Que nadie se mueva (7 page)

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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

BOOK: Que nadie se mueva
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—No. No es mi coche. Yo no tengo coche.

—Y el panel lateral trasero izquierdo tiene un agujero. Parece un agujero de bala.

—Por el amor de Dios —dijo Luntz.

—¿Me puede enseñar algún documento de identidad?

—¿Documento de identidad? Claro. Caray, ¿dónde tengo los pantalones?

En aquel momento Anita salió del cuarto de baño envuelta en una toalla, con el pelo negro repeinado hacia atrás, y esbozó una sonrisa que habría vuelto tarumba al mismísimo Jesucristo:

—¡Ayudante Rabbit!

—Yo mismo —dijo el ayudante, y luego—. Oh. Señora…

—Sí, sigo siendo la señora Desilvera —dijo ella—. Durante seis meses más.

—Ah, claro —dijo el ayudante—. Ese de ahí fuera es el Camaro de usted. O sea, lo parecía. O sea… sí. Es el coche de usted.

Se giró para mirar el coche, que estaba aparcado de lado ocupando tres plazas detrás del hombre.

—Todo mío. ¿Hay algún problema?

—Ningún problema. Solo estaba haciendo comprobaciones sobre un Caddy que hay en el aeródromo. Si no lo reclama nadie tendré que llamar a la grúa.

—Que se lo lleve la grúa con viento fresco —dijo Luntz—. No es mío.

—Él está conmigo —dijo Anita.

—Vale, eso aclara las cosas un poco. Gracias.

—Encantada de ayudar —dijo Anita—. ¿Me puedo vestir?

—Cómo no —dijo el ayudante.

—¿Se va a quedar mirando?

—¡Oh! —dijo él, y se rió—. Claro, claro. Que tengan ustedes un buen día.

—Igualmente —dijo Luntz, ya continuación le cerró la puerta en las narices y se sentó en la cama.

Anita dejó caer la toalla y se puso la falda. Luntz se le quedó mirando los pechos.

Ella se abrochó el sujetador.

—Ese era el ayudante Rabbit.

—Tal vez se llama Jack de nombre de pila, ¿eh?

—El ayudante Rabbit fue profesor mío en el curso de armas de fuego.

—¿Tienes permiso de armas o algo parecido?

—Lo tenía. Pero me lo han retirado. —Encontró su blusa en el suelo—. El ayudante Rabbit se estaba refiriendo a tu Caddy.

—No es mi Caddy.

—Era tu Caddy cuando te vi tirar aquel revólver al río Feather.

—Era prestado.

—¿El revólver? ¿O el coche?

—Las dos cosas.

—¿Cómo has dicho que te llamabas?

—Jimmy.

—¿Me puedes prestar el Cadillac, Jimmy?

—¿Qué le pasa a tu Camaro?

—Que lo conoce demasiada gente.

—Como por ejemplo el ayudante Rabbit, ¿no?

—¿Me puedes dar las llaves?

—La portezuela está abierta —dijo—. Dejé las llaves debajo de la esterilla. Pero no te aconsejo que te lleves ese trasto.

—¿Es robado?

—Supongo que legalmente no. Gambol no tiene tratos con la policía.

—¿Gambol? Pensaba que le habías pegado un tiro.

—No se murió.

—¿Y ahora corre de un lado a otro buscando su coche?

—Probablemente no. Todavía no. Si corre de un lado a otro, lo hace con una sola pierna.

Luntz se quedó mirando cómo ella se sentaba en la cama y enfundaba las puntas de los pies en las medias y a continuación se ponía de pie y se tiraba de la falda para arriba y forcejeaba con sus bragas hasta ponérselas bien. Después soltó el dobladillo y se alisó la falda. Uno detrás de otro, movió a patadas sus zapatos de salón negros hasta tenerlos donde los quería y se calzó. Se puso el abrigo y abrió la puerta.

—Espera un momento —dijo Luntz—. Quiero hablar contigo. Ya sabes, de anoche.

