De la denostada década pasada viene la ganancia de haberse eliminado el servicio militar obligatorio y que el jefe de la ciudad de Buenos Aires no sea elegido por el presidente. La famosa censura, que se metía con los filmes y cuanta publicación llegase a la calle —habría sido imposible la difusión de este panfleto—, ya es un recuerdo que a los jóvenes causa asombro. No se secuestran revistas ni se queman libros, aunque tengamos facultades donde estudiantes y dirigentes ideologizados no dejan ingresar a nadie que pueda expresarse de una forma "políticamente incorrecta" para su pensamiento único, como sería mi caso. No se allanan universidades por parte del gobierno, aunque persiste la moda deletérea de "tomarlas" para fines poco académicos. Ninguna minoría es objeto de persecución abierta y crece la convicción de que los actos discriminatorios deben ser sancionados.
El juez Zaffaroni, maniatado por sus concepciones garantistas nacidas en otro contexto, afirma que "cuando nos bajamos del vehículo de las instituciones nos enterramos en el fango del retroceso, en tanto que lo poco o lo mucho que avanzamos lo hicimos montados sobre carriles institucionales". Agrega que "es el momento de valorar las instituciones, no para adorarlas pues no son ídolos, sino para perfeccionarlas como herramientas del progreso social. Cuanto mejores sean nuestras herramientas, más eficaces y rápidas serán en lo mucho que nos queda por andar". Coincidimos, por supuesto. Coincidimos con firmeza.
Pero yo pregunto si él, como ministro de la Corte, no se sintió obligado a protestar contra los escupitajos a nuestras instituciones, en particular contra los artículos 29 y 17 de la Constitución Nacional. Tampoco hace referencia al espíritu de venganza y de confrontación impulsado por el gobierno que lo elevó a su importante cargo. Ni se refiere al incremento de la anomia que significa violar el derecho constitucional a la libertad de tránsito. La Corte Suprema tiene el sagrado deber de velar por el respeto a la Constitución. ¿Ha velado la Suprema Corte por el riguroso respeto de la Constitución?
Otra buena noticia. A fines de diciembre el gobierno porteño inició la demolición de un viejo edificio de tres plantas en el barrio de La Paternal, conocido como La Lechería y habitado por 1.200 personas en condiciones infrahumanas. Era un acto que iba a incrementar el odio contra quienes hacen cosas que molestan a sectores que se blindan en la victimización e impiden poner en marcha movimientos que conduzcan a una mejora, aunque duela el trayecto. Los vecinos no cesaban de insistir en el aumento de la inseguridad. En la década de los 80 esa villa empezó a crecer en forma acelerada hasta totalizar 300 familias, muchas de ellas sin agua potable ni cloacas, sumergidas en pasillos bajo una eterna oscuridad. Algunas vivían dentro de tanques de agua más o menos secos.
La demolición de La Lechería será total y, una vez retirados los escombros, se cercará el predio para evitar una nueva ocupación. El terreno es privado y sus dueños decidirán el futuro. En cuanto a los desalojados, el Gobierno de la Ciudad otorgó subsidios a 99 familias que no formaban parte de cooperativa alguna. Quienes tienen un hijo recibieron 20 mil pesos, quienes tienen 2 hijos 22 mil pesos y quienes más, 24 mil pesos. Además, se otorgaron subsidios a las familias que integran una cooperativa llamada "Buscando Espacios". Otras recibieron subsidios transitorios porque ya están construyendo sus propias viviendas. Los vecinos de la zona, junto con los ex habitantes del edificio a punto de sufrir derrumbes con trágicas consecuencias, celebraron la temeraria decisión de la Ciudad y ahora, estimulados por ese mecanismo que parecía imposible de poner en práctica, también solicitan una solución para las familias que viven junto a las vías del ferrocarril San Martín y a las que la gente del barrio provee ropas y alimentos.
El conurbano bonaerense es una de las regiones más pobladas y miserables del país. Pese al castigo que sufren sus habitantes, se crearon universidades que, valga la paradoja, lucen franjas de buen funcionamiento, por lo menos en comparación con otras casas de estudio nacionales. Las universidades de Quilines, Lanús, La Matanza, Tres de Febrero y San Martín han realizado películas que ganaron premios internacionales como
Iluminados por el fuego
de Tristán Bauer y
Las manos
de Alejandro Doria, además de obras de teatro y musicales. Muchas de ellas son producciones que se exportan a varios países y decenas de documentales se ven por TV. Esas obras han sido articuladas con la formación académica, a veces en los campus y otras en fábricas o galpones reconvertidos.
