Planilandia (10 page)

Read Planilandia Online

Authors: Edwin A. Abbott

Tags: #Sátira

BOOK: Planilandia
4.01Mb size Format: txt, pdf, ePub
14
Cómo intenté en vano explicar la naturaleza de Planilandia

PENSANDO QUE YA era hora de hacer bajar al monarca de sus raptos hasta el nivel del sentido común, decidí intentar exponerle algunos atisbos de la verdad, es decir, de la naturaleza de las cosas en Planilandia. Empecé, por tantos así:

—¿Cómo diferencia su alteza real las formas y las posiciones de sus súbditos? Yo, por mi parte, percibí por el sentido de la vista, antes de entrar en vuestro reino, que algunos de los vuestros son líneas y otros puntos, y que algunas de las líneas son más largas…

—Habláis de una imposibilidad —me interrumpió el rey—, debéis haber visto una visión; porque apreciar la diferencia entre un punto y una línea mediante el sentido de la vista es, como todo el mundo sabe, imposible, por la propia naturaleza de las cosas; pero se puede apreciar por el sentido de la audición, medio por el que se puede apreciar también con exactitud mi forma. Miradme… soy una línea, la más larga de Linealandia, unos quince centímetros de espacio…

—De longitud —me aventuré a sugerir.

—Necio —dijo él—, espacio es longitud. Si me interrumpís de nuevo, se acabó.

Me disculpé; pero siguió burlándose.

—Dado que no se os puede hacer entrar en razón, oiréis con vuestros propios oídos cómo revelo por medio de mis dos voces mi forma a mis esposas, que están en este momento a 9.654 km, 64 m y 81 cm de distancia, la una al norte y la otra al sur. Escuchad, las llamo.

Gorjeó y luego continuó muy satisfecho:

—Mis esposas están recibiendo en este momento el sonido de una de mis voces, seguida de cerca por la otra, y, al percibir que la última llega a ellas después de un intervalo en el que el sonido puede atravesar 16,4 cm., deducen que una de mis bocas está 16,4 cm más allá de ellas que la otra, y saben por ello que tengo una forma de 16,4 cm. Pero, como comprenderéis, ellas no hacen ese cálculo cada vez que oyen mis dos voces. Lo hicieron, de una vez por todas, antes de casarse. Pero podrían hacerlo en cualquier momento. Y yo puedo calcular del mismo modo la forma de cualquiera de mis súbditos varones a través del sentido de la audición.

—¿Pero qué pasa —dije yo— si un hombre finge voz de mujer con una de sus dos voces o si disfraza su voz meridional para que no pueda identificarse como el eco de la septentrional? ¿Pueden causar problemas graves esos engaños? ¿Y no tenéis algún medio de descubrir fraudes de este tipo ordenando a vuestros súbditos vecinos que se toquen entre sí?

Esta pregunta era, desde luego, muy estúpida, pues tocar no habría servido para ese propósito; pero la formulé con la finalidad de irritar al monarca, y lo conseguí plenamente…

—¡Qué! —gritó horrorizado—, explicad lo que queréis decir.

—Tocar, palpar, entrar en contacto —repliqué.

—Si queréis decir con lo de
tocar
—dijo el rey— aproximarse tanto como para que no quede espacio entre dos individuos, sabed, extranjero, que ese delito se castiga en mis dominios con la muerte. Y la razón es obvia. La frágil forma de una mujer puede hacerse trizas con esa aproximación, por lo que el estado ha de protegerla; pero como no puede diferenciarse a la mujer de los hombres por el sentido de la vista, la ley ordena universalmente que ni el hombre ni la mujer deben aproximarse tan estrechamente como para destruir el intervalo entre el que se aproxima y el aproximado.

«¿Y qué finalidad podría tener, después de todo, ese exceso ilegal y antinatural de aproximación que vos llamáis
tocar
, cuando todos los objetivos que persigue tan brutal y tosco proceso se alcanzan con más facilidad y al mismo tiempo con mayor precisión por medio del sentido de la audición? En cuanto al peligro de engaño de que habláis, es inexistente, pues la voz, al ser la esencia del propio ser, no puede modificarse de ese modo a voluntad. Pero bueno, supongamos que yo tuviese el poder de pasar a través de cosas sólidas, de manera que pudiese atravesar a mis súbditos, uno detrás de otro, incluso hasta el número de un billón, verificando el tamaño y la distancia de cada uno con ese sentido del
tocar
: ¡cuánto tiempo y cuánta energía se derrocharían en ese método torpe e impreciso! Mientras que ahora, en un instante de audición, hago, como si dijésemos, el censo y la estadística, local, corporal, mental y espiritual, de todos los seres vivos de Linealandia. ¡Oír, basta con oír!».

Dicho esto, se calló y se puso a escuchar, como en éxtasis, un sonido que a mí no me pareció más que el leve chirriar de una multitud innumerable de cigarras liliputienses.

