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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (41 page)

BOOK: Puerto humano
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Anders se dirigió a la proa y se tumbó todo lo largo que era sobre la madera recalentada por el sol, oteando el sitio donde habían echado las redes en el estrecho entre Ledinge y el islote de Kattholmen. Al entornar los ojos le parecía que podía distinguir la bandera de la boya que marcaba la posición de las redes.

El suave rugido del motor le producía sueño, así que se frotó los ojos y pensó en el barco teledirigido. ¿Cuánto podría alejarse antes de perder el contacto con el mando a distancia? ¿Cincuenta metros? ¿Cien? ¿A qué velocidad iría? «Es de suponer que más rápido que el barco de papá de todos modos», pensó mientras se dirigían al estrecho.

Anders estaba aún perdido en sus fantasías cuando su padre ahogó el motor. El rugido pasó a ser un golpeteo con intervalos cada vez más grandes entre los golpes. El banderín estaba cada vez más cerca. Anders se puso en movimiento en el momento en el que su padre le gritó:

—¡Vamos, capitán! —Y puso el motor en punto muerto.

Anders saltó abajo y corrió hacia el timón mientras su padre se deslizaba hacia la proa. Sus caminos se cruzaron al pasar cado uno por su lado del motor. Ya lo habían hecho antes. Su padre sonrió y le dijo:

—Ahora despacito y con cuidado.

Anders hizo un gesto de
¿acaso no lo he hecho ya muchas veces?
, y se sentó junto al timón.

Su padre cogió el banderín, lo arrastró y agarró la soga. Anders movió suavemente el cambio un poco hacia atrás para meter la reversa, hasta que el barco se quedó totalmente quieto. Cuando su padre empezó a recoger la red, él movió el cambio hacia delante de manera que el barco fuera siguiendo el trazado de la red. Este era el momento que más le gustaba de sus salidas de madrugada. Cuando era él quien pilotaba. Podía meter acelerones, dar marcha atrás, virar totalmente el timón, pero ¿lo hacía?

No, no.

Despacio y con mucho cuidado iba adecuando la dirección y la velocidad de manera que para su padre resultara lo más fácil posible sacar la red. A Anders eso se le daba bien. Era el capitán.

Anders se inclinó sobre la borda y escudriñó dentro del agua oscura. A menudo bastaba con vislumbrar un poco del reflejo plateado que subía hacia la superficie para poder calcular cómo iba a ser de abundante la captura. Anders miró y frunció el ceño.

¿Qué es esto? Será posible
...

Lo que subía hacia la superficie no era el metálico brillo desperdigado de unos cuantos arenques, no, más bien parecía como si aquella mañana hubieran capturado en la red un único arenque gigante, una masa compacta arrastrada hacia el barco.

Su padre había dejado de tirar de la red y permanecía inmóvil en la proa con la mirada fija en el agua. Anders echó una ojeada y pudo ver entonces que lo que parecía una masa compacta estaba formada por simples arenques. Era una captura que superaba todas las previsiones. Su corazón empezó a latir aceleradamente.

Hay cincuenta kilos, por lo menos. Quizá más. ¿Será posible vender tanto?

Esperó a que la captura se acercara más a la superficie para poder verla mejor, pero no pasaba nada. Su padre estaba aún en la proa con la soga floja entre las manos.

—¿Qué pasa? —preguntó Anders—. ¡Es muchísimo!

Su padre se volvió hacia él con una expresión en el rostro que Anders no entendió. Parecía... asustado. Asustado y preocupado. Anders meneó la cabeza.

—¿No la vas a levantar?

—Creo que... igual no deberíamos hacerlo.

—¿Por qué? ¡Pero si es un récord! ¡Hay un montón!

Su padre apartó una mano de la soga y apuntó hacia la superficie del agua.

—Mete la mano en el agua.

Anders hizo lo que le mandó y metió la mano en el agua. La retiró al momento. El agua estaba helada. Parpadeó y volvió a introducir la mano en el agua con cuidado. El frío le mordió las puntas de los dedos; el agua estaba tan fría que llevaba camino de helarse.

¿Cómo es posible?

Se volvió desconcertado hacia su padre, que seguía escudriñando fijamente dentro del agua como si buscara algo. Anders miró a su alrededor. Nada indicaba que de repente fuera a llegar el invierno. La única explicación era una corriente fuerte e inusualmente fría. ¿No?

—¿Por qué pasa esto?

Su padre suspiró profundamente. La soga empezó a resbalársele de las manos.

—¡Papá!

La soga se detuvo.

—¿Sí?

—Tenemos que sacar esto, ¿no?

Su padre giró la cabeza hacia los rayos del sol y dijo en voz baja:

—¿Por qué?

Aquella pregunta confundió a Anders y le asustó un poco. Y exclamó:

—Pues, porque... porque hay muchísimo y tú sabes que estoy ahorrando para ese barco, esto es... Y... ¿va a servir de algo que lo dejemos aquí?

Entonces el padre se volvió de nuevo hacia Anders, asintió lentamente y dijo:

—No, no va a servir de nada. Seguramente tienes razón.

