Qualinost (6 page)

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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Qualinost
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—Es igual que con las personas, como decía mi madre —comentó en voz alta a su taller, con el que se sentía tan familiarizado como con un viejo amigó—. Algunas personas son como este metal, decía —y mostró un broche de flores a la desierta habitación—. Se las puede doblegar, meter en cintura. Son moldeables. Otras personas son como esta madera —y alzó una pequeña ardilla tallada en un trozo de madera blanda—. Si las fuerzas, se rompen. Tienes que trabajarlas despacio, con cuidado, hasta descubrir qué guardan en su interior. La clave, decía mi madre, es distinguir cuál es cuál —concluyó su disertación dirigida ahora a un banco de piedra cercano a la puerta.

Flint hizo una pausa, como si aguardara una respuesta. De repente se le ocurrió que un tipo que da una charla al mobiliario de su casa es porque probablemente cuenta con pocos amigos. A excepción del Orador, Miral y los chiquillos de la ciudad, la mayoría de los elfos lo trataban con cortés reserva. Sin embargó, no conocía a nadie a quien poder palmear la espalda e invitar a una cerveza en una taberna; nadie con quien compartir historias y chismorreos; nadie en quien confiara lo bastante para que le guardara las espaldas en campo abierto.

—Quizá va siendo hora de que regrese a Solace —dijo con voz queda, mientras una expresión de tristeza pasaba fugaz por su semblante.

Justo en ese instante, resonó un golpe en la puerta, seguido de una ahogada exclamación. Aguardó inmóvil un momento antes de acercarse de puntillas a la puerta abierta. Cruzó de un saltó el umbral, con la pequeña ardilla enarbolada cómo si fuera su hacha de guerra.

—¡Por las barbas de Reorx! ¡Al ataque! —bramó.

—¡Socorro, Tanis! —chilló una fugaz figura con dorados rizos, que salió huyendo en medió de un remolino de polvo hacia los perales y los álamos. Los vuelos de la falda de color turquesa reflejaron los tonos rojizos del cielo crepuscular.

—¡Lauralanthalasa! —llamó Flint entre risas—. ¡Laurana!

Pero la hija del Orador había desaparecido tras los árboles. La pequeña había pedido ayuda a Tanis, pero el semielfo no daba señales de vida. Probablemente, a juzgar por el gritó de Laurana, la sesión de práctica de tiró con arco con Tyresian había concluido por aquella tarde.

Sonriendo, Flint regresó al taller. Todavía sonreía cuando volvió a salir, con la bolsa cargada al hombro. En el centro de Qualinost, al pie de la colina coronada por el bosque de álamos que rodeaba la Sala del Cielo, había una plazoleta. Era un lugar soleado, resguardado a un lado por una hilera de árboles que parecían tener la forma a propósito para que se trepara por ellos; por el otro lado corría un pequeño arroyo que se vertía en una serie de estanques bordeados de musgo. Entre los árboles y la corriente de agua había un espació lo bastante grande para correr, saltar y entregarse a cualquier otra clase de juegos ruidosos. La plazuela era un lugar ideal para recreó de los niños.

El sol empezaba a descender en el horizonte cuando Flint llegó a la plaza. Docenas de chiquillos elfos, vestidos con unos atuendos de algodón que se ajustaban al cuello, las muñecas y los tobillos, cesaron en sus juegos al ver al achaparrado enano cruzar el puente. Los niños lo miraron con fijeza, sin atreverse a romper el silenció que se había adueñado de la plaza. Flint frunció el entrecejo de tal manera que sus espesas cejas casi se unieron sobre los ojos grises, y después resopló, como si los chiquillos no le importaran lo más mínimo. Caminó por la plaza, de espaldas a sus maravillados ojos.

Por fin, una niña elfa que vestía una prenda de color turquesa corrió hacia el enano y le tiró de la manga. Flint giró veloz sobre los talones, con un destelló en los ojos que semejaba la chispa que salta al frotar pedernal contra acero.

«¡Oh, no! —
pensó el enano, sin alterar su expresión severa—.
¿Así que era la pequeña Laurana?»

—¡Tú! —exclamó. Los otros niños palidecieron, pero Laurana se mantuvo firme. Flint añadió:— ¿Me estabas vigilando?

La pequeña ladeó la cabeza, y una oreja puntiaguda asomo entre los revueltos mechones dorados.

—Por supuesto que sí —respondió.

—¿Qué quieres? —gruñó—. No tengo tiempo que perder. Hay gente que trabaja, en lugar de jugar el día entero, ¿sabes? He de entregar algo muy importante en la Torre, y casi ha anochecido.

La niña se mordió los labios.

—La Torre está en dirección contraria —dijo al cabo; los verdes ojos le relucían.

«Qué gran aplomo muestra para lo pequeña que es —
pensó Flint—.
Debe de ser por su sangre real.»
Claro que también cabía la posibilidad de que fueran las risas de Tanis, retirado a unos metros de ellos, lo que le daba coraje.

—¿Y bien? —inquirió de nuevo—. ¿Qué quieres de mí?

—¡Más juguetes!

