Flint, convencido al fin de que no iba a morir, apartó la manta en la que se envolvía, se acercó al arcón de madera tallada, y sacó una camisa limpia, de lino blanco con hojas de álamo bordadas en el escote, obsequio del sastre del Orador. Se metió la prenda por la cabeza.
—¿Os referís a la muerte del pare de Tan... de vuestro hermano? —preguntó.
—A las muertes de Kethrenan y Elansa, por supuesto —respondió Solostaran—. Pero también a la muerte de Arelas, mi hermano menor. Mis padres tuvieron tres hijos, de los cuales sólo vive uno. Cabe la posibilidad de que, con el tiempo, Qualinost vea recaer el título de Orador no en Porthios, sino en Gilthanas o incluso en Laurana, si la situación lo requiere.
—¿Qué ocurrió con Arelas? —inquirió Flint.
—Arelas nació pocos años después que Kethrenan, y murió poco tiempo después que mi hermano mediano.
—Qué época tan triste para vos —dijo con suavidad el enano.
El Orador alzó la vista.
—Para todos nosotros, sí. Kethrenan murió, y Elansa parecía un fantasma viviente, esperando el nacimiento de su hijo. En la corte reinaba un ambiente de duelo, como si nos cubriera una mortaja de la que no podíamos librarnos. —Observó al enano, que se esforzaba por ponerse unas polainas verdes y unos calcetines de lana marrón—. Entonces, a través de alguien que había pasado por Caergoth, nos llegó la noticia de que Arelas había abandonado aquella ciudad y venía de regreso hacia aquí.
»
Deberías haber visto el cambio que se produjo en la corte, amigo mío —añadió con una sonrisa—. Regresaba mi hermano menor, que había salido de Qualinost cuando era un niño, décadas atrás, y al que no habíamos vuelto a ver desde entonces. En medio de tanto dolor, de tanta tristeza, el anuncio de su llegada fue como un soplo de aire fresco.
»
Me sentí como si hubiera perdido a un hermano y hubiera encontrado otro, y, aunque el dolor por el fallecimiento de Kethrenan era todavía muy hondo, fue un gran consuelo saber que por fin recobraría al hermano que había perdido años atrás. Apenas conocía a Arelas, ¿comprendes? Abandonó la corte a una edad muy temprana.
Flint se pregunto por qué una familia noble de Qualinost habría enviado lejos a su hijo más pequeño. Aunque no dijo nada, su perplejidad debió asomar a su mirada.
—Arelas era un niño enfermizo. Estuvo a punto de morir en varias ocasiones, y los sanadores elfos se mostraron incapaces de curarlo. Por último, mi padre, el Orador, decidió enviarlo con un grupo de clérigos a las cercanías de Caergoth, al otro lado del estrecho de Schallsea, donde vivía un clérigo elfo a quien conocía, y que había obtenido grandes resultados con enfermos desahuciados.
»
Arelas mejoró allí, y el clérigo lo envió de vuelta un año después. Pero enfermó enseguida otra vez. Daba la impresión de que algo en Qualinesti lo consumiera, dejándolo sin fuerzas. Mi padre, temeroso de perder a su hijo menor, lo envió de regreso a Caergoth de manera definitiva. No hubo visitas. Ya sabes cómo son las cosas aquí. Las principales familias abandonan Qualinost sólo en contadas ocasiones, a veces nunca. Pero recibíamos informes de manera regular en los que nos comunicaban que Arelas se encontraba bien.
Flint se acercó al Orador. La única luz que alumbraba el taller, el resplandor del fuego de la forja, dibujaba extrañas sombras en el rostro de Solostaran.
—¿Qué ocurrió cuando Arelas volvió? —preguntó el enano.
El Orador frunció el entrecejo.
—Jamás llegó aquí. Transcurrieron semanas sin que tuviéramos noticias de él; creí que la incertidumbre acabaría por matar a mi madre. —Se encogió de hombros—. Entonces nos llegó noticia de lo ocurrido por Miral, que traía una carta de mi hermano y el triste relato de su muerte a manos de unos malhechores. La misiva hablaba del afecto que Arelas profesaba a Miral, con quien estaba en deuda por sus cuidados; pedía que se diera a su amigo un puesto en la corte. —Esbozó una triste sonrisa—. Era evidente que Miral no poseía grandes dotes como mago. Podía realizar conjuros ilusorios sin importancia, y aliviar los dolores de estómago y jaquecas, pero poco más.
Flint recordó que el mago lo había ayudado cuando casi se ahogó la primera vez que probó el vino de frutas elfo.
—No son de despreciar tales aptitudes —objetó. Solostaran se dirigió a la puerta y acarició con suavidad los capullos del rosal trepador que crecía junto al umbral.
—Miral es un elfo amable e inteligente, y, aunque como mago no valga gran cosa, resultó un excelente tutor para Tanis, Gilthanas y Laurana. Nunca me he arrepentido de admitirlo en Qualinost.
El Orador contempló el ir y venir de los elfos que daban por terminadas sus ocupaciones por aquel día. Luego miró el rojizo cielo del atardecer.
