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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (29 page)

BOOK: Puerto humano
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Cuando dejó atrás el bosque de abetos vio que había fuego en la casa más elegante de todo Kattudden. En el chalé de los Grönwall, uno de los primeros que se construyó cuando empezaron a aparecer los veraneantes.

No había mucho que hacer. Las paredes exteriores de la casa estaban completamente quemadas y a través de las llamas rojizas el maderamen y el armazón dibujaban líneas más oscuras. Se podía oír cómo crepitaba, y a pesar de que él se encontraba a más de cien metros del fuego, podía sentir un débil soplo del calor del incendio.

Era una pena naturalmente que se quemara aquella casa tan bonita, pero también una suerte que fuera precisamente aquella. Tenía un terreno grande alrededor y parecía que no había ningún riesgo inminente de que el fuego se pudiera extender a otras casas, siempre y cuando se estuviera atento a las chispas y a las pavesas que podían esparcirse con el viento.

Las personas cuyos contornos se dibujaban a la luz del fuego como si fueran figuras recortables parecían pensar lo mismo. Nadie se puso a hacer nada, solo se quedaron allí a una distancia prudencial o dieron una vuelta para comprobar que no hubiera ningún nuevo foco en llamas.

Simon lo que más deseaba era marcharse a casa, pero comprendía que su idea no iba a ser bien acogida. Cuando vio a Göran un poco apartado hablando por el móvil, se encaminó hacia él. Göran dijo algo al teléfono, asintió un par de veces y después cerró la tapa. Vio a Simon y fue a su encuentro.

—Hola, Simon —saludó—. Los bomberos están en camino, pero solo podrán ya apagar los rescoldos.

Se quedaron el uno al lado del otro contemplando la casa en llamas sin decir nada. El calor se pegaba ahora a la cara como película seca y se levantó una lluvia de chispas cuando una de las vigas del techo cedió.

—¿Cómo ha empezado a arder? —preguntó Simon.

—No sé. Pero parece que todo ha sido muy rápido. —Göran apuntó con el dedo hacia una de las casas que se encontraban más arriba, hacia el bosque—. Lindberg, creo que se llama, que vive ahí arriba, ha dicho que solo oyó
boom
y se incendió toda la casa.

—¿Había alguien en la casa?

—No que yo sepa. Pero, claro, una casa no empieza a arder así, sin más.

—De los Grönwall. Ellos solo suelen pasar aquí el verano, ¿verdad?

—Sí. Pero creo que la hija ha vivido ahí de vez en cuando.

Se acercaron un poco al fuego y Simon entornó los ojos contra la potente luz como si esperara ver algo entre las llamas. Una persona, algo que se moviera. O un esqueleto carbonizado. Cayó otra vigueta y arrastró consigo un par vigas en medio de una nube de llamas chisporroteantes. En el supuesto de que hubiera algún ser viviente dentro de la casa, ya no quedaría nadie.

La hierba del césped alrededor de la casa se había secado y empezaba a arder a corros. Simon vio desplazarse el fuego hacia el pozo y le sobrevino el impulso de hacer algo. Él podía provocar que saliera el agua del pozo, ordenarle que cayera encima de las ascuas y hacer innecesario el trabajo de los bomberos. Con el Spiritus directamente en la mano probablemente podía hacer semejantes cosas.

Si se hubiera tratado de salvar alguna vida, posiblemente lo habría hecho. Pero tal y como estaban las cosas, solo iba a ser una manifestación absurda que además daría lugar a preguntas desagradables. No quería revelar el secreto del Spiritus. No sabía por qué. Pero así era.

¿Quién llama a tu puerta?

Anders no sabía si nadaba hacia la superficie o si se hundía aún más. Se hallaba dentro de una pesadilla terrible e informe de un tipo que él no había conocido hasta entonces. Una parte de su consciencia le decía que no era más que un sueño, y sin ese consuelo probablemente se habría vuelto loco.

Se hallaba bajo el agua, en medio de una oscuridad total. No veía el más mínimo resquicio de luz por ninguna parte, nada que le dijera lo que era arriba y lo que era abajo. Lo único que sabía era que se encontraba bajo el agua, que estaba oscuro y que estaba a punto de ahogarse.

Sus brazos se agitaban extenuados, con desesperación, y mantenía inútilmente los ojos abiertos de par en par. Esperaba la tranquila resignación que según dicen experimentan quienes están a punto de ahogarse o congelarse, pero no llegaba. Lo que sentía era pánico y el presentimiento de que solo le quedaban unos segundos de vida.

Pero pasaban los segundos, él seguía ahogándose pero no se le permitía morir. Si el terror fuera materia, él se encontraba dentro de esa materia. Y cada vez se hacía más densa. Su corazón se aceleró y tenía la cabeza a punto de explotar. Quería gritar pero no podía abrir la boca.

Más impenetrable. Más cerca. Algo se acercaba en medio de la oscuridad. Un cuerpo enorme sin forma había olido su presencia y se acercaba a él. Él giró la cabeza de un lado a otro pero no había nada que ver. Solo oscuridad y el presentimiento de que se acercaba algo mucho más grande de lo que uno podría imaginarse.

