—Tengo demasiados planes en mente. He tenido un día tremendo.
Ella le echó un vistazo.
—¿Tú también?
—Pero bueno —dijo Luntz.
Ella se puso de pie, dijo «¡Muchas gracias, me encanta este pueblo!» y salió del local para adentrarse en la noche.
Luntz la siguió porque simplemente no lo pudo resistir. Ella estaba plantada en la acera, buscando algo con una mano dentro del bolso y prácticamente estrangulándose a sí misma con la correa.
—Yo lo dejaría todo por una mujer como tú.
—Dios bendito —dijo ella, y caminó con bastante dificultad los veinte pasos que la separaban de su pequeño bólido.
Él se quedo mirando cómo ella buscaba el asiento del conductor con su precioso trasero. Ella vio que él la estaba mirando y le enseñó el dedo en gesto obsceno y cerró de un portazo.
Luntz caminó en dirección contraria, hacia el final del edificio y el aparcamiento a cuyo otro lado lo esperaba el Motel
Troncolandia. Después de treinta segundos de escuchar sus propios pasos sobre la acera, oyó un chirrido de neumáticos y a continuación el ruido del motor de ella elevándose y apagándose y volviéndose a elevar, y luego acercándose a él por detrás.
Le faltó poco para atropellarlo al pararse para recogerlo. Mientras él se metía en el coche, la luz del techo la iluminó tenuemente, mirando al frente y borracha perdida.
—Puedo hacer lo que me dé la gana —dijo ella.
Las dos primeras cosas que hizo ella al entrar fueron tirar su bolso sobre la cama y luego acercarse a la mesilla de noche y coger la pajarita a cuadros de él. La examinó y por fin se volvió hacia él, sujetándosela sobre la garganta.
—Caray —dijo Luntz—, me gustaría verte llevando eso y nada más.
Ella se quitó los zapatos de tacón alto de sendas patadas y dijo:
—¿Me das un vaso de agua, por favor?
Él llenó el vaso de plástico en el lavabo y se lo llevó, ella lo vació en menos de cinco segundos, ahogando una exclamación entre trago y trago, y a continuación se dirigió en persona al lavabo, diciendo: «Otro». No iba dando tumbos, pero sí que caminaba con mucho cuidado.
Luntz recogió su pajarita y se la quedó mirando.
Sobre su cama, el bolso de la mujer se puso a trinar. Luntz dijo:
—¿Te cojo el teléfono?
Ella salió por la puerta del cuarto de baño, sacó su teléfono móvil de un bolsillo lateral del bolso, volvió a entrar en el baño y lo tiró al retrete. A continuación se levantó la falda, se bajó las medias hasta las rodillas y se sentó, todo con un solo movimiento, y se puso a echar una meada bastante musical.
—No me paséis llamadas —dijo Luntz.
Se quedó en la puerta del baño mirando, y mientras ella buscaba a tientas la cadena, y no conseguía encontrarla, él le dijo:
—Bienvenida a mis humildes orígenes.
—Sí que apesta cuando se moja.
Ella salió del baño con otro vaso de agua, se lo bebió de un trago y exhaló aire ruidosamente. Después le dio a Luntz un beso húmedo en los labios, que sabía a alcohol y un poquito a algo todavía peor, vómito tal vez, aunque a él no le importó. Ella se echó atrás y dijo:
—Te crees que voy demasiado bolinga para saber lo que hago.
—Sí, es verdad, y le doy gracias a Dios
—Pues no. Sé dónde estoy. No he perdido el norte.
Ella se alejó un paso de él y señaló hacia el norte.
—Bien.
—Lo que pasa, lo que pasa, eh… es que ahora mismo me alivia estar con alguien que no miente como un bellaco.
—¿Estás de broma? Yo miento más que hablo.
—Bueno —le aseguró ella—, no eres el tío más embustero que yo conozco. —Agarró el dobladillo de su blusa blanca manchada de café y se la intentó sacar por la cabeza, pero solo consiguió subírsela a medias y pareció quedarse perdida en ella, meciéndose de un lado a otro con su sujetador de color escarlata—. Ni de lejos —dijo.
Se cayó de espaldas sobre la cama, con los brazos y la cabeza enredados en la blusa, una teta saliéndose de la cazoleta roja del sujetador, la falda gris subida casi hasta la entrepierna y los pies colgando del colchón.
Luntz la agarró de los tobillos y le giró las piernas para dejarla tumbada bien recta. Le metió los dedos por debajo del elástico de la cintura y le bajó al mismo tiempo la falda y las medias. El cuerpo de ella parecía inerte. Era posible que se hubiera quedado dormida.
—Lástima —dijo.
Pero lo decía solo por ella.
Se quitó el esmoquin, el chaleco a cuadros, la camiseta y los pantalones.
Pero resultó que ella sí que estaba consciente. Ahora agarró con los dedos la blusa que le envolvía la cabeza, se la bajó por debajo del nivel de los ojos y se quedó mirando a Luntz, hablando a través de los pliegues de la tela, desnuda del todo por debajo de la cintura.
—Así pues, ¿eres camarero?