—Se ha hecho tarde —dijo con sencillez, y puso punto final a la conversación.
El Gran Mercado
Tras la clase con Tyresian, Tanis deambuló por las calles de la ciudad. Las nubes que pocas horas antes los habían empapado a él y a Flint habían desaparecido. El dorado rojizo de la tarde había pasado al púrpura del ocaso y el aire estaba cargado con el aroma de las flores primaverales.
Hacia el norte, la Torre del Sol relucía. En el centro de la ciudad, la Sala del Cielo se abría en un abrazo al firmamento.
En el lado oeste de la ciudad, sin embargo, se encontraba lo que, al menos para algunos, era la mayor maravilla de Qualinost; y hacia allí fue donde lo condujeron a Tanis sus pasos.
Era un anfiteatro, construido en una depresión natural del terreno. Sus asientos eran las suaves pendientes que rodeaban una gran plataforma situada en el centro del anfiteatro. El piso del área circular estaba realizado con el mosaico que daba fama a Qualinost; en él se representaba la llegada de Kith-Kanan y su gente al bosque de Qualinesti. El mosaico ocupaba toda la superficie circular, y Tanis siempre había pensado que el número de baldosas que lo formaban debía de igualar el de las rutilantes estrellas del cielo.
Aquí, después del ocaso, bajo la titilante luz de miles de antorchas, se representaban antiguos dramas, obras creadas mucho tiempo atrás por los poetas de Qualinesti para disfrute del propio Kith-Kanan. Así mismo, los filósofos hacían de él su tribuna para exponer su retórica, y los músicos interpretaban sus melodías ante la audiencia.
Durante el día, el anfiteatro era el escenario de otra actividad: la comercial. De ahí que se lo conociera por el Gran Mercado. En él, los mejores artesanos de Qualinost exhibían sus mercancías sobre telas extendidas en el suelo, en tanto que unos llamativos estandartes de seda ondeaban con la suave brisa. En los días de mercado, el mosaico de Kith-Kanan quedaba oculto bajo el despliegue de tenderetes de seda verde, caballetes de madera y alfombras de lana que se extendían sobre su superficie, y en los que, se ofrecía toda clase de mercancías imaginables: especias de aroma picante, cajas lacadas, brillantes dagas con empuñaduras adornadas con joyas, dulces recién horneados que aún desprendían un olorcillo agradable. Entre los artesanos había cesteros, alfareros, panaderos, tejedores, pues; no todos los elfos de Qualinost eran lo bastante afortunados —o acaudalados— para ocupar un puesto en la corte del Orador. A pesar de que ningún estómago estaba vacío ni ninguna espalda carecía de ropas con que cubrirse, al igual que ocurre en cualquier ciudad, eran pocos los que poseían tanto fortuna como poder, y muchos los que eran ciudadanos corrientes. No obstante, la mayoría de estos elfos contemplaba el esplendor de la corte con mera curiosidad, satisfechos de dejar que los nobles compitieran en vanas intrigas en tanto que no interfirieran demasiado en la marcha diaria de sus vidas y asuntos.
La mayor parte de elfos que asistía al mercado eran estos ciudadanos corrientes de Qualinost. Los nobles evitaban por lo general el Gran Mercado, salvo los días de festividades importantes, y preferían enviar a sus sirvientes o escuderos a comprar cualquier cosa que precisaran. Por otro lado, a los criados les venía bien esta costumbre, puesto que les daba la oportunidad de librarse, al menos por un rato, de sus señores o señoras nobles.
Aunque todos los asistentes habituales al mercado eran igualmente delicados tanto en su físico como en sus maneras a cualquier cortesano de la Torre, su preferencia por el atuendo tendía más a las ropas hechas con finos cueros y suaves tejidos de lana que por los llamativos vestidos y túnicas doradas; sin embargo, parecía que estas gentes irradiaban un cálido halo que hacía que Tanis se sintiera más a gusto en el mercado que en las estancias de la Torre o de palacio. Y, si bien le dirigían miradas a causa de su aspecto exótico —lo que también ocurría en la corte—, estas eran más de curiosidad que de censura. En cualquier caso, en el mercado era menos habitual una mirada de hito en hito que una sonrisa o una inclinación de cabeza.
Cuando Tanis entró en el recinto, los artesanos empezaban a recoger sus mercancías. Descendió por los escalones de piedra que conducían al área circular. Se probó un brazalete de cobre y examinó una aljaba repleta de flechas con plumas verdes y amarillas, pero había olvidado su bolsa de monedas en palacio, así que no tuvo más remedio que desilusionar a los mercaderes que esperaban hacer una última venta antes de que acabara la jornada.
Abandonaba el mercado cuando atisbó una figura alta y familiar, reconocible a pesar de la distancia que los separaba y la multitud, a causa de la hermosa melena rubia y la esbelta figura. Era Laurana, acompañada por su hermano Gilthanas.
Tanis contuvo el aliento e intentó esconderse tras el puesto de un alfarero, pero un anciano elfo lo hizo salir con un suave empujón.