El corazón latía y le zumbaba en los oídos, y aquel bombeo era un alivio. Un sonido. Algo real, que tenía un recorrido y una duración, que no era oscuridad. Golpeaba con fuerza, algo golpeaba y no era dentro de él. La oscuridad cedió y el abismo en el que él estaba inmerso no era más profundo que sus párpados.

Abrió los ojos y el sonido del último golpe en la puerta permanecía como un eco. Le llevó un par de segundos darse cuenta de que estaba en su casa, vivo. Después se levantó y corrió hasta la puerta de la calle. Se resbaló en el suelo de la cocina y a punto estuvo de caerse, pero consiguió agarrarse a la cocinilla de hierro aún templada y siguió hacia la entrada.

Esta vez no escaparás
.

Anders abrió la puerta de la calle y lanzó un grito, se tiró hacia atrás para escapar de lo que había en el porche. Una cara con la sonrisa de oreja a oreja se inclinó hacia él cuando cayó de espaldas en el suelo de la entrada. Presa aún de un miedo cerval, se arrastró un metro hacia atrás llevándose consigo la alfombra. Luego apareció la voz tranquilizadora de la razón, conversó con el miedo y empezó a disiparlo.

Solo es el muñeco de los helados GB. No puede hacerte nada
.

El impetuoso movimiento oscilante de la figura de plástico se detuvo. Anders siguió en el suelo de la entrada mirándolo. Recuperó el juicio y pudo oír dos cosas: algún tipo de señal procedente del pueblo, y el motor de una moto que aceleraba en la entrada del patio y después se alejaba. Se oía un ligero traqueteo y Anders comprendió que se trataba de un motocarro.

El muñeco de los helados seguía allí mirándole fijamente y Anders era incapaz de levantarse. Si se movía, el muñeco se echaría encima de él. Para liberarse de esa sugestión dejó de seguir colgado de la mirada hipnótica del muñeco y dejó caer la cabeza hacia atrás hasta dar con ella en el suelo. Se quedó mirando fijamente al techo.

No hay nada de lo que asustarse. Basta. Es... un muñeco de plástico realizado con fines comerciales. Basta
.

Daba igual. Era como si él fuera dos personas, o como el Pato Donald, con un ángel en un hombro y un demonio en el otro dándole consejos y recomendaciones contradictorias. No conseguía aclararse.

—Lárgate, fantasma tonto, porque no existes.

¿De qué le sonaba aquello? Era Alfons Åberg. Lo decía cuando tenía que bajar al sótano y tenía miedo de los fantasmas. Era el mantra que su padre le había enseñado. Había sido uno de los casetes favoritos de Maja. Anders levantó la cabeza. El muñeco seguía allí y había dejado de moverse.

—Lárgate, fantasma tonto, porque no existes.

La señal procedente del pueblo dejó de oírse. Tampoco se oía ya la moto. Anders encogió las piernas y se levantó. Haciendo acopio de valor avanzó hacia el muñeco, miró en vano hacia fuera a través de la oscuridad. No había nada que ver.

¿Quién lo ha colocado ahí?

El mismo que se había largado con la moto, eso estaba claro. Pero ¿quién?

Aunque sus manos se negaban aterradas a tocarlo, Anders consiguió obligarse a sí mismo a agarrar los afilados bordes de plástico del muñeco y quitarlo del porche. La base de cemento sobre la que se apoyaba era increíblemente pesada, y Anders solo consiguió alejarlo un metro en el césped antes de que tuviera que soltarlo. El muñeco de GB se balanceó un poco hacia delante y hacia atrás y luego se conformó con su nueva ubicación. Pero seguía mirando fijamente a Anders.

Debería romperlo
.

Anders pensó en ir a buscar el hacha, pero en el aserradero todo estaba oscuro como en su sueño y, además...
el muñeco puede vengarse
. Trató de girar la figura un cuarto de vuelta, pero fue inútil. El muñeco seguía mirándolo por el rabillo del ojo.

¿Quién? ¿Quién lo sabía?

El que había colocado aquel muñeco en el porche de Anders lo había hecho para asustarle, y, bien pensado, ¿quién podía saber que él tenía miedo del muñeco de los helados? No: que había empezado a tener miedo de aquel muñeco. ¿Quién podía saberlo?

El mismo que te mira
.

El muñeco de helados GB le estaba mirando. Anders fue a buscar un saco negro de plástico, cubrió la figura con él y sujetó los bordes debajo de la base de cemento. El saco crujía levemente con el viento, y para cualquier otra persona que no fuera él mismo la figura posiblemente parecería más desagradable ahora. Pero había dejado de mirar. Él le había cerrado los ojos.

—Yo no tengo miedo —dijo en voz alta en medio de la oscuridad.

Lo repitió. Bajo el plástico susurró el muñeco de GB:

Y lo dices tú, que ni siquiera te atreves a ir a buscar el hacha. No, claro. Si eres valiente y fuerte. Ya, ya
.

