Ella se sentó en la otomana, se llevó un cigarrillo a los labios, dejó a un lado su bolso y cruzó las piernas. Marcó un número mientras sostenía el encendedor.
—Soy Louise. Estoy de sustituta hoy… No, Kilene no puede ir. Es por eso que llamo, para avisar. Y él, ¿cómo está?… ¿Hay instrucciones especiales? Me han dicho que no hay que levantarlo, ¿verdad? —Ella encendió el cigarrillo y fumó un momento—. A ver, una pregunta tonta… ¿Cuándo tengo que estar allí?… Mierda. —Se estiró hacia atrás para ver el reloj de la pared de la cocina—. Voy a llegar un cuarto de hora tarde. Tú márchate… puede pasar un cuarto de hora solo, ¿verdad? —Se llevó el teléfono a la encimera de la cocina—. Escucha, quiero llamar a la agencia pero estoy en el coche… ¿Tienes el número a mano? ¿Y cuál es el nombre completo del paciente?
Tomó nota en un cuaderno que había en la encimera y volvió a la otomana, marcando un número en el móvil.
—Soy Eloise Tanneau, la sobrina del juez Tanneau. Esta noche voy a cuidar yo de él, así que llamo para cancelar a la enfermera de noche… y tal vez se venga a mi casa unos días… seguramente hasta el miércoles. Mañana temprano os llamo y os lo digo seguro.
Cerró el teléfono, apagó el cigarrillo, cruzó las piernas y se cogió una rodilla con las manos, inclinada hacia delante.
—¡Buf! —dijo.
—No me tendría que haber divorciado de ti —dijo Juárez.
—Ah, ¿no? Fui yo quien se divorció.
Gambol los observó.
Juárez se fue al rincón con el Hombre Alto y estuvo hablando con él, sin levantar la vista de los zapatos amarillos de su interlocutor. Gambol lo oyó decir «Jaguar».
Luego volvió con Gambol y le dijo:
—Quiero el Jag.
Y Gambol le entregó las llaves.
Juárez señaló al Hombre Alto y luego a la mujer de Luntz.
—Llévatelo a él. Y a ella. Mary que se vaya al cine. —Levantó la afilada puntera de su bota y la puso encima de la silla, entre las piernas de Luntz—. A este cliente lo dejáis conmigo.
—Acabo de ver la puta película —dijo Mary—. Dos veces.
—No vuelvas a casa hasta dentro de una hora —dijo Juárez—. Y déjate el teléfono encendido.
Mary tocó el dorso de la mano de Gambol con cuatro dedos.
—Hasta luego.
Juárez observó el gesto.
—Vaya —dijo en tono enfadado—. Esto es lo que más me gusta de la gente. Que siempre te dan sorpresas.
Luntz se consideró de vuelta en el mundo de los vivos: con los pantalones todavía desabotonados pero las pelotas otra vez dentro de los calzoncillos. Aunque a solas con Juárez, que tenía una pistola automática en la mano.
—A Gambol no le va a gustar nada que seas tú quien me liquide.
—Pero a mí sí.
—Solo digo… ya sabes. Que a los amigos les gusta hacer las cosas juntos.
—Quiero su Cadillac. No es propiedad tuya. Dame las llaves.
—Las llaves están dentro. Más o menos. Más bien encima del techo.
—¿Dónde está aparcado?
—A unos cinco kilómetros de la carretera principal. Y luego arriba del todo. Subiendo por el Feather.
—Hijo de puta. Vamos.
—¿Ahora?
Juárez suspiró.
—Desátame la pierna.
—Desátatela tú.
Luntz se consiguió quitar el cinturón, pero no se vio capaz de ponerse de pie.
—¿Qué vamos a hacer?
—Vamos a ir en coche hasta allí y coger el de Gambol.
—¿Y luego qué?
—Luego se lo entregaré. Cuando él vuelva de lo que está haciendo.