El padre empezó a tirar de nuevo, sus mandíbulas trabajaban como si estuviera masticando algo imposible de tragar. Anders no sabía lo que había pasado, ni lo que había dicho, pero se sentía aliviado de que hubiera surtido efecto. Iban a recoger las redes.

Dejando a un lado el problema que Anders no entendía, lo cierto es que era bastante difícil para su padre poder sacar semejante captura. Anders llevaba el barco lo mejor que podía, pero la red que su padre estaba arrastrando hasta la proa no era una red con unos pocos peces dentro, sino más bien un grueso cable de plata embutido en las mallas de la red.

Cuando tuvieron toda la red en el barco y levaron el ancla, su padre fue hacia el motor sin decir palabra y puso las manos en la tapa.

—¿Qué haces? —preguntó Anders. Si el comportamiento de su padre durante la segunda parte de la salida había sido raro, esto era otra cosa más.

Su padre sonrió pálido.

—Calentarme las manos.

Anders asintió. Claro. Aquello, de todos modos, era comprensible. El agua estaba fría: las manos se quedaban frías. Dejó el timón y fue a ver lo que había cogido. Él no era ningún experto, pero seguro que había bastante más de cincuenta kilos. ¿Setenta? ¿Ochenta? Cuando miró aquella enorme cantidad de peces dentro de la red, notó otra cosa extraña.

El arenque no aguantaba como la perca o la platija, que podían vivir mucho tiempo después de haberlas sacado del mar, pero de todas formas solían moverse y colear un buen rato después de que hubieran puesto rumbo a casa. Pero ahora no.

Los arenques estaban completamente quietos y no se apreciaba ni una sacudida. Anders se agachó y examinó los arenques que se habían salido de la red. Tenían los cuerpecillos rígidos, a punto de helarse, y los ojos lechosos. Llevó uno a su padre, que seguía con las manos sobre la tapa del motor.

—¿Por qué pasa esto?

—No sé.

—Pero... ¿qué es lo que ha pasado?

—No sé.

—Pero ¿cómo es posible que los arenques solo...?

—¡No sé, te digo!

Era muy raro que su padre alzara la voz. Cuando lo hizo, a Anders le entró una sacudida de calor que le puso las mejillas al rojo y le cerró la boca. No sabía qué era lo que había dicho mal, pero algo era y sintió vergüenza. Porque había estropeado aquel buen momento sin saber cómo.

El arenque se había ablandado con el calor de su mano. Lo soltó en el suelo y se subió a la proa, entornó los ojos hacia el sol y sintió un peso en el estómago. Ya no le parecía nada divertido haber cogido tantos peces. Por su parte podían volver a tirar toda aquella mierda al mar.

Apoyó la mejilla contra la madera y se quedó tumbado sin moverse.

Extraño
...

Estuvo quieto un rato escuchando. Después levantó la cabeza y recorrió con la vista la bahía de Ledinge.

Qué raro que no hubiera pensado en ello hasta ahora. No había ni una sola gaviota en toda la bahía. Lo normal es que hubiese habido un tremendo griterío y peleas por los peces que se habían caído de la red al sacarla, batir de alas o cuerpos blancos cabeceando en el agua esperando que Anders les tirara las sobras o los arenques que eran demasiado pequeños para la venta.

Pero ahora, ni un solo ruido. Ni un ave.

Anders seguía tumbado reflexionando sobre todo esto cuando sintió la mano de su padre acariciándole el pie.

—Oye, siento... haberte gritado así. Ha sido sin querer.

—De acuerdo.

Anders siguió boca abajo esperando oír algo más. Pero como no hubo más, entonces dijo él:

—¿Papá?

—¿Sí?

—¿Por qué no hay ninguna gaviota?

Hubo una pequeña pausa, luego su padre lanzó un suspiro y le dijo sin mal genio:

—¿Vas a empezar otra vez ahora?

—No. Pero es raro, ¿no?

—Sí.

El padre le dio una palmadita en la pantorrilla y luego fue a arrancar el motor. Cuando llevaban conduciendo un rato de vuelta a casa, Anders se levantó y observó el mar. No se veía ni una sola gaviota. Ni ninguna otra ave blanca. El mar estaba desierto. El único movimiento que había era el oleaje de la roda alrededor del barco, el único ruido, los chasquidos constantes del motor.

De camino hacia casa Anders estuvo tumbado fantaseando con que su padre y él eran los únicos supervivientes tras una catástrofe que había aniquilado la vida en la tierra. ¿Cómo iba a ser su existencia a partir de ahora?

Evidentemente había otros seres que habían sobrevivido a la catástrofe ya que Dante, el gato de Simon, estaba esperando en el embarcadero. Anders cogió el cabo de amarre de popa y saltó hasta el bolardo que estaba en el extremo. Mientras el gato olisqueaba alrededor de sus piernas, él hizo con mucho cuidado el ballestrinque que había aprendido a hacer el verano pasado. Después de amarrar el barco, acarició la cabeza a Dante, se deslizó hasta la proa y le tiró un par de arenques encima del embarcadero. Tenía curiosidad por ver cómo iba a reaccionar el gato. Al principio no notó ninguna diferencia con otras veces. Dante, quizá porque se lo exigía su dignidad, siempre hacía como si fuera él quien capturaba la presa. Se encogió, se deslizó hacia los peces sin vida como si fuera necesario actuar con una precaución extrema para que la comida no se le escapara.