—¿Cómo has dicho que te llamabas?

—Jimmy Luntz. Me lo pasé bien anoche.

—Fue un poco de chiripa, Jimmy.

—Ya lo entiendo. Sí. Pero tal vez podríamos tomar un café o algo así.

Dejando la puerta entreabierta, ella se fue al lavabo, volvió y le dio su teléfono móvil.

—Quédate este teléfono. Si todavía funciona, a lo mejor te llamo.

Ella le dedicó un pequeño saludo marcial y salió, y él se quedó diez minutos allí sentado con el teléfono de ella en la mano.

Por fin dejó el teléfono a un lado, juntó las manos dando una palmada y se puso de pie. Se vistió y reunió sus cosas. No tenía más americana que la del esmoquin blanco. Se la puso y se guardó el móvil en el bolsillo. Agarró el asa del macuto de Gambol y miró alrededor en busca de algo que se pudiera estar olvidando. Alguien llamó a la puerta.

Se apresuró a abrir. No era Anita.

Había dos hombres muy pulcros en la puerta, uno de ellos con una insignia en la mano.

—Somos del FBI.

—Uau —dijo Luntz.

El hombre guardó su insignia y le dijo a Luntz los nombres de ambos, pero él no los oyó.

—Uau —dijo—. Por un segundo pensé que eran ustedes testigos de Jehová.

—¿Puedo preguntarle cómo se llama, señor?

—Franklin. Pero, oigan, estoy a punto de coger un autobús. Llego tarde.

—¿Dónde está la señora Desilvera, señor Franklin?

—¿La señora qué?

—La señora que se alojaba aquí con usted.

—Ah. No me dijo su apellido. Solo el nombre de pila.

—¿Son ustedes buenos amigos?

—Se llaman por el nombre de pila —dijo el otro.

—La conocí anoche.

—Sí. Eso lo sabemos.

El otro dijo:

—¿Qué lleva usted en la bolsa? ¿Dos millones de dólares?

—¿Cómo?

—¿Acaso ella no le ha dicho que tiene guardado un montón de dinero que no es de ella?

—Apenas nos conocemos.

—Eso lo entendemos —dijo el más amable—. ¿Y ella le ha dicho adónde se ha ido?

—No, señor. Destino desconocido.

—Déjeme contarle de qué va esto, señor Franklin. Dentro de unos días su amiga se va a declarar culpable de malversar dos coma tres millones de dólares.

Esperó la reacción de Luntz y pareció satisfecho de haberlo dejado sin habla.

—¿No lo sabía usted? —dijo el otro.

—No, señor. No. Malversación… eso es un delito federal, ¿verdad?

—Ella se va a declarar culpable de los cargos presentados por el estado. Pero mientras el dinero no sea devuelto a su sitio, estamos muy interesados en ella. No descartamos una acusación federal. ¿Puede usted enseñarnos su documento de identidad?

Luntz sacó el permiso de conducir y se lo dio.

—Pensaba que había dicho que se llamaba Franklin.

—Sí, pero eso era cuando no sabía quiénes eran ustedes.

—Ya le he dicho quiénes éramos.

—Ah —dijo Luntz—. Es verdad. Supongo que estaba confundido. Yo creía que eran ustedes testigos de Jehová.

—Ah, ¿sí?

—Oigan, dentro de un cuarto de hora tengo que coger un autobús. Ahora ya en diez minutos.

—¿Cuándo va usted a volver a ver a la señora Desilvera?

—Nunca. Tengo la impresión de que fue, ya saben… una chiripa.

—¿Una chiripa?

—Así es como yo lo describo.

—¿Qué hay en la bolsa? Esa bolsa no será de ella, ¿verdad?

—Es mía. Es mi equipaje, nada más.

—Apuesto a que desearía usted que fuera el equipaje de ella.

—Así que ella sigue teniendo el dinero, ¿eh?

—¿Llevaba ella algo encima, señor Luntz?