—¿Y tu coche dónde se va a quedar? ¿Donde está el suyo ahora?
—Sí.
—Pues no lo entiendo.
—Eso es porque tienes la cabeza de un lagarto —dijo Juárez—. Gambol entenderá el gesto.
Esperaron codo con codo mientras la puerta subía retumbando y la última luz del día llenaba el garaje. Juárez le clavó la punta de la pistola para que entrara por el lado del pasajero.
—Las señoras primero. —Se levantó la camisa y se guardó la pistola—.Y acuérdate de quién manda aquí.
Mientras Juárez caminaba hasta el lado del conductor y abría la portezuela, Luntz buscó a tientas debajo del asiento. Juárez entró diciendo:
—Esto es un trayecto de prueba. Me estoy planteando comprar un Jaguar.
Mientras llevaba la mano al contacto, Luntz le puso la pistola de Anita en el cuello.
El Hombre Alto se quitó el sombrero y lo dejó a su lado y se giró casi del todo hacia Anita, que estaba en el asiento de atrás. Contó cuatro segundos antes de que ella apartara la vista.
—¿Cómo? Me ha parecido que decías algo —dijo, porque quería que ella hablara.
—¿Perdón?
—¿Qué clase de coche tiene el juez?
—Está en el garaje.
—Ya lo sé. Pero ¿qué coche es?
—Un Cadillac.
—Como este.
—Pero negro.
La casa parecía de Nueva Inglaterra: paredes de piedra, enredaderas oscuras y una entrada enorme con vidrieras de colores a los lados de la puerta.
Gambol llevaba un buen rato delante de la puerta.
—Este hombre tarda mucho en abrir. Dices que va en silla de ruedas, ¿verdad?
—Yo no he dicho eso.
—No. Es verdad. Lo ha dicho Mary.
Hacía un día cálido y tenían el Cadillac con el motor encendido y las ventanillas cerradas para que funcionara el aire acondicionado, pero aun así oyeron el ruido procedente de la casa cuando Gambol rompió una ventana de cristal emplomado con la culata del revólver. Vieron cómo se le movían un poco los hombros mientras quitaba los pedazos de cristal del marco con el cañón del arma y luego se puso de costado y metió el brazo hasta el codo en el interior.
—¿Qué? —dijo Anita.
—Te he preguntado si estás preocupada por Luntz.
—Sí.
—¿Y estás segura de que este hombre tiene ordenador en casa?
—¿Qué? Sí. O sea, creo que sí.
—A estas horas Luntz ya está muerto.
—Oh.
Él inhaló aquella sílaba. Le supo a corazón roto.
—Sus últimos momentos fueron impresionantes. ¿Crees que habrá conservado las pelotas?
—Oh… ¿las pelotas?
Él respiró hondo. El móvil le zumbó dos veces en la mano.
Comprobó el número.
—Es Gambol —dijo.
Apagó el motor del coche. Se volvió a poner el sombrero, se bajó el ala lo máximo que pudo sin perder la visibilidad y se dirigió a la casa sin mirar si ella lo seguía.
Entró sin cerrar la puerta detrás de él y se quedó esperándola. Al lado de la puerta había un perchero. En él, una americana negra de traje en su percha. Pasó un dedo por la manga vacía. Seda italiana. Gambol estaba de pie en la cocina maltratando al propietario de la americana. Por encima de ellos y a su alrededor, una serie de claraboyas tintadas y macetas con plantas verdes le daban a la cocina y al comedor una atmósfera fresca y agradable.
Incluso en la silla de ruedas el hombre daba la impresión de ser alto, en parte gracias a su peinado: resplandeciente, canoso plateado y abultado como un tupé, aunque no era ningún tupé, lo que pasaba era que Gambol tenía los dedos enredados en él y estaba tirando hacia atrás de la cabeza del hombre de la silla de ruedas para impedirle que se abrochara los botones de la camisa. Cuando el hombre bajó por fin las manos, Gambol le soltó el pelo.
