El enano salió y cerró la puerta a sus espaldas.
* * *
Llegó el momento en que la primera estancia del enano en Qualinost llegó a su fin. Tanis y los demás lo despidieron en el límite de la ciudad, junto al puente que cruzaba sobre la confluencia de los dos ríos, el de las Lágrimas y el de la Esperanza. La mañana era gris y fría, y el aire cortante traía olor a nieve.
—Así que tienes que partir —musitó Tanis, mirando al otro lado de la profunda hondonada.
—Si, creo que ya iba siendo hora —respondió Flint—. Si tengo suerte, llegaré a casa antes de la primera nevada.
Tanis asintió en silencio.
—Te echaré de menos —dijo al cabo de un momento.
—¡Bah! —rezongó el enano—. No me sorprendería que te hubieras olvidado de mí antes de diez minutos.
A pesar de sus palabras, el enano tuvo que parpadear repetidamente y Tanis sonrió.
Flint se despidió del reducido grupo que se encontraba junto al puente: el Orador y el mago encapuchado, que impedía a la inquieta Laurana aproximarse al borde de la torrentes. Tanto lord Xenoth como Porthios y sus amigos brillaban por su ausencia. Tras repetidas promesas de regresar algún día, Flint fue en pos de su guía y cruzó el puente, no sin proferir uno o dos juramentos que resonaron en las frías paredes de piedra.
Sin perder la sonrisa, Tanis suspiró, se arrebujó en su capa gris y regresó hacia la ciudad.
Muerte en el bosque
AÑO 308 D.C.
PRINCIPIOS DE PRIMAVERA,
Flint odiaba los caballos —tanto, que afirmaba que le producían alergia—, y jamás montaría uno ni aunque en
ello
le fuera la vida. Bueno, en ese caso, quizá lo hiciera. Sea como sea, palmeó el cuello de la mula en la que cabalgaba,
Pies Ligeros,
y contempló con cariño los plateados álamos y los robustos robles de Qualinesti.
Después de veinte años de idas y venidas entre Solace y la Torre del Sol, se había familiarizado con el camino que conducía a Qualinost, algo de lo que incluso muy pocos elfos podían ufanarse, salvo los guías especialmente entrenados para esta tarea, y a los que recurría el Orador de los Soles para que escoltaran a los visitantes durante el trayecto de ida y vuelta. De vez en cuando tomaba un desvío equivocado, desde luego, pero el Enano de las Colinas que fuera incapaz de orientarse en un bosque merced a las marcas naturales del terreno, no merecía llamarse enano, sentenció Flint.
Sin embargo, y a fuerza de ser sincero, no estaba muy seguro de dónde se encontraba en este momento. Se acomodó en la grupa de
Pies Ligeros
y aspiró con deleite el profundo olor del bosque. Una ardilla le dirigió una furiosa parrafada desde el tronco de un roble, y dejó caer una lluvia de hojas sobre él. El enano alargó la mano con torpeza, cogió entre los gruesos dedos una de las ramitas y se la arrojó de nuevo a la ardilla.
—¡Guárdala para tu nido! —gritó—. Porque, si no me equivoco, estos días estás muy ocupada con asuntos familiares.
Otra ardilla apareció en una rama cercana, y la primera que había asomado, tras lanzar un último insulto al enano, corrió en pos de su compañera.
Flint respiró hondo. Era primavera, época de regresar a Qualinost. Había sido duro el viaje de vuelta a Solace, aquel otoño tras su primera estancia en la ciudad elfa. La nieve había empezado a caer al mismo tiempo que el enano llegó a los lindes del bosque de vallenwoods, los gigantescos árboles que albergaban la ciudad de Solace entre sus ramas. Su guía elfo había desaparecido pronto por la calzada en sentido contrario, y Flint recorrió a solas el camino alfombrado de nieve hasta llegar a su casa, situada al pie de un vallenwood. Encontró su hogar frío y vacío, a excepción de un ratón que se agazapó asustado en un rincón.
Fue un invierno muy solitario, aquel de hacía veinte años, a despecho del calor del hogar y la compañía de conocidos en la posada El último Hogar; cuando empezó la siguiente primavera, se encontró pensando una y otra vez en los bosques meridionales y en Qualinost, y preguntándose cada dos por tres cómo se encontraría Tanis.
Una semana más tarde, se presentó en la posada un forastero que no era otro que un qualinesti, portador de un mensaje del Orador: Flint sería bien recibido si le apetecía visitarlos. Y lo hizo. Su siguiente estancia en Qualinost duró más de un año, antes de que se despertara en el enano la nostalgia por sus amigos humanos. En suma, y con ligeras variaciones, estableció la norma que todavía seguía, de vivir en Qualinost desde principios de primavera hasta finales de otoño. Últimamente, había empezado a preguntarse por qué se molestaba en volver a su pequeña y triste casa de Solace.
