Qualinost (16 page)

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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Qualinost
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—Por último —continuó Tanis—, los gnomos se dividieron en dos ejércitos para ir en busca de la gema. La encontraron en la torre del castillo de un príncipe bárbaro, llamado Gargath.

Valiéndose de un par de tenazas con las que agarró ambos extremos de la barra metálica, el enano empleó su considerable fuerza para retorcerla una vuelta completa. Los cuatro filos de la barra formaron un diseño decorativo en el centro del pestillo. Flint lo sumergió en un cubo de agua fría y luego lo puso en alto para mostrárselo a Tanis.

El semielfo arqueó las cejas, pero siguió bombeando el fuelle y reanudó el relato:

—El príncipe rehusó entregar la gema, y los dos grupos le declararon la guerra. Cuando al fin lograron penetrar en la fortaleza, la luz de la gema estallo y se propagó por el área. Cuando los gnomos recobraron la vista, las dos facciones habían cambiado.

—Podría venderlo por un buen precio en Solace —comentó Flint mientras miraba orgulloso el pestillo.

—Los gnomos curiosos —continuó Tanis, como si el enano no lo hubiera interrumpido— se convirtieron en kenders. Y los codiciosos se convirtieron en..., eh..., en... —El semielfo enmudeció y se puso colorado.

—¿Se convirtieron en...? —urgió Flint, sin dejar de contemplar el pestillo.

—Enanos —concluyó Tanis, con una expresión algo avergonzada.

—Ah —dijo Flint—. Puedes dejar de mover el fuelle ya.

Tanis se mordió los labios y observó con atención al enano.

—¿Es la misma historia que conocías? —preguntó.

Flint sonrió y asintió con la cabeza.

—La misma vieja historia de siempre —dijo.

* * *

Aquella noche, Miral se removía en su lecho, acosado por el mismo sueño que lo había atormentado casi a diario desde que aparecieron los primeros informes acerca de la presencia de un tylor en los bosques de Qualinesti.

Era un niño pequeño, acurrucado en una grieta de una caverna inmensa. Sabía que se encontraba a gran profundidad, bajo tierra, aunque una luz de fuente desconocida iluminaba el lugar.

Había la claridad suficiente para que el pequeño Miral viese las fauces abiertas del tylor, que giraba la cabeza a un lado y a otro, como si intentara captar su olor.

—Sal —tronó la bestia—. No te haré daño.

Miral tembló y se apretó más contra el fondo de la grieta, consciente de que estaba soñando, y consciente, también, de que no haría nada por evitar lo que iba a suceder en la pesadilla.

La criatura semejante a un dragón hincó la garruda pata delantera en la hendidura de la roca. Miral, el niño, se encogió cuanto le fue posible y, para su vergüenza, llamó a su madre. Se movió hacia un lado, apretando el costado derecho contra la dura piedra.

De nuevo, como ocurría siempre en el sueño, sintió el roce de aire frío en el brazo, en un espacio donde no podía haber corrientes. Miral sabía que lo peor de la pesadilla estaba por llegar, aquella parte que lo despertaba a causa de la impresión, y el convencimiento de que no volvería a conciliar el sueño.

Mientras Miral se aplastaba aún más contra el rincón de la hendidura, una mano le aferró el brazo derecho.

9

Una aventura

El día siguiente tuvo un buen comienzo al amanecer claro y soleado. A pesar de que la escarcha brillaba en las hojas verdes con las primeras luces, una hora más tarde había desaparecido y el día prometía ser cálido y agradable.

Había sido idea de Tanis salir en busca del
sla-mori
; el semielfo estaba deseoso de aventuras. Flint, después de echar una ojeada a su forja y decidir que las obligaciones pendientes podían posponerse, aceptó la sugerencia. Ya habían salido otros grupos de elfos armados en busca del tylor; el número de voluntarios había aumentado desde que el Orador de los Soles había ofrecido una considerable recompensa al cazador que acabara con la extraña bestia.

Tanis hizo una visita a la despensa de la cocina de palacio y se presentó en casa de Flint poco después del amanecer, cargado con una bolsa que contenía una barra de pan moreno, queso, una botella de vino para él y un jarro de cerveza para el enano.

Armados con hacha, espada corta y arco, Flint y Tanis cruzaron el puente que salvaba la hondonada de ciento cincuenta metros al oeste de la ciudad, en medio de las maldiciones y rezongos del enano. Flint había oído que una raza arcaica de espíritus desencarnados, unas criaturas hechas de aire, guardaban las regiones por encima de los ríos, impidiendo que nada ni nadie los cruzara, de manera que, para entrar en Qualinost, el único medio era este puente. Saber que un iracundo espíritu aguardaba a que sacara un brazo o una pierna por el borde del puente para arrojarlo a la torrentera por la que corría el río, ciento cincuenta metros más abajo, no contribuyó a mejorar la opinión que Flint tenía sobre la situación.

—Nunca he estado en el
Kentommenai-kath —
dijo Tanis señalando hacia el norte—. Vamos.

