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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (42 page)

BOOK: Puerto humano
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Peso

Si todavía no hemos llegado
...

Anders se había perdido en recuerdos lejanos y no entendía por qué el motor se fue ahogando, por qué el barco reducía la velocidad cuando aún se encontraban a mitad de camino hasta el estrecho. La red no estaba allí, en mitad de la bahía.

Luego observó que la bancada de proa sobre la que iba tumbado era de fibra de vidrio y que él era tan grande que apenas cabía en ella. Él era un adulto, su padre estaba muerto y todo lo que había pasado aquel día lejano no tenía nada que ver con lo que iban a hacer ahora.

Aunque en realidad no era así. Aquí todo está relacionado con todo. Solo que yo no lo veo
.

El motor se paró y se quedaron en silencio. Simon estaba sentado en la bancada de popa mirando a su alrededor. No se veía ningún barco, ningún ojo que pudiera espiar. Anders regresó al presente, aunque habría preferido quedarse en el pasado. Los sacos negros a los pies de Simon eran reales y requerían una actuación de la que nunca se habría creído capaz.

Todo es culpa mía. Yo tengo que... provocarlo
.

Recogió la cadena y la soltó en la parte posterior, dejándola caer serpenteando sobre el bulto negro. Simon sonrió con amargura.

—¿Sabes qué cadena es esta?

—¿Es la que tuviste cuando...?

—Mmm. Ya ha estado antes en el mar. —Simon asintió como para sí mismo y no se dijeron nada en un rato. Pasó la mano sobre el plástico que cubría la cabeza de Elin.

—Ella está muerta. Nada de lo que hagamos tiene la menor importancia. Para ella. Elin se ahogó. Fue ahogada. Y ahora la vamos a echar al mar. No es algo raro. No hacemos nada malo. Tenemos que hacerlo. Porque tenemos que seguir viviendo. —Simon miró a Anders a los ojos—. ¿No es así?

Anders asintió maquinalmente. Ese no era el problema. El problema era empezar a hacerse cargo del cadáver, sentir los músculos y los huesos a través del plástico negro y no poder estar completamente seguro de que... ella estaba muerta de verdad.

—¿Por qué usamos el plástico? —preguntó Anders.

—No sé —respondió Simon—. Pensé... que resultaría más fácil.

—No lo es.

—No.

Anders comprendió el razonamiento, que así se ocultarían a sí mismos lo que estaban haciendo. Sin embargo, supuso un alivio retirar los sacos y tener el cadáver de Elin a sus pies. Su piel había perdido toda luminosidad y el color había desaparecido de sus ojos abiertos de par en par. Era terrible verlo y, sin embargo, mejor.

Cuando Simon se agachó y cogió la cadena, observó las cicatrices que tenía en el cuerpo y en la cara, que a la luz de la mañana se veían blancas.

—¿Qué es esto? ¿Cicatrices?

—Ya te lo contaré —dijo Anders—. Pero ahora no.

Se ayudaron como pudieron a levantar y amarrar, tirar y sujetar la cadena con un par de enganches. Apretaran lo que apretasen, la piel de Elin no reaccionaba, no enrojecía ni se hinchaba. Sus ojos miraban fijamente al cielo sin pestañear y Simon se sintió atraído por aquella mirada vacía.

—¿Quién era? —preguntó.

Era la pregunta inevitable, la última pregunta. Lamentablemente, Anders no sabía la respuesta.

—No lo sé —respondió—. Creo que era alguien que... buscaba reafirmarse. Que ella, por un montón de... caminos tortuosos, intentó que todo el mundo pensara que era maravillosa. Pero...

El recuerdo de la sonrisa de Elin mientras Henrik y Björn eran humillados cruzó su mente como un relámpago y Anders agachó la cabeza.

—Entonces recordaremos a alguien que quiso ser maravillosa —concluyó Simon agarrando las cadenas que le rodeaban el vientre y las piernas.

Consiguieron arrastrar el cuerpo sobre la borda. Sus piernas se doblaron por encima del borde y durante unos segundos se quedó colgada con la cabeza y el cuerpo en el agua. Luego Simon le levantó las piernas con cuidado. El cuerpo quedó liberado y se deslizó dentro del agua con un ligero chapoteo.

Anders se inclinó sobre la borda y vio cómo se hundía. Le salieron algunas burbujas de aire de la boca que se elevaron hasta la superficie como perlas transparentes. El cabello quedó flotando y ocultaba su cara mientras caía hacia el abismo. Pasados unos segundos se había hundido tanto que ya no era más que una mancha clara y borrosa en la inmensa oscuridad. Anders siguió mirando fijamente hacia abajo hasta que dejó de verla, hasta que su imagen fue sustituida por el reflejo de la luz sobre la superficie del agua.

El agua negra. Se sentía tan terriblemente cansado, podría dormir durante un año. Apoyó la cabeza en la borda, cerró los ojos y dijo en voz baja:

—Estoy tan cansado, Simon. No puedo más.

Se le dilataba y se le contraía la cabeza, su cabeza era un pulmón. Se expandía y se contraía deprisa, jadeaba. Su consciencia buscaba aire como si estuviera a punto de ahogarse, el pulmón a punto de estallar.