—Lo he encontrado en el cuarto de baño.
Salvo por la chaqueta que le faltaba, el hombre iba trajeado, con los pantalones impecablemente planchados y los zapatos negros relucientes en el reposapiés metálico de la silla, pero por debajo del nudo de su corbata escarlata llevaba la camisa desabotonada y con los faldones por fuera, y de debajo de la axila izquierda le sobresalía la bolsa de la colostomía.
La puerta se cerró de un portazo detrás del Hombre Alto y Anita pasó dando zancadas a su lado en dirección a la cocina. Incluso con su atuendo de leñador y descalza, aquella mujer sabía caminar —la cabeza bien alta y los hombros echados hacia atrás— como quien se aleja de un coche accidentado en llamas. Se inclinó sobre el hombre y le dijo:
—Soy culpable, juez.
El juez poseía cierto aire histriónico. Cuando vio a Anita levantó la barbilla y le brillaron los ojos.
—He matado a Hank.
Ahora Anita se detuvo delante de la silla de ruedas. Le agarró con las dos manos la bolsa que tenía debajo del sobaco, se la arrancó y le dio con ella en toda la cara, añadiendo media pirueta detrás del golpe, y Gambol se apartó de un salto mientras al hombre le caía una lluvia de heces por el cuello y el pecho y por la espalda, de manera que quedó al mismo tiempo cubierto y sentado encima de ellas.
El juez levantó la mano para limpiarse la cara pero pareció pensárselo mejor. Inclinó la cabeza, probablemente para dirigir el flujo, y respiró por la boca abierta.
Gambol dijo algo en voz demasiado baja para que se oyera y el Hombre Alto le dijo:
—Cállate. Esto nos viene grande.
Juárez conducía con la mano derecha mientras con la izquierda contenía la hemorragia de su frente.
—Me encanta que me peguen con una pistola. Eso quiere decir que el que lo hace es un maricón. No puede apretar el gatillo.
—Coge la autopista.
Luntz se pasó el arma de la mano derecha a la izquierda, sin dejar de presionada contra el riñón de Juárez, se reclinó en el asiento en una postura que le pareció que resultaba más natural para el pasajero de un coche y añadió:
—Cállate.
—No estaba hablando.
—Hace un momento sí.
—¿Adónde voy?
—Cállate.
—¿Adónde estamos yendo, Luntz?
—Gira a la izquierda por aquí. A la izquierda. ¿Qué fumas?
—Mientras aceleraban para coger la autopista le metió la mano a
Juárez en el bolsillo de la camisa—. Light. Vaya mierda.
—No, son buenos. En serio.
—Bajos en alquitrán. Camisa de seda. ¡Eh!, ¿tienes dinero?
—¿Dinero?
Juárez bajó su ventanilla y la brisa caliente les golpeó el rostro.
—Dámelo.
Inclinándose hacia delante y retorciéndose en su asiento, Juárez se sacó la billetera del bolsillo de los pantalones y la tiró por la ventanilla.
—Hijo de la gran puta.
Luntz le puso el cañón debajo de la mandíbula y se lo clavó hasta obligarlo a estirar el cuello y hacer una mueca. Al ver que venían coches en dirección contraria, Luntz bajó el arma hasta la zona de las costillas de Juárez.
Juárez se limpió la sangre del ojo y se secó la mano en el asiento, entre las piernas.
—¿Y qué vas a hacer ahora? ¿Ir a casa del juez y cargártelos a todos? ¿Escaparte con la chavala echada al hombro?
Luntz no le hizo caso y usó el encendedor del Jag.
—Menudo héroe. Ni siquiera habías pensado en Anita. No te la mereces.
—¿Qué dirección es?
—Yo no lo sé, Luntz. ¿No lo sabes tú? —Un deportivo descapotable se les pegó al lado izquierdo. Juárez añadió—: Mira… esas chicas se están riendo de tu pecho.