—¿Se refiere a una mochila con un signo de dólar bien grande pintado? Ninguno de ellos se rió.

—Solo un bolso —dijo Luntz—. Así de grande más o menos.

—¿Le importa si echamos un vistazo a la habitación?

—Como quieran. Ya he recogido todo para irme. Y llego muy tarde, o sea que… sí.

El más amable levantó el dedo índice.

—Alguien llama.

Dio unos pasos hacia atrás y el otro se fue con él y se quedó de espaldas a Luntz, el primero con el teléfono pegado a la mejilla, hablando. Parecía que el otro también podía estar hablando. Llamada telefónica falsa. Luntz encendió un cigarrillo mientras los hombres alcanzaban un acuerdo.

—¿Me puedo ir yendo?

—No hay problema. Vamos a apuntarnos su nombre, señor Luntz.

—Muy bien. Espero llegar a tiempo para coger el bus.

Ellos se hicieron a un lado para dejado pasar y el más amable dijo: —Buena suerte.

—Nací con suerte.

Luntz echó a andar con paso ligero y sin mirar atrás. No tenía ni idea de a dónde estaba yendo.

En el bolsillo, le empezó a sonar el teléfono.

Gambol cerró los ojos. Sintió que la cabeza se le desplomaba hacia delante y descendía en una noria que lo sumía entre violentos dibujos animados.

Estaba temblando pero no tenía frío. Cada vez que temblaba, la pierna derecha se le llenaba de dolor.

—Quiero otro chute.

—Hasta dentro de dos horas, no —dijo la mujer—. Esto no es un fumadero de opio.

Él abrió los ojos. Llevaba puesto un albornoz de nailon azul con volantes. Debía de ser de la mujer.

—¿Dónde está mi ropa?

—¿Cuántas veces me lo vas a preguntar?

—Vete a la mierda.

—Tus cosas las tiramos con el resto de la basura llena de sangre.

A Gambol se le desplomó la cabeza y se quedó mirando la cara de Jimmy Luntz.

El paisaje tenía ese aspecto luminoso del Central Valley. Algunos pinos. Robles. Huertas. Granjas. Soleado y plácido. Condujeron en dirección sur, dejando atrás Oroville y buscando un centro comercial. Las señales de velocidad máxima marcaban ciento veinte kilómetros por hora. Luntz no se pasó del límite. Tenía su ventanilla entreabierta para expulsar el humo del cigarrillo lejos de la cara de Anita.

—Un tío que trabajaba en un casino de Las Vegas me contó una vez la historia de un hippie que había conocido —dijo Luntz—. El hippie llegó del desierto en plena noche, entró todo desgarbado en el casino con unas sandalias huaraches, una camiseta desteñida y unos pantalones anchos estilo hindú, se fue a la mesa de la ruleta, buscó en el monedero que tenía sujeto al cinturón y sacó una moneda de cuarto de dólar. Puso la moneda sobre el negro. La bolita cayó en el veintidós negro. Jugó otra vez y volvió a doblar, a continuación cambió al rojo, dobló su dólar, se llevó sus dos dólares al blackjack y ganó diez partidas seguidas, doblando cada vez. Diez seguidas. Como lo oyes. Dos mil cuarenta y ocho dólares. Recogió sus fichas y se fue a jugar a los dados y se puso a apostar con el que los tiraba, el doble de todo lo que el otro apostara. Al cabo de dos horas la casa estaba controlando sus movimientos y lo estaban invitando a comida gratis y ya lo tenían borracho a base de copas gratis, pero él seguía jugando a los dados, rodeado de una multitud, apostando doscientos por tirada. Hacia las tres de la mañana había acumulado más de seis de los grandes a partir de una inversión inicial de veinticinco centavos. Y de pronto, en cuatro o cinco apuestas grandes… lo perdió todo. Se quedó ahí pensando un momento… rodeado de gente que lo miraba… Se quedó ahí… todo el mundo le gritaba: «¡Otra moneda! ¡Otra moneda!». El viejo hippie negó con la cabeza. Y salió dando tumbos de vuelta al desierto, después de una noche increíble en un casino de las Vegas. Una noche de la que todavía se habla. El coste total fue veinticinco centavos. Una noche que no olvidará en la vida.