Se oyó un crujido cuando Simon se levantó y se sentó en la bancada junto a él, lo apartó de la borda y colocó la cabeza de Anders sobre sus rodillas. Este se acurrucó y rodeó con los brazos la cintura de Simon, apoyando la cabeza sobre sus piernas. La fría mano de Simon acarició su cabello.

—No te preocupes, pequeño —dijo—. Todo se va a arreglar. No hay ningún peligro. Todo se arreglará, Anders.

La mano de Simon siguió acariciándole el pelo con mimo, y fue como oxígeno. Dejó de jadear en su interior, el pánico se mitigó y pudo relajarse. Quizá se durmió durante unos segundos. Si fue así, cuando se despertó lo peor ya había pasado. La mano de Simon reposaba sobre su cabeza.

—Simon —dijo Anders sin levantar la cabeza.

—¿Sí?

—¿Te acuerdas de que dijiste... que uno nunca puede llegar a ser otra persona? ¿Te acuerdas? Que independientemente de lo que uno se acerque a otra persona nunca puede llegar a ser el otro.

—Sí, eso dije. Pero parece que estaba equivocado.

—No es solo Elin. A mí también me pasa. Me estoy convirtiendo en Maja.

—¿Qué quieres decir?

Había una palabra para referirse a lo que le pasaba. No era una palabra acertada, sugería connotaciones erróneas. Demonios y diablos. Pero era la única palabra que había.

—Estoy poseído. Me estoy convirtiendo en otra persona. Me estoy convirtiendo en Maja.

Anders se incorporó y se sentó en la bancada de popa enfrente de Simon. Después le volvió a contar lo que le pasaba, a la luz de sus nuevas intuiciones. Que a veces podía oír la voz de Maja dentro de él, el miedo al muñeco de los helados GB, los tebeos de Bamse, la cama de Maja, las letras escritas en la mesa, la base de cuentas.

Simon no lo puso en duda, no le vino con objeciones. Solo le escuchó, asintiendo de vez en cuando y fue como si la mano de hierro que había estado apretando la conciencia de Anders cada vez con más fuerza ahora se aflojara un poco.

—Así que creo... lo sé —dijo Anders al final—, que ella hace todo esto a través de mí. Que es ella la que coloca las cuentas y lee Bamse, pero utiliza mis dedos y mis ojos para hacerlo y yo no sé... no comprendo qué es lo que debo hacer.

El sol estaba ya tan alto que calentaba. Durante su largo relato, Anders había empezado a sudar con la ropa tan abrigada que llevaba. Se quitó el gorro y metió la mano en el agua, se echó y se aclaró los ojos. Simon estaba mirando hacia Nåten, desde donde zarpaba en ese momento el primer barco de pasajeros de la mañana. Simon preguntó:

—¿Qué quiere ella, entonces?

—¿Tú... me crees?

Simon meneó la cabeza de lado a lado.

—Digamos que últimamente he oído cosas más raras.

—¿A qué te refieres?

Simon suspiró.

—Creo que debemos dejarlo aquí, de momento. —Al ver que Anders fruncía el entrecejo, añadió—: Tengo que hablar con Anna-Greta. ¿Puedo contárselo, lo que me has dicho?

—Sí, claro que puedes, pero...

—Hablando de Anna-Greta, creo que debemos volver ya a casa. Seguro que andará muy preocupada a estas horas.

Anders asintió y echó una ojeada por encima de la borda. Elin yacía ya en el fondo, quizá unos cincuenta metros por debajo de ellos. Él se imaginó a los peces husmeando alrededor de la recién llegada, anguilas que salían reptando del fango del fondo al olor de la comida...

Cortó aquel pensamiento en seco antes de que empezara a recrearse en detalles físicos.

—¿Simon? —preguntó—. ¿Hemos actuado bien?

—Sí. Eso creo. Y si hemos hecho mal... —Simon miró hacia la superficie del agua— ... ya no hay nada que hacer.

Anders se incorporó y se acercó a la parte delantera, se acurrucó lo mejor que pudo en la bancada de proa mientras Simon viraba el barco y ponía rumbo a casa. Anders se pasó un rato intentando retener en la mirada el lugar donde habían hundido el cuerpo de Elin. Debería haber algo allí. Una boya o una bandera, algo que recordara su memoria. Algo siquiera que indicara que allí abajo había una persona. Pero no había más que el constante reflejo del agua y Elin pertenecía a los desaparecidos en el mar.

Se separaron en silencio en el embarcadero de Simon y Anders subió como pudo hasta la Chapuza. Si hubiera salido alguien de detrás de un arbusto y le hubiera apuntado con una escopeta, habría sido incapaz de reaccionar. Él habría seguido apresurándose, esperando quizá con gratitud la metralla caliente en la espalda.

Iba mirándose los pies, que se movían por su cuenta. Le llevaban. Como un animal destrozado y sin fuerzas que por instinto o por un ciego impulso de supervivencia se arrastra hasta su cueva, así se iba él hacia casa, hacia casa.

