Pero no debo permitirme que cuestiones de la política de los consejos escolares me desvíen de mi tema. Confío en que se haya dicho lo suficiente para demostrar que la identificación táctil no es un proceso tan tedioso ni impreciso como se podría suponer, y es claramente más fidedigno que la identificación auditiva. Sigue de todos modos en pie, como se indicó antes, la objeción de que este método no carece de peligros. Por esta razón muchos miembros de las clases medias e inferiores, y todos los de los órdenes poligonales y circulares sin excepción, prefieren un tercer método, cuya descripción se reservará para la sección siguiente.
ESTOY A PUNTO de parecer muy poco coherente. En las secciones anteriores he dicho que todas las figuras de Planilandia presentan la apariencia de una línea recta; y se añadió, o se indicó implícitamente, que era por ello imposible diferenciar el órgano visual entre individuos de clases diferentes: y ahora me dispongo a explicar, sin embargo, a mis críticos espaciolandeses de qué forma somos capaces de identificarnos mutuamente con el sentido de la vista.
Pero si el lector se toma la molestia de acudir al pasaje en el que se dice que la identificación táctil es universal, hallará esta matización: «entre las clases inferiores». Porque esa identificación visual sólo se practica entre las clases más altas y en nuestros climas más templados.
El que exista este poder en todas las regiones y entre todas las clases es consecuencia de la nieblas que impera durante la mayor parte del año en todas las zonas salvo las tórridas. Lo que entre vosotros en Espaciolandia constituye un mal sin paliativos, que borra el paisaje, deprime el ánimo y debilita la salud, se considera entre nosotros una bendición casi equiparable al propio aire, y la nodriza de las artes y el padre de las ciencias. Pero permitidme que explique lo que quiero decir, sin añadir más elogios a este benéfico elemento.
Si no existiese la niebla, todas las líneas parecerían indiferenciables e igualmente nítidas; y esto es lo que sucede en realidad en el caso de esos desdichados países en los que la atmósfera es absolutamente seca y transparente. Pero siempre que hay un rico suministro de niebla los objetos que están a una distancia de, por ejemplo, un metro, son perceptiblemente más imprecisos que los que están a una distancia de ochenta centímetros y el resultado es que, por una observación experimental cuidadosa y constante de claridad e imprecisión relativas, somos capaces de deducir con gran exactitud la configuración del objeto observado.
Un ejemplo ayudará a aclarar lo que quiero decir más que un volumen entero de generalidades.
Suponed que veo que se acercan dos individuos cuyo rango deseo determinar. Supongamos que son un comerciante y un médico, o, dicho de otro modo, un triángulo equilátero y un pentágono: ¿cómo puedo distinguirlos?
Resultará evidente para cualquier niño de Espaciolandia que haya rozado el umbral de los estudios geométricos que, si puedo hacer que mi mirada biseccione un ángulo (A) del desconocido que se acerca, mi visión se hallará equitativamente emplazada, como si dijésemos, entre los dos lados suyos que se encuentran próximos a mí (es decir, CA y AB), de tal manera que contemplaré los dos con imparcialidad y parecerán los dos del mismo tamaño.
¿Qué veré ahora en el caso (1) del comerciante? Veré una línea recta DAE en la que el punto medio (A) será muy brillante, porque es el que está más cerca de mí; pero a ambos lados la línea
se hará enseguida borrosa
, debido a que los lados AC y AB
se pierden rápidamente en la niebla
y lo que a mí me parecen las extremidades del comerciante, es decir D y E,
serán realmente muy imprecisos
.
Por otra parte, si pasamos (2) al médico, aunque también veré en este caso una línea (D’A’E’) con un centro brillante (A’), se hará borrosa
menos rápidamente
, porque los lados (A’C’, A’B’)
se pierden menos rápidamente en la niebla
: y lo que a mí me parecen las extremidades del médico, es decir, D’ y E’, no serán tan tenues como las extremidades del comerciante.
El lector probablemente comprenderá con estos dos ejemplos cómo pueden nuestras clases bien educadas diferenciar con bastante exactitud (tras un adiestramiento muy largo, complementado con una experiencia constante) entre los órdenes medios e inferiores, mediante el sentido de la vista. Si mis patrones de Espaciolandia han captado esta concepción general, hasta el punto de considerar que puede ser factible y de no rechazar lo que explico como completamente inaceptable, habré logrado todo lo que puedo razonablemente esperar. Si añadiese más detalles no haría más que desconcertar. Pero en favor de los jóvenes e inexpertos, que pueden quizá llegar a la conclusión (a partir de los dos ejemplos sencillos que acabo de dar, sobre cómo podría reconocer a mi padre o a mis hijos) de que el reconocimiento por la vista es una cosa fácil, tal vez sea preciso indicar que en la vida real la mayoría de los problemas de la identificación visual son mucho más sutiles y complejos.
Por ejemplos si cuando mi padre, el triángulo, se acerca a mí, da la casualidad de que me presenta su lado en vez de su ángulo, sucede que, hasta que le haya pedido que se gire, o hasta que le haya recorrido con la vista, tendré en realidad la duda de si no será una línea recta, o, dicho de otro modo, una mujer. Así mismo, cuando estoy en compañía de uno de mis dos nietos hexagonales, contemplando todo el frente de uno de sus lados (AB), resultará evidente por la figura adjunta que veré una línea completa (AB) con relativa claridad (quedará sólo levemente sombreada en los extremos) y dos líneas más pequeñas (CA y BD) mates las dos y que van haciéndose más imprecisas hacia los extremos C y D.
Pero no debo caer en la tentación de extenderme sobre estos temas. Hasta el peor matemático de Espaciolandia estará dispuesto a creerme si afirmo que los problemas de la vida, que se plantean a las personas instruidas (cuando están ellas mismas en movimiento, girando, avanzando o retrocediendo, e intentando al mismo tiempo diferenciar con el sentido de la vista entre una serie de polígonos de elevado rango que se desplazan en distintas direcciones, como por ejemplo en un salón de baile o en una reunión social) son de tal naturaleza que ponen a prueba la angularidad de los más cultos, y justifican sobradamente las ricas dotaciones de los doctos profesores de geometría, tanto estática como cinética, de la ilustre universidad de Wentbridge, donde se enseñan de forma regular la ciencia y el arte de la identificación visual a grandes clases de la élite de los estados.
No son más que unos pocos vástagos de nuestras casas más nobles y ricas los que pueden dedicar el tiempo y el dinero necesarios para el aprendizaje completo de este noble y valioso arte. Hasta para mí, un matemático de prestigio en modo alguno desdeñable, y abuelo de dos hexágonos muy prometedores y perfectamente regulares, resulta a veces muy desconcertante verse en medio de una multitud de polígonos de las clases altas dando vueltas. Y, por supuesto, para un comerciante corriente o un siervo esa visión es casi tan ininteligible como lo sería para ti, lector mío, si te vieses súbitamente transportado a mi país.
En una multitud de ese género no verías a tu alrededor más que una línea, recta en apariencia, pero cuyas partes variarían irregular y perpetuamente en claridad o borrosidad. