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Authors: John Ajvide Lindqvist

Tags: #Terror

Puerto humano (26 page)

BOOK: Puerto humano
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El mayor peligro de permanecer mucho tiempo bajo el agua no era la falta de oxígeno. Él se había entrenado para poder contener la respiración más de tres minutos. No. Lo peligroso era el frío. Después de un minuto los dedos empezaban a volverse incapaces de realizar movimientos de precisión. Por eso él siempre intentaba quitarse las esposas lo antes posible.

Por lo tanto el problema en esta ocasión estaba resuelto. Cuando su cuerpo tocó el fondo solo le faltaban algunas contorsiones sencillas antes de poder rasgar el saco con la ganzúa afilada y nadar hacia el triunfo.

Fue entonces, a punto de deslizar sobre el hombro la penúltima cadena, entonces, de repente, cuando el agua que había encima de él se volvió más pesada. Algo se puso encima de él. Lo primero que pensó fue que alguien desde arriba, desde el muelle, había tirado algo al agua. Algo grande y pesado. Se vio presionado contra el fondo y tuvo que hacer un esfuerzo para no expulsar el aire de los pulmones.

Abrió los ojos y solo vio oscuridad. El frío que seguía trabajando desde fuera se vio ayudado por el terror gélido que sintió por dentro. Su corazón empezó a latir más fuerte, consumiendo el valioso oxígeno que aún tenía. Trató de comprender qué era lo que tenía encima, para averiguar la mejor manera de escapar de él. No lo consiguió. Aquello no tenía ninguna forma, ninguna articulación, nada donde agarrar. No llegó más allá de la primera impresión que tuvo: que el agua se había vuelto más pesada.

Amenazaba el pánico. Sus ojos se habían acostumbrado ya a la débil luz que se filtraba a través del saco y los seis metros de agua. Cuando se le escaparon entre los labios unas burbujas de aire, las vio como reflejos borrosos.

No quiero morir. No así
.

Haciendo un esfuerzo enorme consiguió retorcerse bajo la presión del agua de manera que cayó la última cadena. Aún tenía tiempo. En los entrenamientos para contener la respiración había contado algunas veces con la ayuda de Marita y entonces había forzado su capacidad al máximo. Conocía las señales previas al desmayo. Aún no habían aparecido.

Pero no conseguía liberarse de aquel peso. Descansaba sobre él como una gigantesca mano de almirez y el saco era el grano de pimienta en el fondo del recipiente.

Con la ganzúa consiguió hacer un desgarrón en el saco y gracias a ello logró ver un atisbo de la luz del día. Estaba de espaldas, presionado contra el fondo, y arriba a lo lejos podía ver las siluetas de la gente en el muelle, el cielo azul por encima. Nadie había tirado nada, no había nada encima de él. Solo agua. Seis metros de agua impenetrable.

El frío lo atenazaba de veras y la quietud empezó a extenderse por su cuerpo. Una quietud parecida al calor. Simon se relajó y dejó de forcejear. Le quedaba por lo menos un minuto antes de que fuera demasiado tarde. ¿Por qué iba a emplear ese minuto en luchar y forcejear? Se había liberado de las cadenas, las esposas y la cuerda, pero sabía que no podría liberarse del agua. Al final, había sido vencido.

Todo era hermoso.

Simon yacía en el fondo inmóvil y débil. Sí, yacía como muerto y a través de la abertura del saco veía el cielo y las figuras borrosas que le estaban esperando. Eran los ángeles que lo llamaban para que fuera con ellos, dentro de un momento él se reuniría con ellos. Estaba en la oscuridad, pero pronto llegaría a la luz y eso estaba bien.

No sabía cuánto tiempo había permanecido así. Quizá un minuto o dos, quizá diez segundos, cuando el agua de pronto se aligeró. El peso desapareció ligero como un velo y él quedó liberado.

Con una tranquilidad que luego le resultaría difícil de comprender, solo pensó algo como: «Bueno, ahora parece en cambio que va a ser así». Después salió del saco y nadó con movimientos rítmicos hasta el muelle más alejado. Nada lo detuvo, nadie iba tras él. No había ningún peso, solo levedad. Cuando salió a la superficie, oculto tras los barcos, respiró profundamente y fue entonces cuando todo se le volvió oscuro. Se agarró a la borda del primer bote y consiguió mantenerse a flote. Respiró acompasadamente y el mundo empezó a aparecer de nuevo.

Oyó que alguien gritaba desde el muelle: «¡Tres minutos!», y no podía creer que se refiriera a él. Él había estado fuera mucho más tiempo.

Simon estaba colgado de la borda tratando de volver a su ser. Cuando la voz del muelle gritó: «¡Cuatro minutos!», él ya había recuperado los sentidos. Percibía el ligero olor a alquitrán del bote, el sabor a sal y a terror agrio en la boca, los pinchazos del frío en los músculos.

Estoy vivo
.

Nadó hacia la orilla y después de un par de metros pudo llegar andando, escondido detrás de los barcos. Continuó subiendo por las piedras y el resto de la historia coincidía con la versión oficial.

Aquella fue la primera de las cosas que había ido dejando pasar a lo largo de aquellos años. Unas cuantas personas habían desaparecido en oscuras circunstancias, él se había encontrado un Spiritus y Maja se había desvanecido en la nada. Él se había dejado convencer de que todo estaba bien, puesto que era lo más sencillo y la alternativa, imposible de formular. Que pudiera existir algún tipo de conspiración secreta entre los vecinos que vivían todo el año en Domarö era algo que rayaba en el absurdo. Y, sin embargo, él había empezado a preguntarse si no era precisamente de eso de lo que se trataba.

Simon se echó su vieja cazadora de cuero encima del mono de trabajo y salió. Había un cabo suelto y ahora él iba a tirar de él para tratar de provocar una reacción. El cabo suelto era Holger. El hallazgo de Sigrid evidentemente le había afectado porque no se dejaba ver fuera, y puede que estuviera desquiciado y fuera posible hablar con él.

Eran las cuatro de la tarde y en la bahía retumbaba el eco de los hachazos. Simon asintió para sus adentros. Parecía que Anders estaba partiendo leña y eso era una buena señal. El ruido sordo de un tocón golpeando varias veces contra el tajo indicaba que había empezado por la leña seca de abeto.

Sí, sí. Pues, entonces, tiene tarea
.

El pueblo parecía desierto bajo la suave luz de la tarde. Los escolares ya habrían vuelto a casa y todos estarían sentados a la mesa comiendo. Simon miró en dirección al muelle y recordó aquel día lejano cuando desembarcó aquí por primera vez. Asombrosamente, pocas cosas habían cambiado. Los barcos de madera alrededor del muelle eran ahora de fibra de vidrio y había una especie de transformador que zumbaba donde empezaba el muelle, pero por lo demás todo parecía como entonces.

La antigua terminal de pasajeros había sido derribada y habían construido una nueva. Las casetas de los pescadores eran ahora bienes de interés cultural y, por lo tanto, sin cambios, el depósito de gasóleo seguía allí afeando la vista del pueblo y el matorral de espino amarillo puede que estuviera algo más frondoso, pero seguía estando donde siempre había estado. Todas esas cosas le habían visto desembarcar, le habían visto estar a punto de ahogarse y ahora le veían cruzar el pueblo desierto dando patadas a las piedras.

Sabéis más que yo. Mucho más
.

Estaba tan ocupado con sus propios pies que no advirtió que había luz en la Casa de la Misión hasta que no estuvo justo al lado. La Casa de la Misión solo se usaba en casos excepcionales, salvo los sábados por la mañana, cuando se reunía un pequeño grupo de la gente mayor del pueblo para tomar café y cantar unos salmos acompañados por el armonio.

Las cortinas estaban cerradas y la lámpara del techo, el orgullo de la Casa de la Misión, solo se veía como una débil mancha. Simon se acercó a la ventana y escuchó. Podía oír voces dentro, pero no podía entender lo que decían. Se lo pensó un momento y luego dio la vuelta a la esquina y abrió la puerta.

Reunión de vecinos. Yo también soy del pueblo
.

Lo que vio al entrar no era raro en modo alguno. Una docena de personas entre sesenta y ochenta años sentadas en un círculo abierto de sillas bajo el barco votivo. Simon conocía personalmente o sabía quién era cada uno de los allí presentes. Allí estaban Elof Lundberg y su hermano Johan. Allí estaban Margareta Bergwall y Karl-Erik, del que no recordaba el apellido, que vivían hacia el sur del pueblo. Allí estaba sentado Holger. Y Anna-Greta. Entre otros.

La conversación se interrumpió justo en el momento en el que él abrió la puerta. Todas las caras se volvieron hacia Simon. No parecían ni sorprendidos ni avergonzados, pero sus rostros pusieron de manifiesto que su presencia no era grata. Él miró a Anna-Greta y en su rostro había algo más. Un ligero sufrimiento. O una súplica.

Vete de aquí. Por favor
.

Simon hizo como si no se diera cuenta de nada, entró en la sala y preguntó con hilaridad en el tono:

—¿Qué andáis tramando aquí?

Se cruzaron algunas miradas entre los asistentes, y el acuerdo tácito parece que fue que Anna-Greta era quien tenía que contestar. Pasados unos segundos incómodos sin que ella respondiera, Johan Lundberg dijo:

—Uno de Estocolmo quiere comprar la Casa de la Misión.

Simon asintió pensativo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué pensáis hacer?

—Estamos pensando en venderla, claro.

—¿Y quién es el comprador? ¿Cómo se llama?

Como no hubo respuesta, Simon se acercó al grupo, sacó una silla y se sentó.

—Seguid. A mí también me interesa el tema.

El silencio era sofocante. Se oía el crujido de las viejas paredes de madera y un pétalo del marchito ramo de flores que había en el altar cayó revoloteando hasta el suelo. Anna-Greta le miró sombríamente y dijo:

—Simon, tú no puedes estar aquí.

—¿Y eso por qué?

—Porque... es así, sin más. ¿No puedes aceptarlo?

—No.