—Para ser alguien que no bebe café —dijo Anita—, le das a la lengua que da gusto.

—Me distrae de pensar en otras cosas.

—¿Como qué?

—Como quién eres tú y qué coño quieres.

El humo de cigarrillo en sus narices despertó a Gambol, le hizo toser y la mujer se disculpó y apartó el humo con la mano.

—Cada vez hay más gente que lo deja.

—¿En qué siglo vives, colega? Soy la última fumadora del planeta.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—¿No te acuerdas de ayer?

—¿Cuándo fue ayer?

—Estabas caminando y hablando.

—¿Caminando?

—Y diciendo palabrotas. Muy creativas. Yo asomé la cabeza por la alcantarilla esa donde estabas metido y tú saliste de un salto y te fuiste andando hasta mi coche. Luego —dijo— no te pude sacar del coche. Tuve que hacerlo todo en el asiento de atrás. Limpiar la herida y todo lo demás. El asiento de atrás de un Chevy Lumina no es el mejor sitio para esas cosas.

Gambol cerró los ojos.

—Tengo la sensación de que peso diez toneladas.

—Has perdido mucha sangre. Mucha. He podido pillar un litro de plasma. Nada más que glucosa y agua.

—Me da la sensación de que la bala me atravesó el hueso.

—No te ha tocado el hueso. O ahora mismo estarías en urgencias viendo cómo te sierran la pierna y probablemente hablando con un detective.

—Yo no hablo con detectives.

—Y tampoco te tocó la arteria grande, o estarías muerto.

En el Time Out Lounge del Centro Comercial de Oroville se sentaron en el reservado del fondo y Jimmy alias Franklin se limitó a mirarla y no dio ni un sorbo de su Coca-Cola. Ella dio un trago largo de vodka con Seven-Up y dijo:

—En fin… ¿he vuelto a salir por la tele?

—¿Cómo se roban dos coma tres millones de pavos?

—¿No te lo ha contado la tele? Haces que se vote una obligación pública para montar un instituto de secundaria nuevo, emites el préstamo, enciendes los ordenadores, transfieres el dinero aquí y allí y… paf, todo tuyo.

—Que codiciosa.

—Luego echan en falta el dinero enseguida y la lista de sospechosos es sumamente corta. Y detienen a alguien.

—Bueno —dijo él.

—Bueno ¿qué?

—Supongo que fuiste lo bastante codiciosa como para coger el dinero pero no lo bastante mala persona como para incriminar a algún capullo. Perdón por el vocabulario —añadió—, pero donde yo crecí así es como llamamos al tipo al que sacrificas: el capullo.

Ella se rió sin que aquello la divirtiera.

—Está claro que ha habido un capullo —dijo ella.

—Si tienes escondido el dinero, haces bien al ir por ahí fingiendo que estás sin blanca. Eso está bien hecho. Pero si lo tienes, ¿por qué no desapareces sin más?

—Para empezar, tengo que presentarme ante el tribunal para declararme culpable y aceptar un acuerdo. Libertad condicional e indemnización de por vida. Como no me presente en esa fecha, el juez invalidará el acuerdo y me dará la pena máxima. Que son un mínimo de seis años.

—Tiempo de sobra para gastarte tus dos millones.

—¿Qué pasa, que ya has perdido la cuenta? Dos coma tres.

—¿Qué es un punto o tres entre amigos?

—Yo no tengo amigos. Y estoy sin blanca.

—No según la Agencia Federal de los Testigos de Jehová.

—Yo no tengo el dinero. Solo sé quién lo tiene y cómo conseguirlo.

No hubo más comentarios burlones del señor Jimmy.

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