—Creía que íbamos a cazar al tylor.

—Tenemos las mismas probabilidades de encontrarlo en el
Kentommenai-kath
como en cualquier otro lugar. Por lo que he oído, es más factible que ese reptil nos encuentre a nosotros que al contrario.

—Eso es muy tranquilizador —rezongó Flint mientras alcanzaban el final del puente y procuraba alejarse lo más posible del borde del precipicio—. ¿Y qué infiernos es un
Kentommenai-kath?

—Cuando un elfo celebra su
Kentommen,
un familiar cercano, alguien que todavía no se ha sometido a esa misma ceremonia, se dirige a un área abierta y elevada desde la que se domina el río de la Esperanza, para estar en vigilia toda la noche a solas.

—No me hagas pensar tanto, muchacho —gruñó el enano—. ¿Qué es el
Kentommen?

—Es la ceremonia a la que se someten los elfos cuando alcanzan la mayoría de edad, al cumplir los noventa y nueve años. Porthios celebrará
su Kentommen
dentro de unos meses. Supongo que será Gilthanas quien llevará a cabo el
Kentommenai-kath.

La senda serpenteaba entre el denso bosque de álamos y pinos, y discurría de vez en cuando tan próxima al borde del precipicio que a Flint le sudaban las manos; en ocasiones trazaba un brusco giro que los llevaba de nuevo al interior de la espesura, para gran alivio del enano. Por último, después de más de una hora de marcha, llegaron al
Kentommenai-kath.
El sendero desembocaba en un afloramiento de granito púrpura bañado por el sol, y que se asomaba a la hondonada por el este; los peñascos estaban tapizados con parches de líquenes blancos, verdes y negros.

Flint divisó la Torre del Sol, que brillaba en la distancia; las casas de los elfos parecían tocones de árboles rosas carentes de ramas. La Arboleda, el parque que había en el centro de la ciudad, se extendía al norte de un área despejada que debía de ser la Sala del Cielo.

El aire traía el sonido amortiguado del trino de los pájaros. En el centro del
Kentommenai-kath
había un estrato de granito púrpura casi llano, pero surcado por depresiones de un palmo de ancho por las que corría agua clara. El estrato tenía una suave inclinación hacia el borde de la hondonada.

—Aquí es donde el familiar del elfo sometido al
Kentommen
se arrodilla para orar a Habbakuk y rogarle que bendiga al joven o a la joven, y le conceda mantenerse en armonía con la naturaleza a lo largo de los siglos que dure su vida —explicó Tanis con voz reverente.

Flint deambuló por el
Kentommenai-kath,
escuchando el roce de sus pesadas botas de viaje sobre la roca, y admirando los púrpuras, verdes y blancos del claro al que rodeaban álamos, robles y piceas. El paraje trascendía una profunda sensación de paz. Miró hacia Tanis a la vez que reanuda su paseo.

—¡Flint, no! —gritó el semielfo con un gesto aterrado.

El enano miró al frente... y hacia abajo. El estrato rocoso que en sus otros tres lados tenía una suave inclinación, en este terminaba en un abrupto corte. Flint estaba a menos de un palmo de un precipicio de ciento ochenta metros o más.

Se quedó petrificado. Entonces una fuerte mano lo agarró por el cuello de la túnica y tiró hacia atrás. Tanto Flint como Tanis perdieron el equilibrio en la irregular superficie rocosa y cayeron despatarrados sobre el firme y seguro granito. El semielfo estaba pálido, y Flint palmeó cariñosamente la sólida roca con mano temblorosa mientras la cabeza le daba vueltas.

—Yo... —balbuceó.

—Tú... Tanis tampoco podía hablar.

Ambos se miraron durante un instante que pareció una eternidad, hasta que Flint inhaló tembloroso.

—Este lado acaba de una manera un poco repentina —comentó.

—Un poco, sí —se mostró de acuerdo Tanis a la vez que esbozaba una débil sonrisa.

El enano asumió su habitual talante gruñón, se sentó y recogió la bolsa del dinero, que se le había caído de la túnica.

—Desde luego, en ningún momento corrí verdadero peligro de despeñarme —se tranquilizó a sí mismo.

—Oh, no. Por supuesto que no —aseguró Tanis, con demasiada premura.

—Quizás éste sea un buen momento para hacer un alto y recupe..., eh..., y comer —añadió el enano.

Tanis asintió con un cabeceo y recogió la bolsa de las provisiones. De mutuo acuerdo, y sin que fuera preciso, decirlo en voz alta, los dos amigos se retiraron del borde otros tres metros.

—No me preocupo por mí mismo, claro —dijo Flint—. Sólo que no sabría qué decirle al Orador si hubieras perdido el equilibrio y te hubieras despeñado por el precipicio.

Tanis no hizo comentario alguno. Comieron bajo la suave caricia del sol de mediodía; Flint se empeñó en que Tanis cogiera las lonchas más grandes de queso, los trozos de pan más sabrosos y las mejores piezas de fruta. Se quedaron sentados un rato disfrutando del paisaje..., aunque a una distancia prudencial del precipicio, por supuesto. Después decidieron regresar a Qualinost, ya que Flint tenía trabajo pendiente en la forja.