—He cerrado —informó al semielfo.
—Pero... —objetó Tanis.
—El mercado ha terminado. Regresa mañana —dijo el anciano con firmeza.
Tanis retrocedió a trompicones, pero, antes de que tuviera tiempo de darse media vuelta y salir disparado, vio los ojos verdes de Laurana prendidos en él; tragó saliva. Ahora que la jovencita lo había visto no podía echar a correr. Sus labios rojos como el coral se habían abierto en una sonrisa radiante, y se apresuraba a acercarse entre los puestos con unos movimientos mezcla de determinación y gracia. Los mercaderes, tanto hombres como mujeres, hacían un alto en sus quehaceres para mirarla con respeto y admiración cuando pasaba ante sus tenderetes. Gilthanas iba tras ella, con una expresión mucho menos complacida que la de su hermana.
—¡Tanis! —llamó Laurana mientras sé aproximaba al semielfo. Su voz sonaba como una campana. Alargó los brazos y le dio a Tanis un fuerte abrazo; luego se volvió hacia Gilthanas—. No lo veía desde hace más de una semana. Creo que procura eludirnos.
Gilthanas se apartó los rubios mechones que le caían sobre los ojos y guardó silencio, pero su expresión decía que, si tal suposición era cierta, a el le parecía muy bien.
Tanis suspiró y se movió con inquietud, muy consciente de que la hija del Orador seguía agarrándolo de una mano, y que la gente del entorno había reparado en el encuentro e intercambiaban miradas interrogantes. Dio un suave tirón de la mano y Laurana se la soltó a la vez que un leve ceño fruncía su entrecejo.
Para su sorpresa, fue Gilthanas quien atrajo la atención de su hermana al preguntarle a Tanis si iba a asistir al acto de proclamación que tendría lugar al día siguiente.
—¿De qué se trata? —preguntó el semielfo.
Laurana retrocedió un paso e hizo un ligero gesto de enfado, pero después pareció cambiar de idea y se sumó a la conversación. A sus treinta años, tenía esa apariencia de ser medio niña medio mujer, y Tanis nunca estaba seguro de cuál de las dos personalidades se impondría sobre la otra cuando hablaba con ella. Por consiguiente, procuraba eludirla, como ella había apuntado.
—Ignoro qué es lo que se va a anunciar —dijo la jovencita—. Padre no se lo ha dicho a nadie. Todo cuanto sé es que está preocupado y lord Xenoth complacido, algo que siempre me inquieta. Tienes un aspecto estupendo hoy, Tanis —comentó de improviso. Su vestido verde relucía bajo la dorada luz del atardecer.
De repente, Tanis fue consciente de su ascendencia humana. Se sintió desmañado, tosco y demasiado corpulento. Aunque todavía habrían de pasar años antes de que a la muchacha pudiera considerársela «crecida» según la cultura elfa, ya había alcanzando la estatura de adulta; con todo, era tan liviana, tan brillante y ágil que lo hacía sentirse como un ogro a su lado.
Gilthanas, con expresión molesta, puso una mano sobre el brazo de su hermana.
—Laurana... —musitó con tono admonitorio.
Tanis enrojeció y bajó la vista hacia las ropas que la muchacha había alabado: una camisa azul cielo bajo un chaleco de cuero bordeado con plumas, y polainas de suave lana marrón. Todavía prefería los mocasines a las más habituales botas elfas; ésta era una costumbre que no había logrado superar.
Laurana se libró de la mano de su hermano con gesto enojado y Tanis vio de nuevo en ella a la niña mimada que había sido pocos años atrás. Pero su voz era la de una mujer.
—Gilthanas, haré lo que me apetezca —espetó—. Ya lo hemos discutido, así que olvídalo.
Tanis se sintió violento. Los días en que Gilthanas y él habían estados unidos, corriendo por las calles de la ciudad y dando caminatas por los bosques, hoy parecían borrosos y lejanos, como si fueran un sueño más que algo que hubiera ocurrido de verdad. Habían sido amigos, pero ahora a Tanis no se le ocurría qué decir, y se removió inquieto.
Gilthanas hizo una leve inclinación de cabeza.
—Muy bien, entonces me voy.
Giró sobre sus talones y se alejó entre los comerciantes que empujaban sus carros.
—Lo siento —se disculpó Tanis, más para sí mismo que para Laurana, pero la joven elfa no pareció escucharlo. Lo cogió de nuevo de la mano y lo condujo de tal guisa por el Gran Mercado.
—No sé lo que padre ha planeado para mañana —protestó—. Ninguno de sus colaboradores dice una sola palabra cuando salen de su despacho. Incluso el anuncio más vulgar va siempre acompañado de resmas de pergamino, metros de cinta y litros de cera para sellos.
Tanis sonrió sin poderlo evitar. Aunque con cierta exageración, Laurana estaba en lo cierto.
—Quizá quieran declarar el día de mañana como «El Día Nacional del Vino de Frutas Elfo» —sugirió.
Tanis era tan poco dado a mostrarse socarrón que Laurana tardó unos segundos en reaccionar y soltar una risa.