—¿Cómo?
—¿Es por eso que vas de esmoquin?
—No. Estoy en un coro de voces masculinas.
—Como un cuarteto.
—No. Más grande, entre dieciocho y treinta tíos, dependiendo de quién se presente. A veces también estoy en un cuarteto. Pero el cuarteto no es tan bueno. No ensayamos.
—A diferencia del coro. El coro sí que es bueno, ¿eh?
—No. Tampoco somos tan buenos.
—Frankie Franklyn, ¿eres un pringado?
—Cuando tengo suerte, no.
—¿Y cuándo ha tenido suerte un tipo como tú?
Él le sacó la blusa por la cabeza y un par de botones le saltaron disparados a la cara.
—Joder, cariño —le dijo—, ¿te has mirado últimamente al espejo? Estoy teniendo suerte ahora.
Gambol podía ver algo, pero nada que pudiera entender. Y; sin embargo, tampoco era exactamente como un sueño. Cerró los ojos.
Una voz femenina dijo algunas palabras y luego repitió las mismas palabras y luego las volvió a repetir.
—Vete a la mierda —dijo él.
Parecía que se había caído de una cama estrecha y ahora se encontraba encajonado en un espacio todavía más estrecho. Suspiró.
—Joder —dijo una mujer—. Bueno… por lo menos te mueves. ¿Te puedes sentar?
—Déjame en paz —dijo él.
—Por lo menos súbete aquí otra vez y túmbate bien.
—No —dijo él—. Vete a la mierda.
Se dio cuenta de que estaba mirando el techo del interior de un coche. Cada vez que respiraba, oía un ligero crujido de plástico.
Al cabo de un rato dedujo que estaba tirado sobre una tela de plástico dentro de un coche.
La mujer estaba hablando otra vez.
—Sí. Hoy estás hecho una desgracia absoluta. ¿Te puedes sentar? —Vete a la mierda.
—Si te puedes mover, te quiero dentro.
—Dentro.
—Siéntate. Siéntate. Vamos paso a paso.
Estaba sentado sobre un sofá, con la pierna herida extendida sobre una otomana. Se dedicaba a ver la televisión en una salita de estar pequeña, en compañía de una mujer que decía:
—Uau, ¿a ti nunca te da la sensación de que estás en el futuro? O sea, ¿como en la ciencia ficción?
—Cállate. ¿Tú quién eres?
—Ya te he dicho quién soy.
—Y una mierda.
—Entonces, ¿con quién me he pasado la última media hora hablando? —Yo no he oído que habláramos.
—¿Cómo va el dolor?
El dolor, aunque pertenecía a su pierna derecha, viajaba en forma de pasmosas ondas radiales hasta llegarle a los dedos de los pies y a la mandíbula. —Muy mal.
Ella le puso un cuenco al lado sobre el sofá.
—Quiero que chupes un poco de hielo. Para mantenerte la garganta lubricada.
Parte del dolor viajó hasta llegarle alojo derecho y también a la punta de la nariz.
—¿Estás ahí?
—Estoy en algún sitio.
—Duele —dijo ella—.Ya lo sé. Duele.
—¿Tienes algo de jaco?
—Todavía no. Está de camino.
—Mierda.
—Espera.
—Mierda. Hostia puta.
—No te atragantes con el hielo.
—Mierda. Mierda.
Luchar contra el dolor solo lo empeoraba. Gambol prestó atención al dolor, a su forma, su localización y sus trayectos, y trató de permanecer relajado.
Sonó un timbre. Se oyeron voces procedentes de otro mundo, donde la gente tenía pensamientos que valía la pena expresar. Risas. Silencio.
Ella se le acercó con una jeringa hipodérmica y le dijo:
—Ha llegado la caballería.
Para entonces el dolor ya había conquistado hasta la última parte física de su ser y ya había empezado a afectar a su alma. Luego las sensaciones se amortiguaron y se volvieron difíciles de localizar, y siempre y cuando no intentara moverse, las cosas iban bastante bien.
—¿Te ves con ganas de beber un poco de agua?
—Sí.
Ella le llevó un vaso con una pajita. Él apenas podía tragar, pero era un gesto tierno.
—Bebe cuanto puedas. Cuidado con el suero, cariño. No muevas esa mano. La otra mano.
Él no había visto el gotero que tenía en la muñeca izquierda.
—Me siento paralizado.
—No te he podido dar nada de sangre.
—Sí. A las personas no se les puede dar sangre de caballo, ¿verdad?
—¿Cómo?
—Eres veterinaria, ¿no?
Ella se rió y dijo algo que él no pudo oír.
Ella lo despertó y le dio unas pastillas y le aguantó el brazo mientras él sorbía de la pajita hasta dejar el vaso vacío. La luz que los rodeaba parecía luz matinal. Aunque también era posible que fuera vespertina.
—¿Tienes un poco de café?
—Ahora mismo el café no te va a sentar bien.
—Tú dame una taza.
El olor era maravilloso, pero sabía raro bebido con pajita.
—Déjame beberlo.
—Claro.
