Pero tía Ailea no podía darle la respuesta, y sobrevino un largo silencio. La mirada de la partera no se apartó de él. Una fugaz expresión de angustia se reflejó en los verdes ojos del Orador, mas enseguida retornó el gesto altivo.
—Es hijo de la esposa de mi hermano, y vendrá conmigo. Se lo educará como a un elfo qualinesti. —Ailea suspiró, mientras acariciaba la mejilla del pequeño y lo besaba en la frente. Luego se lo entregó al Orador sin decir una palabra—. ¿Se le ha impuesto ya nombre al pequeño? ¿Dijo algo Elansa? —inquirió Solostaran, evitando dirigir la mirada hacia la figura inmóvil del lecho.
—Sí —musitó la partera tras una breve vacilación—. Le impuso el nombre de Tanthalas.
Ailea se alisó los pliegues de su falda de lana, sin atreverse a mirar al Orador por temor a que leyera la mentira en sus ojos. Su regalo al recién nacido sería algo que perduraría: un nombre. «Siempre fuerte» era el significado en el dialecto que la partera había aprendido siendo niña.
Solostaran se limitó a asentir con un gesto. Se encaminó a la puerta, sosteniendo al niño en sus brazos con la soltura de un padre experto; su primogénito, Porthios, era un jovencito que acababa de cumplir los cincuenta años. Ailea obligó a su viejo cuerpo, repentinamente agotado, a levantarse de la mecedora, y fue tras el hombre. Se detuvieron ante la ventana, por la que entraba el aire nocturno que traía el renovador viento de la primavera y que agitó el cabello rubio del Orador, retirándolo de su frente. Al hacerlo, dejó al descubierto una diadema de oro que lanzó destellos plateados y escarlatas al reflejar la luz de las lunas.
—Me temo que no le hago un favor al llevarlo a la corte —dijo Solostaran—. Dudo que su vida transcurra en paz allí. Pero es miembro de mi familia, y es mi obligación.
El Orador cubrió la cabeza del pequeño con la mantilla de lino para protegerlo de la humedad nocturna. La anciana y el dignatario permanecieron inmóviles ante la ventana. En ese mismo momento, un trazo plateado cruzó la bóveda celeste. Una estrella fugaz, la luz que llegaba a Krynn desde el cielo, se alejó veloz hacia el norte dejando tras de sí el ardiente rastro de su paso. El Orador no pareció reparar en el augurio, pero tía Ailea apretó los dedos en torno al amuleto que la moribunda Elansa le había entregado; para el pueblo de la partera, una estrella fugaz auguraba buenos compañeros. Esperaba que la estrella hubiera surcado el cielo por el recién nacido que reposaba contra el hombro del Orador; un semielfo necesitaría buenos amigos.
—Enviaré a alguien que se ocupe de Elansa —musitó Solostaran, con la voz ligeramente quebrada.
Después se marchó levándose al pequeño consigo. Tía Ailea se quedó junto a la ventana hasta que el repiqueteo de las campanillas y el sonido de los casos de caballos contra los adoquines de la calle se apagaron en la distancia.
Lejos, al norte, una pequeña ciudad dormía en la oscuridad de la noche. Era una ciudad de casas de madera, la mayoría de las cuales se encumbraban a varios metros del suelo, acunadas entre las ramas de unos viejos e inmensos árboles, y comunicadas entre sí por pasarelas colgantes. En una de las contadas casas que estaban a nivel del suelo, y la única en la que aún se veía una luz entre las rendijas de las contraventanas a medio cerrar, se hallaba sentada una figura solitaria. Tenía la estatura de un niño humano, pero su constitución era robusta y musculosa, y los ásperos mechones rizosos de una barba le caían sobre el pecho.
Sus manos daban vueltas y más vueltas a un trozo de madera. Con una pequeña navaja, rebajó unas virutas aquí y otras allá con toques precisos, a pesar de sus dedos cortos y gruesos. Muy pronto, el trozo de madera adoptaba una forma suave y delicada: la imagen de una hoja de álamo.
Su creador había visto uno de estos árboles en una ocasión, en algún punto lejano del sur, próximo a la tierra que lo vio nacer y que no hacía mucho había abandonado para salir al mundo en busca de fortuna. El álamo se alzaba, esbelto y pálido, en la cima de un paso alto que conducía, según le dijo una vez su padre, a la tierra de los elfos que se extendía más allá. Quizá los qualinestis lo habían plantado allí para recordar su bosque natal cuando viajaban por aquella comarca. El árbol le pareció una de las cosas más bellas que había visto en su vida, con sus hojas tan verdes y brillantes como esmeraldas por una de las caras, y por la otra como si estuvieran blanqueadas por la escarcha.
Tal vez, algún día, tuviera la suerte de contemplar de nuevo otro álamo. Mas, por el momento, habría de conformarse con la hoja de madera tallada.
Por fin, el enano se sintió cansado, se incorporó y apagó de un soplo la vela que ardía sobre la mesa. Cuando pasaba frente a la ventana camino del estrecho catre, un fulgor al sur le llamó la atención. Ardió durante unos segundos mientras surcaba el oscuro firmamento, y después desapareció.