Karl-Erik se levantó. De los presentes, él era el que mejor se conservaba del grupo; bajo las mangas recogidas de la camisa asomaban un par de brazos todavía musculosos.

—Pues te pongas como te pongas es así —le espetó—, y si no quieres salir voluntariamente, tendremos que sacarte.

Simon se levantó también. No tenía mucho con lo que hacer frente a Karl-Erik, no obstante clavó los ojos en él y dijo:

—Inténtalo.

Karl-Erik alzó sus pobladas cejas y avanzó.

—Si es eso lo que quieres...

Sin saber muy bien por qué, Simon cerró los dedos alrededor de la caja de cerillas que llevaba en el bolsillo. Karl-Erik retiró cabreado un par de sillas, se estaba calentando.

Anna-Greta gritó:

—¡Karl-Erik!

Pero ya no había quien lo parara. Sus ojos centellearon, tenía una misión que cumplir. Se acercó a Simon y le agarró de la chaqueta con las dos manos. Simon perdió el equilibrio y su cabeza golpeó en el pecho de Karl-Erik, pero no retiró la mano de la caja de cerillas.

Con la frente apretada contra las costillas de su rival pidió al agua en la sangre de Karl-Erik y al agua de sus tejidos que se le subiera arriba. La fuerza de la petición de Simon no fue tan grande como cuando tuvo el Spiritus directamente en la mano, pero más que suficiente. Karl-Erik se echó hacia atrás, soltó la chaqueta de Simon y se llevó las manos a la cabeza. Dio un par de pasos hacia atrás tambaleándose, se dobló hacia delante y vomitó encima de la alfombra antigua.

Simon soltó la caja de cerillas y volvió a cruzarse de brazos.

—¿Alguien más?

Karl-Erik, entre toses y gemidos, lanzó una mirada de odio a Simon. Luego gimió otro poco, se limpió la boca y silbó:

—¿Qué cojones has hecho?

Simon se sentó en su silla y dijo:

—Quiero saber qué estáis discutiendo. —Simon los fue mirando uno por uno—. Es del mar, ¿no? De lo que pasa en el mar.

Elof Lundberg se pasó la mano por la calva, que parecía indecentemente desnuda sin su habitual visera, y le preguntó:

—¿Qué es lo que sabes?

Un par de ellos miraron enfadados a Elof, puesto que su pregunta reconocía implícitamente que había algo que saber. Simon meneó la cabeza.

—No mucho. Pero lo suficiente como para saber que hay algo que va mal.

Karl-Erik se había recuperado e iba de nuevo hacia su sitio. Al pasar junto a Simon le espetó:

—¿Y qué piensas hacer ahora?

Simon se bajó la cremallera de la cazadora para indicar que pensaba quedarse. Miró al grupo que estaba concentrado alrededor de un centro invisible y no hacía ni el más mínimo gesto para invitarle a que se uniera a ellos. Anna-Greta ni siquiera le miraba y eso le dolía. Pese a sus aciagas sospechas, él no se había imaginado que las cosas fueran así.

¿De qué tienen tanto miedo?

No podía tratarse de otra cosa. Según estaban allí sentados parecían una pequeña secta defendiendo angustiosamente su secreto y su fe, aterrados ante cualquier injerencia. Lo que no podía comprender Simon era que Anna-Greta formara parte de ella. Si había conocido a lo largo de su vida a alguien que pareciera no tener miedo
a nada
, esa era ella. Pero ahí estaba ahora, apartando la mirada y fijándola en cualquier punto menos en él.

—No pienso hacer nada —contestó Simon—. ¿Qué puedo hacer yo? Pero quiero saber. —Y levantó la voz—. ¡Holger!

Holger, que estaba sumido en sus pensamientos, se estremeció y alzó la mirada. Simon le preguntó:

—¿Qué fue lo que pasó con Sigrid, en realidad?

Puede que Holger no hubiera comprendido casi nada de la anterior agresión contra Simon porque respondió algo mosqueado, como si Simon ya lo supiera:

—Pues de eso estamos hablando.

Simon estuvo a punto de ironizar sobre el hecho de que pensaba que estaban hablando de la Casa de la Misión, pero de esa manera puede que respondieran con un ataque y aguantaran allí hasta el día del juicio final, así que, en vez de eso, se cruzó de brazos y dijo simplemente:

—No me pienso ir de aquí. Así que ya podéis decidir lo que vais a hacer.

Entonces, por fin, le miró Anna-Greta. Su mirada fue directa e imposible de interpretar. En ella no había nada de cariño. Ni nada de odio, ni ningún otro sentimiento. Ella era una función que miraba a otra función tratando de analizarla. Le miró así largo y tendido y él le devolvió la mirada de la misma manera. El mar se interponía entre ellos. Al final, ella apretó los labios, asintió brevemente y dijo:

—¿Puedes hacer el favor de salir un par de minutos al menos? Para que podamos decidir.

—¿Sobre qué?

—Sobre ti.

Simon sopesó el asunto y le pareció que era aceptable. Con parsimonia calculada se subió la cremallera de la cazadora y salió. Justo antes de que se cerrara la puerta oyó decir a Karl-Erik:

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