los golpes, aunque Luntz no dejaba de atizarle —«¿Quién se lo dijo a Juárez? ¿Quién se lo dijo? ¿Quién se lo dijo?»—, hasta que se quedó sin fuerzas y dejó de golpear. Se apoyó en la pala para mantenerse erguido.

—No fui yo y no fue él y no fue ella. O sea que fuiste tú. ¿Y cómo sabías que yo le había pegado un tiro a Gambol? Pues porque te lo dijo Juárez.

Sally estaba tumbado de lado.

—Me lo dijo esa puta india.

—Y una mierda.

Sally se puso a cuatro patas, intentó levantarse y lo dejó correr. Estaba llorando y escupiendo sangre.

—Es viernes, viernes, viernes.

—¿Y qué?

—Estaba preparado para mañana por la noche.

—Nunca vienen la noche que dicen.

—¿Por qué coño no?

—Porque siempre hay un soplón. Como tú.

Sally fue gateando hasta la tumba y puso las manos sobre el pico como si estuviera hablando con él.

—Yo solo quería quitaros de enmedio. No tenía que ser a Alhambra.

—Así que te chivaste a Juárez. Hiciste un trato, ¿verdad? Y mira el marrón en que estamos metidos.

—A Los Ángeles… joder, me da igual… al este de Los Ángeles. Vale, viviré en una caravana que huela a calcetines. Pero en una ciudad.

—Pues mira —dijo Luntz—. Está claro que a Jota lo has quitado de enmedio.

Sally se irguió sobre la tumba y se giró de golpe como un extraño bateador de béisbol en su base, y Luntz se quedó mirando cómo el pico se le venía encima hasta que la parte superior del arco le golpeó el vientre. Se dobló hacia delante, se sentó de culo y dijo «¿Qué?» mientras la nuca le golpeaba el suelo. Sally le saltó encima, se le sentó a horcajadas sobre el estómago, le rodeó la garganta con los dedos, puso los brazos bien rectos y Luntz notó que empujaba hacia abajo. Empezó a ver las cosas de un color marrón brillante, luego de un púrpura suave y por fin de un color hermoso que no había visto nunca y en el cual él tenía todo lo que necesitaba y todo el tiempo del mundo para decidir qué venía a continuación. Agarró las muñecas de las manos que lo estaban estrangulando, las apartó con tanta facilidad como si se estuviera quitando una cazadora y las sostuvo con los brazos extendidos mientras Sally jadeaba y su saliva le goteaba sobre la cara. El cuerpo de Luntz se puso a dar bocanadas enormes de aire, aunque el mismo Luntz estaba en otro lugar donde no hacía falta aire. Sally forcejeó hacia atrás, intentando soltarse de las manos que lo agarraban. Luntz lo soltó.

A continuación oyó que se abría y se cerraba la portezuela de la camioneta. Se levantó despacio pero sin ninguna dificultad. Sally se acercaba con la escopeta. Luntz se lo quedó mirando sin nada más que paz en el corazón.

—No está cargada.

—¿Quieres apostar?

La cabeza y los hombros de Sally dieron una sacudida digna de un bailarín, ¡clic-clac!, y apuntó con el arma a Luntz.

—¿Cuánto?

—Puto Luntz. Apuestas con todo.

Mientras caminaba hacia Sally, Luntz oyó el clic diminuto del percutor del arma vacía.

Sally le dio el arma y Luntz la tiró dentro del camión por la ventanilla y luego entró para arrancar el motor y poner los faros.

—¡No puedo volver andando desde aquí!

—Es todo bajada.

Sally se quedó allí parado e iluminado por los faros, protegiéndose los ojos con la mano. Luntz hizo retroceder lentamente la camioneta para dar la vuelta y lo dejó allí.

Luntz pensaba que habían cogido la única carretera que llevaba hasta allí, pero ahora se encontró con una bifurcación y sin aminorar la marcha tomó el camino que le pareció con menos rodadas, pronto llegó a otra bifurcación y se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde estaba. En algún lugar entre él y el río encontraría la carretera principal, eso era lo único que sabía. Siempre y cuando no tuviera que dar una vuelta completa todo iría bien. Miró el reloj: estaba todo pringado de tierra y de sangre seca. Escupió y se lo limpió contra la pernera del pantalón. Las agujas marcaban las cuatro de la mañana pero la esfera estaba rota.

Era una mañana luminosa y vio muchos caminos de tierra antes de encontrar la carretera asfaltada y girar colina abajo hacia el restaurante.

El teléfono móvil de Mary empezó a sonar y Gambol abrió los ojos y dijo:

—Que se vaya a la mierda.

Cuando dejó de sonar, él y Mary se volvieron a dormir, pero cuando sonó otra vez él estiró el brazo para cogerlo y encontró el botón y dijo:

—Vete a la mierda.

—No has llamado —dijo Juárez.