—La verdad es —repliqué— que vuestro sentido de la audición os es de gran utilidad y salva muchas de vuestras deficiencias. Pero permitidme que os diga que vuestra vida en Linealandia debe de ser deplorablemente aburrida. ¡No ver más que un punto! ¡No poder contemplar ni siquiera una línea recta! ¡No saber siquiera lo que es! ¡Ver, pero estar desconectado de esas perspectivas lineales que se nos conceden a nosotros en Planilandia! ¡Es mejor sin duda carecer del todo del sentido de la visión que ver tan poco! Os concedo que no poseo vuestra facultad de audición discriminatoria, pues el concierto de toda Linealandia, que tan intenso placer os causa, no es para mí más que un cotorreo o un gorjeo multitudinario. Pero al menos puedo diferenciar, con la vista, una línea de un punto. Y permitidme que lo pruebe. Inmediatamente antes de entrar en vuestro reino, os vi bailar de izquierda a derecha, y luego de derecha a izquierda, con siete hombres y una mujer en vuestra proximidad inmediata a la izquierda, y ocho hombres y dos mujeres a vuestra derecha. ¿No es así?

—Así es —dijo el rey—, en lo que se refiere al número y a los sexos, aunque no sé lo que queréis decir con «derecha» e «izquierda». Pero niego que vieseis esas cosas. Pues, ¿cómo podríais ver la línea, es decir el interior, de un hombre? Debéis de haber oído, sin embargo, esas cosas y soñado después que las veíais. Y permitidme que os pregunte qué queréis decir con esas palabras de «izquierda» y «derecha». Supongo que es vuestro modo de decir «hacia el norte» y «hacia el sur».

—Nada de eso —contesté yo—. Además de vuestro movimiento hacia el norte y hacia el sur, hay otro movimiento que yo llamo de derecha a izquierda.

Rey.
Mostradme, por favor ese movimiento de derecha a izquierda.

Yo.
No, no puedo hacer eso. Sólo podría si vos pudieseis salir del todo de vuestra línea.

Rey.
¿Salir de mi línea? ¿Queréis decir del mundo? ¿Del espacio?

Yo.
Bueno, sí. De
vuestro
mundo. De
vuestro
espacio. Pues vuestro espacio no es el verdadero espacio. El verdadero espacio es un plano; pero vuestro espacio es sólo una línea.

Rey.
Si no podéis indicar ese movimiento de derecha a izquierda vos mismo, haciéndolo, os ruego entonces que me lo describáis con palabras.

Yo.
Si vos no podéis diferenciar vuestro lado derecho de vuestro lado izquierdo, me temo que ninguna palabra que diga podrá aclararon lo que quiero decir. Pero no es posible que ignoréis una distinción tan simple.

Rey.
No entiendo nada de lo que decís.

Yo.
¡Ay! ¿Cómo lo aclararé? Cuando avanzáis en línea recta, ¿no se os ocurre a veces que
podríais
moveros de algún otro modo, girando el ojo en redondo como para mirar en la dirección hacia la que tenéis vuelto ahora vuestro lado? En otras palabras, en vez de moveros siempre en la dirección de uno de vuestros extremos, ¿nunca sentís el deseo de moveros en la dirección, digamos, de vuestro lado?

Rey.
Nunca. ¿Y qué queréis decir? ¿Cómo puede el interior de un hombre «volverse hacia» una dirección? ¿O cómo puede un hombre moverse en la dirección de su interior?

Yo.
Buenos entonces, ya que las palabras no pueden explicar el asuntos probaré con los hechos e iré saliendo poco a poco de Linealandia en la dirección que deseo indicaron.

Y, dicho esto, empecé a sacar el cuerpo de Linealandia. Mientras algo de mí permaneció en sus dominios y al alcance de su vista, el rey no paraba de decir: «Os veo, os veo aún; no estáis moviéndoos». Pero cuando salí del todo de su línea, exclamó con la más aguda de sus voces: «Se ha esfumado; ha muerto». «No estoy muerto», contesté; «sólo estoy fuera de Linealandia, es decir, fuera de la línea recta que vosotros llamáis espacio, y en el verdadero espacio, donde puedo ver las cosas como son. Y en este momento puedo ver vuestra línea o lados o interior como a vos os gusta llamarle; y puedo ver también a los hombres y mujeres que están al norte y al sur de vos, a los que ahora enumeraré, describiendo su orden, su tamaño y el intervalo que media entre ellos».

Tras hacer con toda parsimonia lo que le había dicho, grité triunfalmente: «¿Os convencéis por fin?». Y, acto seguido, entré una vez más en Linealandia, ocupando la misma posición que antes.