—¿Juguetes? —Flint parecía desconcertado—. ¿Quién tiene juguetes?

Laurana se echó a reír y le tiró otra vez de la manga.

—En la bolsa. Los tienes en esa bolsa, maestro Fireforge. Admítelo. Los tienes.

—No es posible —rezongó, con el rostro ceñudo.

—¡Sí!

—¡Juguetes!

—¡La última vez me diste un minotauro!

—¡Yo quiero una espada de madera!

Los gritos de los chiquillos acallaron sus fingidas protestas. Los pequeños giraban a su alrededor como un torbellino de colores.

—Oh, está bien —dijo al cabo—. Echaré un vistazo, pero lo más probable es que el saco esté lleno de carbón, que es, al fin y al cabo, lo que os merecéis.

Se asomó a la boca de la bolsa, de manera que ocultaba el contenido a los niños, que se acercaron más al enano. A unos diez metros de distancia, Tanis lanzó un sonoro suspiro y se recostó contra un peral. Su semblante exhibía la expresión aburrida del adolescente al que le fastidian los juegos de niños; sin embargo, no se marchó.

—Clavos retorcidos —dijo el enano mientras revolvía en el saco—. Es lo único que tengo aquí dentro. Y almohazas oxidadas, y viejas herraduras, y un trozo reseco de
quith-
pa. Nada más.

Los niños esperaron a que Laurana tomara la iniciativa.

—Es lo que siempre dices —señaló la pequeña.

—Está bien. —Flint suspiró—. Se me ocurre una idea.

Mete la mano en la bolsa, y veamos qué sacas.

—De acuerdo. —La pequeña acercó la mano a la boca del saco.

Ten cuidado con la cría de dragón. Muerde —la previno Flint.

Laurana retiró con prontitud la mano y miró al enano con los ojos abiertos de par en par.

—¿Quieres que lo haga yo? —se ofreció Flint.

Laurana asintió con un cabeceo. Flint rebuscó algo en una esquina de la bolsa y lo extrajo mientras esbozaba una mueca maliciosa. La niña se quedó boquiabierta, aplaudió, y dejó de ser la hija del Orador para convertirse en una chiquilla corriente. Todavía con el entrecejo fruncido, el enano posó el objeto en la mano de Laurana.

Era una flauta, no mayor que un palmo de la niña, pero aun así perfecta hasta el último detalle. Estaba hecha en un trozo de madera de vallenwood que Flint había traído consigo desde Solace. El enano sabía que su sonido sería más dulce con esa clase de madera que con cualquier otra. Y se demostró que estaba acertado cuando Laurana se llevó la flauta a los labios. Las notas que brotaron del instrumento eran tan cristalinas como el agua que corría por el arroyo.

—¡Oh, gracias! —exclamó la pequeña, que echó a correr hacia Tanis. El muchacho se inclinó para contemplar su tesoro.

El hermano de Laurana, Gilthanas, y los otros niños elfos rodearon a Flint y le suplicaron que, por favor, mirara si había también algo para ellos en la bolsa.

—Dejad de empujarme, o me largaré de aquí en cualquier momento, ¿vale? —rezongó el enano.

Pero, a pesar de las protestas de Flint, cuando la bolsa quedó vacía, todos los chiquillos que estaban en la plaza tenían en sus manos un nuevo juguete. Eran pequeños instrumentos musicales, como la flauta de Laurana; marionetas a las que se las podía hacer bailar sobre la palma de la mano; diminutas carretas arrastradas por caballos pintados de colores; discos que subían y bajaban al tirar de una cuerda atada al dedo.

Todos los juguetes eran de madera, y cada uno de ellos había sido tallado con cariño, a la luz de la lumbre. Flint trabajaba en sus ratos libres durante un par de semanas, hasta que el nicho de la pared estaba lleno, y entonces buscaba cualquier excusa para pasar por la plazoleta. El enano jamás admitiría que no era mera casualidad que llevara los juguetes cargados al hombro cada vez que iba por allí. Si alguien le hubiera insinuado lo contrario, habría fruncido el entrecejo con enfado.

Mientras doblaba la bolsa, ahora vacía, Flint echó una ojeada en derredor para observar a los niños. Vio a Tanis, sentado a un extremo de la plaza, junto a uno de los estanques, apartado de los demás. Estaba sentado con las piernas cruzadas, con la mirada prendida en el agua; bajo la superficie se atisbaban difusas formas de peces. En medio de tanto encanto elfo, había algo en Tanis, con sus características humanas, que lo hacía afín con el enano. Los elfos eran buenas personas, pero, de vez en cuando, Flint sentía añoranza de los ratos compartidos con gente un poco menos
distante.
En cualquier caso, ésta era la cuarta o quinta vez que venía a la plaza, y en todas ellas Tanis se había mantenido aparte cuando los chiquillos se acercaban a recoger los juguetes. Cierto que el muchacho era algo mayor para que le llamaran la atención unas chucherías infantiles, pero aun así... Todavía no podía considerárselo un adulto. No es que Tanis hubiera mostrado desinterés, ni mucho menos. Cada vez que el enano había acudido a la plazoleta para entregar los juguetes, cuando lo buscaba con la mirada, se encontraba con los ojos almendrados, aunque no del todo elfos, pendientes de él, como si lo estudiaran. Flint hacía señas al muchacho para que se acercara, pero nunca lo hizo. Se limitaba a observarlo con aquella expresión pensativa, y después, cuando el enano alzaba de nuevo la vista hacia él, el chico se había marchado.