Anders se ofuscó. Entró en casa, se puso la cazadora, comprobó que quedaba vino en la botella que llevaba en el bolsillo, cogió la linterna y volvió a salir. Se colocó delante de la figura de bordes imprecisos debajo del saco y, levantando la botella, dijo:

—¡Salud, feo asqueroso! —Y dio un buen trago.

Después encendió la linterna y fue hacia la calle. Iba a comprobar por qué había sonado aquella alarma. Se trataba de un sonido similar a una alarma aérea, pero era harto improbable que se fuera eso.

A no ser que hayan vuelto los rusos
.

El círculo de la linterna se movía delante de él por el sendero y él iba jugando con él, enfocaba hacia arriba a los árboles y hacia abajo a la cuneta, jugó a que era un animal inquieto que escudriñaba su entorno. Olisqueó entre los arbustos, correteó por la hierba. Un animal inquieto hecho de una luz que nadie podía capturar. Para probárselo a sí mismo apagó la linterna.

La oscuridad de octubre lo envolvió. Esperaba que el terror del sueño se adueñara de él, pero no apareció. Escuchó su propia respiración. No se encontraba bajo el agua. Nadie lo perseguía. Giró la cabeza hacia atrás y vio que la noche era estrellada.

—Está bien —dijo—. No hay peligro.

Volvió a encender la linterna y siguió andando. Para celebrarlo sacó la botella y dio un trago. Su cuerpo estaba aún algo deshidratado después del trabajo del día anterior y tenía agujetas, así que dio otro trago. La botella se quedó casi vacía.

En el albergue empezaba el alumbrado público. Flotaba en el aire una suave neblina y la luz de las farolas se aferraba a ella y formaba fluctuantes cercos luminosos a su alrededor. Anders apagó la linterna y miró a lo largo de la línea de luz. Aquello inspiraba confianza. Guiaba entre las viviendas de la gente y decía que no podía pasar nada, aunque reinaran la humedad y la oscuridad del otoño.

El albergue estaba a oscuras y en silencio. Recordó que de pequeño le daba pena de la gente que tenía que vivir allí. Gente que no tenía una casa de verdad. Porque, aunque el albergue era un edificio bastante elegante, era demasiada la gente que vivía allí. Gente de paso. Gente que llegaba con el ferry, se quedaba un día o dos y después se iba, probablemente a otro albergue.

Pero si hay alguien ahí sentado
.

Anders encendió la linterna y enfocó las escaleras del albergue. Efectivamente, allí había alguien sentado, con la cabeza apoyada en las rodillas. Anders enfocó con la linterna a ambos lados para comprobar si también había por allí una moto. Pero no había ninguna moto. De todos modos se acercó con cuidado.

—Hola. ¿Qué pasa?

La mujer levantó la cabeza y Anders al principio no reconoció a Elin. Su rostro había cambiado aún más desde la última vez que la vio, había... envejecido. Ella cerró los ojos cegada por la luz de la linterna y se echó hacia atrás como si tuviera miedo. Ander volvió la linterna hacia su propia cara.

—Soy yo, Anders. ¿Qué ha pasado?

Dirigió la luz de la linterna un metro a la derecha de Elin para no cegarla y se dio cuenta de que ella se había relajado. Se acercó y se sentó por debajo de ella en las escaleras, apagó la luz.

Elin estaba acurrucada con los brazos apretados con fuerza alrededor de las rodillas. Él le puso una mano en la pierna y notó que estaba temblando.

—¿Qué te pasa?

Elin le cogió la mano y se la apretó con fuerza.

—Anders: Henrik y Björn han quemado mi casa.

—No —replicó Anders—. No, Elin. Están muertos.

Elin asintió despacio con la cabeza.

—Los he visto. En ese jodido motocarro. Han quemado mi casa.

Anders se mordió la lengua para no decir lo que estaba a punto de decir.

El motocarro
.

Pero había montones de motocarros en Domarö. Casi todos tenían uno. Eso no probaba nada. Por otro lado estaba lo del muñeco de los helados. El hobby preferido de Henrik y de Björn había sido cambiar las cosas de sitio. Cogerle a alguien la cuba de recoger el agua de lluvia y colocarla en algún terreno en la otra punta de la isla o entrar a escondidas en el cobertizo de alguien, robarle la motosierra y ponerla en el cobertizo del vecino.

Hasta ahí las cosas coincidían. Pero había un problema gordo con aquel razonamiento.

—Pero si se ahogaron. Hace quince años. ¿No?

Elin meneó la cabeza.

—No se ahogaron. Desaparecieron.

Hubba y Bubba

Los hay en todas las pandillas. Gente que no encaja. Quizá intentaron en su día adaptarse, pero cuando se dan cuenta de que es imposible, empiezan a cultivar su marginación y hacen de ella su bandera.

Además, ellos eran
dos
. Podían haberse dado por satisfechos porque eran dos. Lo normal es que se trate de una sola persona, y no tiene por qué ser el patito feo o una víctima de acoso. A veces, lo es, pero lo normal es que se trate de una persona frente a la que, por decirlo de alguna manera, la pandilla se reafirma. Una pandilla es una pandilla porque
no
es el que se queda fuera.

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