—¡Por Reorx! ¡Nunca había visto una estrella fugaz semejante! —musitó, a la vez que lo recorría un escalofrío, aunque la noche primaveral no era fría ni mucho menos. Después, preguntándose qué hacía parado ante la ventana como un chiquillo que jamás hubiera presenciado tal acontecimiento, sacudió la cabeza, cerró las contraventanas y se acostó para soñar con un bosque de álamos.
La invitación
AÑO 288 D.C
PRINCIPIOS DE PRIMAVERA,
—¡Flint Fireforge, enano y maestro artesano, convocado por el Orador de los Soles! —anunció una voz.
Flint atisbó cauteloso entre las puertas doradas que se abrían ante él, y entonces sus ojos, de un color azul acerado, se abrieron de par en par, maravillados, mientras su mirada subía, subía y subía, siguiendo las paredes de mármol blanco que se alzaban —sin que las soportaran columnas, contrafuertes ni nervaduras— casi ciento ochenta metros hasta el techo abovedado. A los ojos de Flint, aquella bóveda parecía tan lejana como el propio cielo; y, de hecho, la ilusión era completa a causa del mosaico que cubría la bóveda y que representaba la noche en un lado y el día en el otro. Un traslúcido arco iris dividía las dos mitades. La mera contemplación de la grandiosidad de la Torre le producía vértigo. Flint estaba boquiabierto, y los ojos le lagrimearon de tener tanto tiempo la mirada fija en el diseño del mosaico; por último, la educada tosecilla del lacayo que había anunciado su entrada lo sacó de su aturdimiento.
«No te comportes como un palurdo, Fireforge —
se recriminó para sus adentros—.
Cualquiera creería que nunca has salido de Casa colina.»
Su aldea natal se encontraba al sur de las tierras elfas, a bastante distancia. Adoptó una postura erguida, se alisó la túnica de color verde mar y avanzó hacia el centro de la sala. Una docena de cortesanos, vestidos con túnicas que les llegaban a las rodillas, de colores verdes, marrones y bermejos, y que sujetaban con cinturones de plata, se volvieron para mirarlo mientras caminaba; sus botas con la suela reforzada con hierro, tan prácticas para la batalla, levantaban un gran estruendo en los suelos de mármol.
Por el contrario, el calzado de su escolta, de suave fieltro almohadillado, hacía que sus pasos sonaran como un leve susurro. Flint intentó caminar de puntillas, algo difícil de lograr con las pesadas botas. Aunque fugaz, captó el esbozo de sonrisa de su acompañante, cuyos almendrados ojos de color castaño, no obstante, mostraban una expresión afable. Algunos cortesanos sonreían, pero la mayor parte de los rostros elfos permanecieron tan impasibles como si estuvieran tallados en un pedazo de hielo del polo sur. Los elfos occidentales, o qualinestis, eran descendientes de los elfos silvanestis, cuyo reino se encontraba a muchas semanas de viaje en dirección este. Unos dos mil quinientos años atrás, hubo una escisión en los elfos orientales, y el nuevo grupo, conducido por Kith-Kanan, viajó hasta el refugio de unos bosques situados en la frontera de Thorbardin, el reino de los enanos. Los qualinestis colaboraron con los enanos de Thorbardin en la construcción de la Torre del Sol. También cooperaron en la realización de Pax Tharkas, una enorme fortaleza emplazada entre los dos reinos; durante más de mil quinientos años, compartieron el gobierno de la fortaleza, hasta que los elfos se aislaron en Qualinost a raíz del Cataclismo, tres siglos atrás, en la época del abuelo de Flint.
Desde entonces, nadie que no fuera elfo había estado en la capital de Qualinesti. Un murmullo hizo que Flint retornara al momento presente.
—Un entorno demasiado grandioso para un enano. La frase que sobresaltó a Flint la había articulado un elfo alto que se encontraba a la izquierda del enano. La túnica de color gris plateado armonizaba con su cabello blanco y su rostro frío; los labios se fruncían en una mueca desdeñosa.
Flint se detuvo, reflexionó un instante y se volvió hacia el elfo, cuyo rostro reflejaba la arrogancia de la que en ocasiones hacen gala quienes creen que una vida longeva les da derecho a exponer sus ideas sin parar mientes en las consecuencias.
—¿Nos conocemos, señor? —inquirió en voz baja—. Si no es así, creo que habéis formado una opinión sin datos en los que basaros.
La mano del enano fue hacia el hacha colgada del cinto. Los ojos grises se quedaron prendidos en los marrones un instante, enfrentados en una pugna de voluntades; entonces, elfo y enano repararon en los boquiabiertos cortesanos que los rodeaban. El elfo giró sobre sus talones en silencio, y abandonó la Torre.
—¿Quién era ése? —preguntó Flint a su escolta, en un susurro audible a cuantos lo rodeaban.
—Lord Xenoth, consejero del Orador de los Soles desde antes que tú o yo hubiéramos nacido —respondió el lacayo con un murmullo discreto—. Algunos afirman que ya estaba aquí cuando Kith-Kanan y sus aliados enanos construyeron la Torre.