En esta ocasión, sin embargo, no ocurrió lo mismo. Flint metió la mano en uno de los bolsillos para asegurarse de que seguía allí el juguete que había guardado en reserva: una cerbatana.

Los otros chiquillos se habían marchado a sus casas, donde los esperaba una abundante cena de venado condimentada con salsa de frutas, o pescado rebozado, o
quith-pa
con lonchas de pollo asado. El único que quedaba en la plazuela era Tanis. El protegido del Orador estaba sentado al borde de un estanque, con los brazos en torno a las piernas dobladas, y la barbilla apoyada en las rodillas; sus ojos de color avellana miraban con fijeza a Flint. Vestía una camisa blanca de amplios vuelos y unas polainas de piel de gamo; un atuendo con reminiscencias del de los hombres de las Llanuras, los
que-shus
, y por completo distinto de las túnicas vaporosas que gustaban a los elfos. El muchacho se incorporó; sus movimientos carecían de la gracilidad innata de los elfos. Tanis se apartó un mechón rojizo que le caía sobre la cara.

—Hola, Tanthalas —saludó Flint.

—Hola, maestro Fireforge —respondió el semielfo. Los dos permanecieron inmóviles, esperando, al parecer, a que el otro diera el primer paso. Por fin, Flint señaló con un ademán el estanque.

—¿Observando los peces? —preguntó.
«Un inicio de conversación brillante»,
rezongó para sus adentros.

Tanis asintió en silencio.

—¿Por qué? —inquirió el enano.

El muchacho adoptó una expresión perpleja que dio paso a otra reflexiva. Su respuesta, cuando se produjo al cabo, fue un susurro apenas audible.

—Me recuerdan a alguien.

Esquivó los ojos. Flint asintió con un cabeceo.

—¿A quién?

—A todos los de aquí —replicó con tono áspero.

—¿A los elfos?

El semielfo inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—¿Por qué? —apremió el enano.

Tanis propinó un puntapié al musgo.

—Están satisfechos con lo que tienen. Nunca cambian. Jamás salen de aquí, salvo cuando mueren.

—¿Y tú eres diferente? —se interesó Flint.

El muchacho apretó los labios.

—Algún día me marcharé —musitó.

Flint esperaba que el semielfo añadiera algo más, pero, al parecer, Tanis había dado por terminada la conversación.

«Muy bien
—pensó Flint—.
Lo intentaré de nuevo. Por lo menos, esta vez no se ha escabullido en las sombras.»

—¿Qué tal te fue hoy la lección de tiro con arco? —preguntó.

—Muy bien. —La voz del muchacho era monótona, y su mirada estaba prendida de nuevo en el estanque. A lo lejos, se escuchaba el parloteo y las risas de los niños—. Estaban todos. Tyresian, Porthios y sus amigos.

Si se tenía en cuenta lo que pensaban del semielfo los amigos de Porthios, el chico debía de haber pasado un mal rato. Flint intentó encontrar algo que pudiera animar al joven protegido del Orador.

—Es hora de cenar —comentó, mientras pensaba:
«Brillante conversación, maestro Fireforge».
¿Qué tenía este muchacho que lo convertía en un inepto para mantener una charla normal?

Tanis esbozó una leve sonrisa y asintió en silencio. Sí, ya era la hora de cenar, desde luego. El semielfo dio unos pasos para acercarse a un peral, en el que se recostó. Flint lo intentó de nuevo.

—¿Te apetece...? —Vaciló un instante. ¿Qué se ofrecía a los niños elfos? Aunque a Tanis, con sus treinta años, se lo habría considerado un hombre joven entre los humanos, a esa misma edad un elfo distaba mucho de ser un adulto— ¿... cenar conmigo cualquier cosa?

—¿Acompañada de un poco de vino de frutas? —inquirió el semielfo.

El enano se preguntó si el joven protegido del Orador le estaría tomando el pelo. Flint había logrado tomar algún sorbo del oloroso caldo elfo sin que le produjera vómitos, aunque sólo en ocasiones oficiales, cuando la cortesía hacía imprescindible compartir con ellos su vino.

—¡Por las barbas de Reorx! —farfulló en voz baja. Tanis observó a Flint, sin que se borrara el esbozo de sonrisa de sus labios.

—No te gusta, ¿verdad? —comentó por último.

—No es que no me guste. Lo
detesto.

—¿Entonces por qué lo bebes? —quiso saber Tanis.

Flint estudió al semielfo con atención. Su curiosidad parecía genuina.

—Soy forastero, y procuro adaptarme a las costumbres.

Lejos, en la distancia, se oyó una estridente risa infantil acompañada del pitido de un silbato. Por lo menos, hoy habría un padre que pensaría en Flint sin indiferencia. Tanis adopto una actitud desdeñosa.

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