—Déjalas que te adelanten. Gilipollas.
Juárez aceleró suavemente, manteniéndose al lado del descapotable.
—Eres una vergüenza —le dijo—. Si Anita es tu chica, sálvala.
—No es mi chica —dijo Luntz—. Y no la puede salvar nadie.
Juárez agarró con fuerza el volante, meneando los pulgares.
—Eres una vergüenza total y absoluta. —Giró la cabeza para mirar a Luntz. Tenía los ojos rojos, casi llorosos—. Cuando le sacas una pistola a alguien, ¿sabes qué te toca hacer? Disparar con ella. Disparar a alguien.
La marcha de adelantamiento del Jaguar se activó con una sacudida.
—Más despacio, Juárez.
—Montemos un espectáculo.
—Más despacio.
Juárez se dedicó a pisar y soltar el acelerador rítmicamente y a activar la marcha de adelantamiento del motor y quitarla.
—¿Ves ese paso elevado de ahí?
—Te lo digo en serio, Juárez.
—Pues vaya hacer que nos estrellemos contra el contrafuerte.
Luntz le metió el cañón del arma a Juárez en la oreja y se echó hacia atrás en su asiento. El motor hacía cada vez más ruido.
—Que te jodan, Luntz. Baja la pistola o te lo juro por lo más sagrado… —Juárez levitó en su asiento mientras ponía la pierna recta, aplastando el pedal contra el suelo—. ¡Vamos a llegar a los doscientos por hora! —Estaba gritando para hacerse oír por encima del estruendo del motor—.Yo me muero y tú te mueres. Venga, he estado esperando una razón para estrellar este Jag de mierda. Creo que prefiero un Lexus.
Pensando «Qué buena frase. Cómo mala este Juárez», Luntz le voló la cabeza. La ventanilla de Juárez estalló en una lluvia de granos de arroz mientras una fisura de cinco centímetros de ancho se le abría encima de la oreja. Luntz agarró el volante con una mano y luego con las dos, y la pistola cayó encima del regazo de Juárez mientras Luntz estuvo a punto de caer encima de ella al pasar la pierna izquierda por encima del tablero de mandos y sacar de una patada la bota puntiaguda de Juárez del acelerador. Encontró el freno con el pie y giró el volante a la derecha, y de pronto iban hacia atrás, y la vista del parabrisas se convirtió en un manchón, y dieron la vuelta de nuevo sobre sí mismos y por fin se quedaron detenidos en diagonal sobre el arcén de grava. El motor se había calado. Ahora emitía un tic-tic-tic en medio del silencio, y Luntz se oyó a sí mismo jadear y decir:
—Uau. Creo que te acabo de disparar.
—Te envolvemos con una toalla esta parte de aquí, justo debajo de la rodilla —le explicó Gambol al juez— y nos ponemos a hacer el bestia con una llave de tuerca. ¿Esto qué coño es?
—La bolsa de mi catéter.
—Joder —dijo Gamba!
—Haz que suplique —dijo Anita.
—Tengo setenta y seis años. ¿Lo entiendes? Los huesos no se me van a curar.
El Hombre Alto sospechó que la resistencia del juez tenía más que ver con la indignación que le provocaban los malos modales que con ningún deseo terrenal de conservar su dinero. El hombre estaba muy enfermo, tenía un tono como de ictericia en el bronceado apagado y una textura endeble de papel en la carne, por no hablar de la bolsa de su colostomía, y ahora también de la del catéter, que le asomaba por el bajo de los pantalones.
—No te preocupes —le dijo Gambol al juez—, seguramente hablarás antes de que se parta el hueso.
—Hablaré ahora —dijo el juez—. No os servirá de nada, pero estoy en vuestras manos.
—Así es como funciona —dijo Gambol.
—No, no —dijo Anita—. Es el rey de las mentiras.