Los problemas empezaron cuando los dos amigos iniciaron el camino de vuelta.

El sendero debía de haberse bifurcado en algún punto antes de llegar al
Kentommenai-kath,
y ninguno de ellos lo había advertido. Cuando volvieron sobre sus pasos, tomaron el camino equivocado. Entonces el tiempo entró en escena. Al principio sólo fue una nube oscura que ocultó el sol un momento.

—Como solía decir mi madre: «Una nube nunca viene sola» —comentó el enano.

Poco después, un amenazador frente nuboso cruzaba sobre sus cabezas. El cielo se encapotaba a una velocidad alarmante, de manera que Tanis pensó que la tormenta descargaría en cualquier momento; en efecto, al cabo de unos minutos, empezaron a caer unas gotas frías y enormes. Enseguida, el enano y el semielfo estaban empapados hasta los huesos y tiritando, y Flint se lanzó a una interminable letanía de gruñidos alternados con las palabras:
«Se acabaron las aventuras..., se acabaron las aventuras..., se acabaron las aventuras...».

Todo esto no habría tenido mayor importancia a no ser por el atajo. Tanis se mostró reacio a tomarlo, pero Flint le dirigió una mirada desafiante mientras señalaba una trocha apenas visible que cortaba el sendero principal.

—Creía que era yo el que había viajado por todo Krynn de punta a cabo —protestó el enano—. Supongo que estaba equivocado.

Tanis pasó los siguientes diez minutos disculpándose con el enano y afirmando que, en efecto, Flint era el que tenía experiencia en los caminos, el que conocía los bosques como la palma de su mano, y, sí, el que había estado lo bastante atento durante la subida para fijarse en el atajo. Lo que es más, el día anterior se había enfrentado a un furioso tylor, prácticamente desarmado. Por consiguiente, se metieron entre la maleza por la poco marcada trocha que se internaba en el bosque empapado por la lluvia.

A medida que penetraban más y más en la espesura, creció la inquietud de los dos amigos, temerosos de que el tylor apareciera en cualquier momento. El aguacero no cesaba, y estaban empapados hasta los huesos.

Dos horas más tarde, durante las cuales no había dejado de llover de manera torrencial, se toparon con un grupo de los que habían salido a la caza del tylor, y regresaron juntos a la ciudad. Cuando llegaron a las afueras de Qualinost, Flint había empezado a toser, y temblaba de fiebre cuando, ya en su casa, Tanis lo ayudó a quitarse la túnica, las polainas y las botas, todas ellas chorreantes. El semielfo lo envolvió en una manta, lo hizo sentarse en una silla y avivó el fuego de la forja para que diera más calor. Ya a última hora de la tarde, mientras Tanis movía el guiso de venado que había preparado en una olla, Flint estornudó con tanta fuerza que por poco tira la silla patas arriba, y el semielfo llegó de un brinco junto a él para impedir que se fuera de bruces al suelo.

—¡Buf! —gruñó el semielfo, a quien se le doblaron las rodillas al sujetar la silla—. Sé que no eres muy alto, Flint, pero, desde luego, eres un poquito pesado.

Al fin, y no sin grandes esfuerzos, logró poner derecha la silla, pero el enano ni se molestó en darle las gracias.

—Ah, da lo mismo si me caigo o no, puesto que me estoy muriendo —dijo quejoso el enano. Se sonó la nariz en un pañuelo de lino, un regalo del Orador de los Soles, con un ruido que parecía el de una trompeta mal afinada—. Al menos, de ese modo ya estaría tumbado y listo para que me metieran en el ataúd.

Flint se arrebujó en la manta y metió de nuevo los pies en un balde de agua caliente que echaba vaho. A pesar de lo cerca que estaba del ardiente carbón de la forja, el calor no lograba quitarle el frío metido en los huesos, y temblaba de manera constante mientras le castañeteaban los dientes.

—Ahora mismo estoy prácticamente rígido, de todos modos. Se me puede dar por muerto de manera oficial —declaró.

—Si quieres, te preparo un ponche caliente con el vino de frutas —ofreció Tanis.

Flint le dirigió un mirada asesina.

—¿Porqué no me atraviesas con tu espada? Así, al menos, acabarías con mi sufrimiento de un modo rápido. ¡No estoy dispuesto a presentarme ante Reorx apestando a perfume elfo!

—Flint —dijo Tanis con actitud grave—, sé que estás muy abatido y que te encuentras mal, pero sólo tienes un resfriado. No te estás muriendo.

—¿Cómo estás tan seguro? —gruñó el enano—. ¿Te has muerto alguna vez?

Flint soltó otro monumental estornudo; su bulbosa nariz estaba enrojecida, a juego con el resplandor del ocaso. Tanis se limitó a sacudir la cabeza. El planteamiento del enano tenía una cierta lógica, aunque fuera un desatino.

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