Su acompañante poseía una pasmosa habilidad para hablar sin apenas despegar los labios, pensó Flint, si bien el elfo parecía realizar un gran esfuerzo para disimular alguna emoción, ya que los labios le temblaban de una manera incontrolable.
Flint era el primer enano que contemplaba la cámara central desde que se había construido la Torre en un remoto pasado, hacía dos mil quinientos años.
«No está mal —
pensó
—. Mi madre se sentiría orgullosa de mí.»
Unas cuantas semanas atrás, se encontraba en Solace, tomando una cerveza en la posada
El Último Hogar
; y ahora, estaba aquí, en el mítico reino elfo. Volvió la cabeza hacia su acompañante a fin de preguntarle si los elfos bebían cerveza, pero el lacayo miraba hacia otro lado.
El enano era consciente de que su presencia resultaba chocante, fuera de lugar, en la estilizada Torre y entre los esbeltos elfos. Su talla apenas alcanzaba la mitad de la de sus anfitriones. Su tronco era redondo como un barril, y sus brazos, desarrollados por el trabajo de la forja, eran el doble de gruesos que los del elfo más fuerte entre los presentes.
Además de la túnica verde mar, vestía unas polainas de un tono marrón rojizo, semejante a hierro oxidado, sujetas con un ancho cinturón de cuero; para completar el conjunto, se cubría con una capa de viaje llena de manchas. Llevaba sujeta la barba con el cinturón, y se había atado la negra y espesa mata de pelo con una tira de cuero, a fin de ofrecer un aspecto más presentable. Por desgracia, Flint no tenía idea de cuál era la indumentaria más adecuada para presentarse ante el gobernador de un reino elfo, y, a pesar de que había puesto todo su empeño en ello, tenía la humillante sensación de no haber estado muy acertado en su elección. En cualquier caso, en su vestuario no había gran variedad de túnicas de hilos de oro. Habría de conformarse con su indumentaria de viaje.
Estos elfos eran unos tipos muy extravagantes, pensó para sus adentros mientras caminaba, sin pasarle inadvertido que los murmullos lo precedían y se alzaban a sus espaldas, pero se interrumpían a su paso. Eran todo espiritualidad y nada corpóreo, esbeltos y relucientes como retoños de álamos, e igual de hermosos, envueltos en un halo dorado; o, al menos, así se lo parecía al enano. Quizá no era más que un efecto visual causado por la luz. Mucho tiempo atrás, cuando se construyó la Torre, los artesanos enanos habían colocado miles de espejos de manera que la luz del sol se reflejara en todo momento en el interior de la Torre, fuera cual fuera la posición del astro.
Los elfos, cuyos murmullos habían cesado, observaron al barbudo enano con cortés curiosidad, y, por fin, tras lo que a Flint le pareció un siglo, se encontró ante la tribuna que se alzaba en el centro de la sala.
—Bienvenido, maestro Fireforge —saludó el elfo que se encontraba allí. En su voz había un tono afectuoso. El Orador de los Soles era alto, incluso entre los suyos, y el encontrarse sobre la tribuna lo ponía más de manifiesto. Flint se sintió físicamente abrumado. El Orador, descendiente del héroe Kith-Kanan, lo había dejado impresionado.
El Orador sonrió, y su gesto logró que Flint dominara en parte el nerviosismo que le atenazaba la boca del estómago. La sonrisa de Solostaran era sincera y se reflejaba en sus ojos inteligentes, de un color verde tan profundo como un bosque. Flint suspiró, sintiéndose más tranquilo. Ahora ya no parecían tan importantes las frías miradas de los cortesanos.
—Confío en que tu viaje haya sido tranquilo y sin contratiempos —añadió el Orador.
—¡Tranquilo! ¡Por Reorx! —exclamó el enano, con un deje de afable reconvención.
Se encontraba sentado en su silla favorita en la posada El Último Hogar cuando fue abordado por un par de guardias elfos que le habían transmitido la invitación de su señor y, de un modo perentorio, le habían pedido que los acompañara a la misteriosa capital elfa, la legendaria ciudad que muy pocos miembros de otras razas habían contemplado en los últimos siglos. Habían viajado por terrenos agrestes, bordeado precipicios, subido escaleras ocultas tras cataratas y recorrido húmedos túneles.
Decir que la ciudad estaba bien protegida, era quedarse corto. Los picos al sur de Qualinost se encumbraban intimidantes tanto por su altitud como por lo escarpado de sus laderas, de manera que cualquier posible enemigo lo pensaría dos veces antes de iniciar una invasión. Los cursos de dos ríos convergentes que discurrían por profundas torrenteras de más de ciento cincuenta metros de ancho, protegían Qualinost por el oeste, el norte y el este. Dos puentes estrechos, fáciles de derribar en caso de que el enemigo se las ingeniara para abrirse camino entre la densa floresta y el propio bosque donde se ubicaba la ciudad, eran las únicas vías de comunicación sobre las torrenteras. El enano reparó en que el Orador aguardaba una respuesta.