El Orador de los Soles había dejado de enviar mensajeros al enano cada primavera, pues sabía que el cariño que Flint profesaba a la ciudad lo empujaría a emprender camino hacia el sur, y un día cualquiera, la luz del amanecer encontraría al enano cruzando con sus sonoras zancadas el puente al oeste de Qualinost. Flint, a quien aterraban las alturas, jamás atravesaba el puente sin proferir continuos juramentos que habrían sacado los colores a un estibador de Caergoth.
Su entrada en la ciudad fue siempre un divertido espectáculo para los elfos.
Ahora, sin embargo, lo esperaban todavía varias horas de camino a lomos de la mula. Azuzó los flancos de Pies
Ligeros
con sus fuertes botas, confiando en que, al menos por una vez, el animal avivara el paso sin protestas.
Como era de esperar, se produjeron los rebuznos habituales.
Han-Telio Teften había tenido un provechoso viaje de negocios. Empezó a silbar desentonado y, no por primera vez, bendijo al Orador de los Soles, cuya buena disposición a establecer relaciones con otras razas había favorecido que en los últimos años el comercio se convirtiera en un lucrativo medio de vida.
Los ojos castaños del joven elfo brillaron mientras que, por enésima vez durante el viaje, metía la mano en las alforjas de lona, y, como en cada ocasión anterior, sus esbeltos dedos apretaron de manera inconsciente el nudo que cerraba la bolsa. Mientras él y su montura penetraban en una zona donde el sendero se ensanchaba y cruzaba un pequeño claro, sacó un saquillo de cuero y volcó el contenido en la palma. Tres ópalos, blancos y transparentes, relucieron sobre la curtida piel de su mano.
—Maravillosos —musitó—. Y la llave de mi futuro. El susurrante sonido de unas hojas a su izquierda le hizo levantar la cabeza y observar con cautela. Las cuadrillas de asaltantes eran prácticamente inexistentes en las sendas interiores de Qualinesti desde hacía años, pero en los meses pasados habían tenido informes de viajeros desaparecidos. No obstante, cuando transcurrieron varios minutos sin que ocurriera ningún incidente, Han-Telio se dedicó de nuevo a admirar sus ópalos mientras enumeraba las cosas maravillosas que compraría.
—Primero, una casa —dijo—. Y muebles, desde luego. Y un pequeño terreno en el que mi amada Ginevra plante fragantes hierbas.
Ginevra, sí. La hermosa elfa con ojos de color de endrina que le había prometido casarse con él cuando pudiera hacer frente a su parte de gastos de la boda. La promesa dictada por su mente práctica y racionalista, era lo que lo había empujado a pasar meses en la carretera comerciando con fina joyería elfa, sedas, esculturas de cuarzo y, desde luego, las conocidas pócimas curativas que su amada hacía con hierbas. Ahora, por fin, ya había ganado la suma suficiente para cumplir con su parte en acuerdo.
El elfo no vio de inmediato a la criatura. Fue su olor lo que captó en principio; un olor dulzón a repollo podrido. El hedor, y el súbito temblor de su montura, lo pusieron sobre aviso.
Han-Telio alzó la vista y tuvo la sensación de que sus miembros se volvían pesados como plomo. Aguardando en la senda, a menos de veinte pasos, se encontraba un criatura semejante a un inmenso lagarto. Tenía el duro pellejo de un color pardo, del mismo tono de la tierra de camino que quedaba a su espalda. Unos cuernos tan largos como el brazo del elfo sobresalían de la callosa testuza de la criatura. Las patas delanteras contaban con cinco de dos rematados en unas garras de un palmo de largo. Tenía las fauces ligeramente abiertas y al respirar lanzaba un nube de aliento fétido, como si fuese un dragón sin alas. Su cuerpo superaba el tamaño de cuatro elfos y estaba rematado en una cola fina que recordaba un látigo y que era sólo un poco más corta que el cuerpo.
—¡Un tylor! —exclamó el comerciante. Estas bestias eran poco conocidas incluso en las regiones áridas en las que, gustaban habitar. No se tenía noticias de que ninguno de estos monstruos hubiese vivido jamás en los bosques Qualinesti. Y, a pesar de que el comerciante había llegado en sus viajes a tierras muy distantes de su patria elfa, nunca había visto un tylor.
Mas sabía que eran fuertes, dotados de una gran magia a la que recurrían cuando fallaba la fuerza bruta, y sanguinarios.
El caballo de Han-Telio estaba petrificado de terror, con los ojos desorbitados, los ollares dilatados y las patas rígidas. El elfo tiró de las riendas, pero el animal no reaccionó ni a esa orden ni a los taconazos en los ijares. El bosque estaba sumido en un profundo silencio, salvo los crujidos de las ramas de un roble en lo alto.
—Tu montura no se moverá, elfo.
Han-Telio miró en derredor esperando que la persona que había hablado viniera en su rescate, y que fuera, preferiblemente, alguien mejor armado que un simple comerciante, y dispuesto a presentar batalla. La voz era profunda y rasposa, como si el aire fluyera entre guijarros de piedra arenisca, o sobre escamas. Sobre escamas... Una nueva oleada de terror estremeció a Han-Telio. Miró al reptil.