Luego dio un salto y asentó las dos patas encima de uno de los arenques, sujetándolo con las uñas extendidas. Cuando estuvo bien seguro de que el pez no se le podía escapar, atacó. Lo que pasó luego, a Anders le pareció tan gracioso que se echó a reír.

Dante se detuvo cuando ya estaba a punto de hincar el diente al arenque, luego alzó la cabeza y refunfuñó dos veces. Miró a Anders como preguntándole:
¿qué broma es esta?
Tanteando con la pata al arenque, le dio una vuelta encima del embarcadero.

Su padre estaba agachado y hasta él seguía con inquieta curiosidad la reacción del gato. Cuando a Dante le pareció que ya le había dado bastantes vueltas, atacó de nuevo al arenque y esta vez se oyó el ruido de las raspas rompiéndose. El gato se comió el arenque en un minuto, luego cogió el otro entre los dientes y se retiró del muelle con el rabo hacia arriba.

Su padre se levantó y se frotó las manos.

—Venga, pues manos a la obra. —Antes de que Anders echara a andar hacia la caseta para buscar las cosas, su padre lanzó una ojeada al barco y añadió—: Oye, esta sí que ha sido una pesca de verdad.

«¿No te habías dado cuenta hasta ahora?» pensó Anders, pero solo dijo:

—¿Cuántos crees tú que hay?

Su padre frunció los labios.

—Unos noventa kilos. Vamos a tener tarea para un rato.

Noventa... Doscientas setenta coronas. Pero no habrá manera de vender tanto. Claro que si uno baja el precio
...

Anders bajó a tierra a buscar red de mano para lavar los arenques y a coger las cajas. Mientras tanto su padre sacó la botavara, levantó la red y empezó a sacudirla. Los arenques fueron cayendo de la red al barco. Algunos, pocos, iban a parar al agua, pero aún no había ni una sola gaviota para pescarlos. Sin embargo habían aterrizado a los pies del embarcadero un par de cornejas. Estaban pataleando, inseguras, sin saber muy bien cómo actuar cuando no tenían que competir con las gaviotas.

Anders cogió su red, saltó al barco y arrojó a las cornejas un par de arenques. Se los tragaron enteros, graznaron animadas y a los dos minutos se habían unido al grupo otras tres cornejas.

Caían tantos arenques de las redes que Anders estaba totalmente ocupado en poder echarlos a la red, aclararlos en el mar y colocarlos en las cajas. Era más difícil que otras veces porque los arenques aún estaban tiesos y se le escurrían de las manos. Cuando tuvo lista una caja levantó la vista de la tarea y vio que había un par de gaviotas volando fuera del muelle.

Cuando volvió a agacharse para seguir con su trabajo, oyó un batir de alas y un chapuzón al lado del barco. Las gaviotas habían empezado a dar cuenta del pescado que había caído del barco y todo volvía a ser como siempre.

Una hora le llevó a su padre sacar todo el pescado y el último rato tuvieron que trabajar los dos en la tarea de lavar y echar el pescado en las cajas. Cuando terminaron se sentaron cada uno en un poste y contemplaron sobre el muelle el montón formado por cinco cajas de veinte kilos llenas de arenques.

Anders se quitó la visera y se rascó la sudorosa raíz del pelo.

—¿Será posible vender tanto?

Su padre hizo una mueca.

—Lo dudo. Me llevaré una caja al trabajo y... tendremos que ahumar lo que quede.

Anders asintió con seriedad pero se sentía alegre por dentro. Si la venta de arenque fresco a veces era lenta, el arenque ahumado se vendía en un santiamén en las pocas ocasiones en que su padre se tomaba la molestia de prepararlo. Los veraneantes se volvían locos por el arenque ahumado, y la causa, según su padre, era porque les parecía
típico
.

Anders cogió la carretilla y bajó hacia los muelles a buscar hielo en las cámaras de las que se hacía cargo la asociación de vecinos desde que la pesca profesional había desaparecido. Cuando volvió, su padre había subido todas las cajas a tierra y había puesto las redes a secar. Echaron hielo en las cajas y lo taparon todo con una lona.

Anders bajó a la playa y se frotó las manos con arena para quitarse las escamas, luego se sentó un ratito en las rocas para calentarse la cara al sol, que ya se había elevado bastante por encima de los pinos de Norrudden.

Cuando volvieron a casa Anders se acostó en su cama para dormir un par de horas más. Era el momento más agradable de los días de pesca. Cuando se tumbaba con la luz del día contra el estor de la ventana mientras las manos le iban entrando en calor debajo del edredón y escuchaba medio dormido los chillidos de las gaviotas en el mar. Si no se quedaba dormido inmediatamente, seguía acostado disfrutando del momento, del trabajo bien hecho y quitándose alguna escama seca de las manos. Después se dormía mientras el día de verano despertaba a su alrededor.

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