Pero el monarca contestó:

—Si fueseis un hombre de juicio… aunque, como parece que tenéis sólo una voz, estoy convencido de que no sois un hombre sino una mujer… En fin, si tuvieseis una pizca de juicio, os avendríais a razones. Me pedís que crea que hay otra línea además de la que mis sentidos indican, y otro movimiento además de éste del que tengo conciencia habitual. Yo, a cambio, os pido que describáis con palabras o indiquéis moviéndoos esa otra línea de la que habláis. Vos, en vez de moveros, os limitáis a ejercitar un arte mágico que os permite desaparecer y volver a haceros visible; y, en vez de una descripción lúcida de vuestro nuevo mundo, os limitáis a decirme el número y tamaño de unas cuarenta personas de mi séquito, datos que conoce cualquier niño de mi capital. ¿Puede haber mayor irracionalidad o descaro? Reconoced vuestra necedad o salid de mis dominios.

Furioso por su obstinación malsana, y particularmente indignado por el hecho de que manifestase que ignoraba mi sexo, repliqué en términos algo descomedidos:

—¡Oh ser ignorante y obstinado! Os creéis la perfección de la existencia y sois en realidad el más imperfecto y estúpido de todos los seres. ¡Os ufanáis de ver, cuando no podéis ver más que un punto! Os vanagloriáis de deducir la existencia de una línea recta; pero yo
puedo ver
líneas rectas y deducir la existencia de ángulos, triángulos, cuadrados, pentágonos, hexágonos e incluso círculos. ¿Por qué desperdiciar más palabras? Basta con decir que soy la plenitud de vuestro yo incompleto. Vos sois una línea, pero yo soy una línea de líneas, lo que en mi país se llama un cuadrado: e incluso yo, pese a ser infinitamente superior a vos, soy poca cosa entre los grandes nobles de Planilandia, de donde he venido a visitaros, con la esperanza de iluminar vuestra ignorancia.

El rey, al oír estas palabras, avanzó hacia mí con un grito amenazador como si se propusiera atravesarme por la diagonal; y en ese mismo instante se alzó de las miríadas de súbditos suyos un grito de guerra multitudinario, cuya vehemencia fue aumentando hasta que me pareció que rivalizaba con el griterío de un ejército de cien mil isósceles y la artillería de un millar de pentágonos. Maravillado e inmóvil, no pude hablar ni moverme para evitar la destrucción inminente; y cuando el estruendo se hizo aún más ruidoso, y el rey se acercó aún más, desperté y me encontré con que la campanilla del desayuno me estaba llamando a las realidades de Planilandia.

15
Sobre un desconocido de Espaciolandia

DE LOS SUEÑOS pasé a los hechos.

Era el último día del año 1999 de nuestra era. El tamborileo de la lluvia había anunciado hacía mucho la caída de la noche; y yo estaba sentado
[5]
en compañía de mi esposa, cavilando sobre los acontecimientos del año transcurrido y las perspectivas del año siguiente, del siglo siguiente, del milenio siguiente.

Mis cuatro hijos y mis dos nietos huérfanos se habían retirado a sus respectivos aposentos; y sólo mi esposa se había quedado allí conmigo a ver cómo se terminaba el viejo milenio y se iniciaba el nuevo.

Yo estaba absorto en mis pensamientos, considerando unas palabras que habían salido por casualidad de la boca de mi nieto más pequeño, un joven hexágono sumamente prometedor, de una inteligencia extraordinaria y una angularidad perfecta. Sus tíos y yo habíamos estado dándole su lección práctica habitual de identificación visual, girándonos sobre nuestros centros, primero rápidamente, luego más despacio, e interrogándole sobre nuestras posiciones; y sus respuestas habían sido tan satisfactorias que me había sentido impulsado a recompensarle dándole unas cuantas pistas de aritmética, aplicada a la geometría.

Tomando nueve cuadrados, de tres centímetros de lado cada uno, los había unido todos para hacer uno sólo grande de nueve centímetros de lado, y le había demostrado así a mi nieto que (aunque era imposible para nosotros ver el interior del cuadrado) podíamos, sin embargo, calcular el número de centímetros cuadrados de un cuadrado simplemente elevando al cuadrado el número de centímetros del lado:

—Y así —dije yo—, sabemos que 9
2
u 81, representa el número de centímetros cuadrados de un cuadrado de 9 centímetros de lado.

El pequeño hexágono meditó un rato sobre esto y luego me dijo:

—Pero tú has estado enseñándome a elevar números a la tercera potencia: supongo que 9
3
tiene que significar algo en geometría, ¿qué significa?

—Nada en absoluto —contesté yo—, al menos en geometría; porque la geometría sólo tiene dos dimensiones.

Other books

Elizabeth Elliott by Betrothed
Gods and Warriors by Michelle Paver
Fight For My Heart by T.S. Dooley
En caída libre by Lois McMaster Bujold
Fear itself: a novel by Jonathan Lewis Nasaw
The Home For Wayward Ladies by Jeremy Blaustein