Recién con la recuperación de nuestra enclenque democracia empezó a tomar espesor la llamada "opinión pública". Así como antes la democracia era descalificada mediante los adjetivos "formal", "burguesa" o "popular" (aunque no tuviese nada de popular), la opinión pública era una abstracción que apenas latía en los círculos de élite. Fue una sorpresa que Alfonsín, a la cabeza de un partido que fue minoritario durante décadas, ganase las elecciones en 1983, apoyado por una difusa opinión pública que decidió convertirse en protagonista. Pero ni él ni los gobiernos que lo sucedieron conformaron sus expectativas y pagaron un alto precio. A ese precio se añade la tarifa de la ingratitud —sólida, permanente—, que he denunciado como un mal horrible de los argentinos, cuya expresión más repugnante ocurre en las dirigencias de los más diversos sectores.
Para la opinión pública los políticos son poco confiables, tramposos y mezquinos. Por debajo de ellos ubica a los jefes sindicales. Más abajo rondan los pocos militares que quedan, impotentes aún de recuperar la imagen que degradaron en sucesivas dictaduras.
La ubicua, difuminada, tartamuda y contradictoria opinión pública, sin embargo, fue consolidando el anhelo por superar el sistema corporativo que infecta la atmósfera nacional y traba el crecimiento del país en su conjunto. Pese a reiteradas frustraciones, esa opinión pública sigue prefiriendo la democracia, aunque tullida, aunque profanada.
Otro logro es que no quiere la inflación; los teóricos que la elogiaban como un instrumento del bienestar perdieron audiencia. También detesta la falta de controles gubernamentales, la inseguridad, la corrupción y la ausencia de estabilidad jurídica. No sabe cómo dar una batalla eficiente. Pero es tarea de un programa simple y vigoroso que debe elaborarse con vistas a las elecciones legislativas de octubre. Estas elecciones serán una bisagra que puede generar un cambio de tendencia, de la misma forma que sucedió a mediados del siglo XIX. Si el Congreso llegara a integrarse con figuras patrióticas y capaces, que pongan límites al Ejecutivo, fortalezcan la Justicia y den impulso a los controles, lo demás vendrá por añadidura.
Aún falta aprender a no seguir insistiendo con el fácil recurso de buscar culpables externos o "sinár-quicos", según el lenguaje que se introdujo en los 70, y que permite hacer referencias seductoras pero inconducentes. Me refiero a la derecha, el neolibe-ralismo, la globalización, el imperialismo y cuanta vibrante palabreja se pone de moda. Ese mecanismo es perverso porque bloquea la identificación de nuestros verdaderos errores y demora el hallazgo de una fértil ruta alternativa.
De todas formas, da la impresión de que la opinión pública es más dinámica que muchos de nuestros dirigentes. Marca el humor y dibuja las tendencias. Quienes tienen el oído sensible pueden escuchar sus demandas y entonces volvería a producirse un reencuentro jubiloso, como el de 1983.
Hace tiempo escuché algo sobre "la amenaza de las tres C": crisis, caos y colapso. La experimentamos de forma rápida y atormentada a fines de 2001 y comienzos de 2002. La podemos volver a sufrir a un ritmo más lento o disimulado, pero no menos pernicioso. Debemos estar alertas y asumir en serio nuestras responsabilidades. Los dirigentes y los ciudadanos. Cada dirigente, cada ciudadano. El diseño de nuestro futuro depende de muchos factores, pero una vasta cuota se apoya sobre nuestros hombros. El sonrojo debe encender nuestras mejillas cuando cantamos "los laureles que supimos conseguir", porque no conseguimos ni una hoja en comparación con las muchas perdidas. A nuestra pobre patria la hemos tironeado hacia la decadencia. Una gran decadencia que algunos tienen aún la desfachatez de negar.
La crisis de 2001 no fue el producto de circunstanciales factores desfavorables externos, sino el corolario de muchas décadas en que dilapidamos riqueza, oportunidades y valores. Fue una crisis más de las numerosas que nos han azotado, tal vez la más gravosa. Nos arrastró hacia un caos que, por suerte, duró poco. Batimos récords con el número de presidentes que se sucedían como en una película de Chaplin. El abismo abría sus fauces. Pero la Argentina, infinita en recursos naturales y humanos, empezó a recuperarse antes de lo esperado por razones que no son el mérito de medidas geniales, aunque algunas como el Diálogo Argentino merecen nuestro reconocimiento. Poco a poco fuimos emergiendo de la caverna tanática. Pero nos dejamos arrastrar por nuevos errores.
Los he descrito en estas páginas. No son todos. Sin embargo, alcanzan para reflexionar, como lo hice mientras cincelaba cada palabra. Deberíamos poner fin a la indignidad de la indiferencia y el dejar pasar. Deberíamos abrazarnos a las instituciones, recuperar nuestro patriotismo, buscar caminos de confluencia, acatar la ley, honrar los contratos, exigir transparencia, apreciar el mérito, respetar al otro. Es la única forma de evitar que nuevas crisis y el mefítico caos nos empujen a la tercera C: el colapso.