Entró, se quitó la ropa, se acostó en la cama de Maja y se cubrió con el edredón. Después se quedó mirando fijamente la ventana, puesto que estaba demasiado cansado como para cerrar los párpados. Se encontraba en el mismo sitio y más o menos con la misma luz que aquellas mañanas cuando se acostaba después de haber salido a pescar con su padre.

Pensó que seguía siendo la misma persona, el mismo niño. Que el tiempo se movía en ciclos, y que pronto se levantaría, cargaría la carretilla e iría hasta la tienda.

Esta mañana sí que ha sido una pesca de verdad
...

Puede que se quedara dormido con los ojos abiertos.

La fuerza de atracción

Él mismo había escrito el cartel que decía «ARENQUE FRESCO: 6 CORONAS EL KILO», puesto que su padre era disléxico y además tenía muy mala letra. El cartel estaba a su lado en el banco fuera de la tienda donde él se sentaba a esperar que llegaran los primeros clientes de la mañana.

Eran las nueve y la tienda acababa de abrir. Dos personas que habían entrado en la tienda le habían dicho que querían llevarse arenques cuando terminaran de hacer la compra.

Parecía que aquello prometía. Pese a lo grande de su captura, Anders no había bajado el precio, más que nada porque no le había dado tiempo a cambiar el cartel. Había dormido más que de costumbre, hasta las nueve menos cuarto. Había tenido que darse prisa y cargar una caja en la carretilla para llegar a la tienda antes de que abrieran.

Salió el primer cliente, una señora mayor a la que Anders había visto todos los veranos de los que tenía memoria, pero no sabía dónde vivía ni cómo se llamaba. Ella solía saludar amablemente cuando se encontraban y Anders le devolvía el saludo sin saber a quién saludaba.

La señora se acercó hasta la carretilla y dijo:

—Un kilo, por favor.

A Anders se le ocurrió una idea genial.

—Hoy tenemos rebaja —dijo—. Dos kilos por diez coronas.

La señora alzó las cejas y se inclinó sobre los arenques como para comprobar si estaban mal.

—¿Cómo es eso?

Anders pensó que lo mejor era decir la verdad:

—Hemos cogido mucho y tenemos que venderlo.

—Pero ¿qué voy a hacer yo con tanto?

—Conservas en salmuera. Congelarlos. A lo mejor no hay más arenques este verano. Esto puede ser lo último.

La señora se echo a reír y Anders se preparó para lo que pudiera llegar: una caricia en el pelo. Ya sabía a lo que se exponía. Pero la señora solo se rio y le dijo:

—¡Menudo negociante! Sí, sí. Entonces cogeré dos kilos. Ya que están rebajados...

Anders se colocó una bolsa de plástico en la mano con la que cogía el pescado y echó cuarenta y dos arenques en otra bolsa, para mayor seguridad, añadió otro par, ató la bolsa y se la entregó a la señora, cogió el billete justo en el momento en que el otro cliente salía de la tienda. Un hombre de mediana edad, probablemente algún navegante, a juzgar por el atuendo.

La señora le enseñó su bolsa bien repleta y dijo:

—Hay rebaja.

El tono burlón con el que ella lo dijo hizo suponer a Anders que quizá
rebaja
no era la palabra adecuada. Eso daba a entender que se vendía algo que había sobrado y no quedaba muy bien en relación con la venta de pescado fresco. Anders decidió decir en adelante «oferta».

La idea no resultó tan exitosa como él esperaba cuando se le ocurrió, pero aproximadamente una cuarta parte de los clientes se dejaron tentar y compraron dos kilos. Quizá más por ayudarle que porque pensaran que era una ganga. Anders creía que dos coronas más o menos no significaban casi nada para la mayoría de las personas adultas.

No obstante tuvo más clientes que de costumbre y, antes de que llegara el barco de las once, Anders subió a casa a buscar otra caja porque la primera ya estaba vacía. Con la llegada del barco de las once se produjo una especie de avalancha y a punto estuvo de quedarse sin arenques. Se formó una pequeña cola delante de la caja y Anders dejó de añadir los dos arenques extra; en un par de bolsas echó solo dieciocho o diecinueve: eran para gente que no conocía y que solo habían ido allí a pasar el día.

A las doce tuvo que volver a casa a buscar la tercera caja. El barco estaba en el embarcadero y su padre, que tenía vacaciones, ya había vuelto del astillero, donde parecía que había vendido la cuarta caja.

La cosa pintaba bien. Aunque la venta ahora fuera algo más lenta, no parecía imposible que Anders consiguiera vender también los arenques de la tercera caja. A pesar de la oferta, aquello significaría que lo había conseguido, que el barco con mando a distancia pronto se deslizaría por la bahía.

Movido por ese pensamiento, bajó hasta la tienda la tercera caja y se encontró a un cliente esperando junto al cartel. Tras conseguir venderle dos kilos también a ese, Anders decidió celebrarlo con un helado. Entró en la tienda y se compró un polo de pera de GB, luego se sentó de nuevo en su puesto.

BOOK: Puerto humano
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