—En efecto, elfo. Soy yo quien habla. El tylor se expresaba en Común.
Las palabras fueron el acicate que sacó de su estupor al elfo; guardó los ópalos en un bolsillo de su túnica y con manos temblorosas intentó abrir las alforjas para sacar la espada corta que guardaba en ellas, a la vez que la criatura avanzaba dos pasos y agitaba la temible cola afilada.
Mas el nudo de la correa que ataba las alforjas resistió sus esfuerzos y se enredó. El tylor avanzó otro paso; el hedor de su aliento se hizo más penetrante. Han-Telio lo reconoció. Era la repulsiva pestilencia de carne podrida. La voz retumbó de nuevo:
—¿Adónde te diriges, elfo? Tu caballo no se muestra muy dispuesto a transportarte.
—A casa. A reunirme con Ginevra —respondió con voz ahogada mientras una de sus manos tiraba de las riendas en tanto que la otra seguía manipulando el nudo de las alforjas.
Han-Telio no sabía por qué había contestado; quizá para ganar tiempo. Por último, el comerciante, con una fuerza nacida del terror, logró romper la correa y sacó la espada corta. Cuando miró de nuevo hacia arriba, el tylor, cuya cabeza se balanceaba como si quisiera hipnotizar a su víctima, se encontraba ya muy cerca de él. Mientras el elfo miraba a la bestia, fascinado a su pesar, el tylor pasó ante una picea, y a continuación ante un peñasco de cuarzo, y su piel se tornó primero verde, después rosa, para asumir de nuevo el tono pardo similar a la arena del camino. Mimetismo, fue la idea absurda que acudió a la mente del elfo. En un arranque de coraje, amenazó a la bestia con su espada.
—Con ese pequeño cuchillo para matar cerdos que manejas, no tienes mucho que hacer contra los de mi clase elfo —bramó el monstruo, cuya cabeza laminada estaba ya a menos de dos metros del hombre.
Entonces, el tylor lanzó un rito que hendió el aire de claro y que sacudió a Han-Telio de pies a cabeza.
El caballo del comerciante, al que el pánico puso por fin en movimiento, se encabritó y dio media vuelta para salir de estampida. Pero el tylor se abalanzó y clavó lo afilados dientes en el cuello del animal, en tanto que Han-Telio gritaba y desmontaba de un salto. El elfo gritó otra vez cuando la cola del tylor restalló con la velocidad de una cobra.
Cuando su cuerpo se estrelló contra unas piedras de camino, estaba casi partido en dos.
Tres ópalos rodaron hasta detenerse en un charco de sangre.
* * *
Flint había desmontado y tiraba de las riendas en un vano intento de convencer a la testaruda mula para que continuara avanzando cuando se oyó un rugido en la distancia. Por un breve instante, el enano se quedó inmóvil, con una mirada de alerta en sus ojos gris azulado, a menos de un palmo de los marrones de
Pies Ligeros.
Entonces un grito ahogado se alzó en el bosque, y Flint se llevó la mano al hacha mientras giraba sobre sus talones buscando la procedencia del sonido. A sus espaldas,
Pies Ligeros
pateó el suelo con nerviosismo.
Se repitió el grito, más fuerte en esta ocasión, pero enmudeció de manera repentina. Había sonado en el camino, al frente.
—¡Por las barbas de Reorx! —exclamó el enano, mientras se montaba a lomos de
Pies Ligeros—.
¡Muévete, maldita mula, o le servirás de cena a un minotauro y yo disfrutaré viéndolo!
Por una vez,
Pies Ligeros
obedeció y salió a un trote tan rápido como se lo permitían las enormes pezuñas. Flint desenvainó la espada corta mientras cabalgaba. Al cabo de diez minutos —una eternidad para el impaciente enano—,
Pies Ligeros
frenó entre resoplidos en lo que sin duda había sido el escenario de una lucha.
Flint aguardó en silencio, sin desmontar, intentando distinguir si la criatura causante de semejante masacre acechaba todavía por los alrededores. En los troncos de los robles se veían unas marcas inmensas. Docenas de esbeltos álamos estaban hechos astillas a ambos lados del camino. La tierra estaba manchada con lo que sin lugar a dudas era un charco de sangre, que ya había adquirido un tono pardusco. Un peñasco de cuarzo también tenía salpicaduras, y el rastro de un reguero oscuro se perdía entre la densa maleza.
Pies Ligeros
se tensó, como si estuviera a punto de salir corriendo. Flint tranquilizó a la mula y desmontó con cautela.
El bosque estaba silencioso, salvo los sonidos habituales de la floresta, como si no ocurriera nada fuera de lo normal. Las bellas flores de unas sanguinarias crecían en el húmedo terreno a la derecha del camino, pero tres metros más allá no se veía nada por los espesos matorrales cuajados de brotes nuevos. Flint, con el hacha en una mano y la espada corta en la otra, aguardó en silencio. Una suave brisa con un ligero olor a nieve, tierra húmeda y el dulzón aroma de la sangre, agitó la barba entrecana del enano.