Él notaba la mano como si fuera una manopla insensible. Ella lo ayudó a pasar el dedo por el asa de la taza.
—Dámela de una vez, joder.
—Te la acabo de dar. Tranquilo.
Ella encendió el televisor. Él dio un sorbo de su café y se quedó mirando los colores de la pantalla.
Al cabo de un rato dijo:
—Necesito un coche. Y necesito una pistola.
Jimmy Luntz se despertó en el Motel Troncolandia y se pasó veinte minutos sentado en la cama, fumándose un Camel y mirando a la mujer que tenía dormida al lado. Mirando cómo respiraba, sin más. Levantó la ropa de cama muy suavemente. Ella tenía la piel oscura de la cabeza a los pies.
—Ah, claro —dijo—. Eres india.
La mujer no se movió.
Se llevó sus cosas de afeitar al cuarto de baño. Antes de vaciar la vejiga sacó el móvil de la mujer del retrete y lo dejó encima de la cisterna. Anita. Ella no le había dicho su apellido.
Se tomó su tiempo para afeitarse, acicalarse y ponerse presentable. No se acordaba de la última vez que se había despertado al lado de una mujer desconocida. Y de una tan guapa… nunca.
Salió desnudo y la encontró completamente despierta, sentada al borde de la cama. Y también desnuda. Con un revólver en la mano.
Con la otra mano levantó una tarjeta de crédito.
—¿Qué es esto?
—Uau —dijo él—. Dímelo tú.
—¿Qué es?
—Parece una American Express —dijo él—. Uau.
—Me dijiste que te llamabas Franklin.
—Pues no.
—Te llamas Ernest Gambol.
—Tampoco.
Los dedos de ella lanzaron con efecto la tarjeta, mandándola a la otra punta de la habitación.
—¿Entonces cómo te llamas, si no te importa que te lo pregunte, ya que acabamos de follar y todo eso?
—Jimmy Luntz.
—¿Quién es Ernest Gambol?
—Gambol es un gilipollas descomunal.
—¿Tan descomunal como tú?
—Más. En mi humilde opinión.
—En mi opinión, el gilipollas es el que roba la cartera.
—El problema de las pistolas —dijo Luntz— es que se pueden disparar por accidente.
—No te estoy encañonando.
—Te estoy hablando de otra pistola.
—¿De qué pistola?
—La pistola con la que disparé a Gambol.
Ella juntó las rodillas, agarró la manta y se tapó la entrepierna con ella.
—Ahora sí que te estoy encañonando.
—No hace falta que me lo digas. No consigo ver nada que no sea esa pistola.
—Eso es lo que yo pensaba ayer. Te vi en el río Feather, ¿te acuerdas?
Y pensé: eh, ese tío tiene una pistola. Y luego: chof. Adiós pistola.
—Yo también te vi.
Ella lo apuntó con su arma un rato largo, sin decir palabra.
Por fin se puso de pie. Luntz retrocedió hasta que sus hombros chocaron con la pared.
Con su bolso en una mano y la pistola en la otra, ella se dirigió al lavabo y cerró la puerta tras sí. La cerradura hizo clic. Luntz oyó cómo abría la ducha. Dejó de contener la respiración.
Encendió un Camel y se fumó la mitad, inhalando humo con cada respiración.
Con el cigarrillo sujeto entre los labios, se puso a cuatro patas, sacó el macuto blanco de Gambol de debajo de la cama y lo abrió. Encontró sus últimos calcetines y calzoncillos limpios. No tocó la escopeta de Gambol.
Se puso los calcetines y los calzoncillos, abrió la puerta, tiró la colilla encendida de su cigarrillo al aparcamiento y vio que un coche patrulla del condado paraba delante de la oficina del motel. Un Caprice verde, de mediados de los noventa.
Luntz se sentó en la cama y se abrazó a sí mismo y cerró los ojos y se quedó allí sentado negando con la cabeza.
En cuanto llamaron a la puerta echó a andar hacia allí, pero se detuvo a menos de un metro de la misma. Carraspeó y dijo:
—¿Quién es?
—Ayudante del sheriff.
—Dos segundos.
Luntz puso la mano sobre el pomo, agachó la cabeza y esperó sin éxito a que le llegara alguna idea. Se oyeron cuatro golpes más en la puerta. Él la abrió y le dio los buenos días a un agente de uniforme.
—Buenos días. El señor Franklin, ¿verdad? ¿Cómo está?
—¿Yo? —dijo Luntz—. Cada día mejor.
—Me alegro. ¿Sabe usted algo de un Cadillac que hay aparcado junto al aeródromo?
—No. ¿Un Cadillac?
—Hay un Cadillac Brougham aparcado allí, y el señor Nabilah me ha dicho que llegó usted al motel sin coche.
—¿Yo? Sí. No. O sea, es verdad. ¿Quién es el señor Nabilah?
—El encargado. Se le ha ocurrido que tal vez el Cadillac fuera de usted.
—Ya. Claro.
—Y parece que hay sangre en el neumático izquierdo de atrás, mucha. ¿Tal vez ha atropellado usted a un perro?