—¿Qué te ha parecido la luna?

—¿Qué luna?

—¿No viste la luna anoche?

—Estoy en Alhambra. Aquí no hay luna. ¿Has realizado cierto encargo?

—¿Realizado? ¿Con qué información? Información chunga.

—Estás diciendo que no. Que las cosas no están terminadas.

—No. Como mucho el otro tipo.

—La persona con nombre de señora.

—Eso. No encontré la escalera. ¿Dónde estaba la escalera?

—Vale. Plan nuevo. Olvídate de eso.

—No. ¿Dónde estaba la puta escalera?

—Ya es agua pasada. Vamos a otra cosa. Lo haremos de otra manera.

—No encontré ninguna escalera.

Y tiró el teléfono contra la pared del otro lado del dormitorio. A su lado, Mary se movió pero pareció que no se despertaba. Lo más probable es que estuviera fingiendo. Gambol cerró los ojos.

Soñó que bajaba esquiando completamente desnudo por una pendiente ante una multitud de espectadores, helado de frío pero con una amistosa y enorme erección. Cuando se despertó descubrió que había tirado las mantas de la cama y que seguía teniendo frío y que su enorme amigo continuaba con él.

Se quitó los bóxers con una mano y agarró a Mary del hombro con la otra, y mientras arrimaba la entrepierna a las nalgas de ella, la mujer se giró hacia él con los ojos cerrados y sonrió.

—Las últimas veinticuatro horas han sido chungas de la hostia —le dijo él mientras ella abría los ojos—. Las veinticuatro siguientes empiezan en este momento.

Algo llegó hasta Anita en la oscuridad, parecía el faro de un tren, pero no era más que la puerta al mundo de la vigilia. Mientras ella flotaba hacia la puerta, esta se abrió de golpe. En el umbral apareció la silueta de Jimmy, apuntándola con una escopeta.

Tumbada de espaldas en la cama, se apoyó en los codos para incorporarse. Sus pensamientos llegaron un poco después, y aunque lo estaba mirando preguntó:

—¿Tú quién eres?

Él cerró la puerta y le dio la vuelta a la llave.

—¿Dónde estabas?

Ella intentó recordar.

Él tiró la escopeta encima de la cama, levantó el macuto del suelo y lo dejó caer de golpe al lado de ella.

—¿Dónde has estado desde el miércoles?

—A orillas del río Feather.

—El río Feather está allí abajo.

—En una parte distinta. La mía.

—¿Durante dos días? ¿Tres días?

Él se puso a sacar cilindros rojos del macuto y a meterlos dentro de la escopeta.

Ella consiguió mover las piernas y poner los pies en el suelo.

—Por favor, no hagas eso.

—Está vacía.

—Pues déjala vacía.

—¿Por qué?

—Porque no quiero estar en una habitación contigo y un arma cargada.

—Tu arma está cargada. —Ahora Jimmy cogió un abrelatas oxidado de la puerta de la nevera. Ella no entendía nada de lo que estaba haciendo. Luego él dijo—: ¿Verdad que sí? ¿Tienes tu pistola?

—Sí. Sí.

Él cogió uno de los cartuchos, lo abrió por un extremo con el abrelatas y dejó caer un montón de perdigones sobre el colchón.

—Hay diez… once… joder. ¿Adónde se van? ¿Adónde van cuando disparas la puta escopeta?

Metió la escopeta en el macuto y empezó a cerrar la cremallera, pero se detuvo y se llevó la mano a la boca.

—¿Cuándo empezaste a chuparte el pulgar?

—Me duele. —Jimmy se puso a mirar alrededor como si lo estuvieran atacando sus pensamientos—. Tenemos que irnos.

—Yo no me puedo mover.

—¿Qué?

—Estoy cansada. Y tú estás todo sucio. Vas hecho un guarro. Pareces un granjero.

—Pues tú también. ¿Has estado durmiendo debajo de un puente?

—No he dormido.

Jimmy se plantó en la puerta del cuarto de baño, miró el espejo y dijo:

—Joder.

Sentada en un lado de la cama, ella dejó colgar la cabeza.

—Abre los ojos. —Él la cogió de la barbilla—. Este es el plan. Tú te duchas en dos minutos. Yo encuentro ropa para los dos abajo. Y luego yo me ducho en dos minutos.

—¿Por qué estás llorando?

—No estoy llorando. Métete en la ducha.

—Hostia puta, Jimmy, tienes la cara llena de mocos.

—Vamos, vamos, vamos.

Ella se metió en la ducha y se habría quedado allí para siempre, pero la bombilla del techo se fundió, y en la penumbra de debajo del chorro de agua le pareció ver luciérnagas que salían del desagüe y se le echaban a la cara, de manera que salió a toda prisa de la ducha. Se tumbó en el colchón sin molestarse en buscar una toalla y no se dio cuenta de que se estaba quedando dormida hasta que algo la despertó.

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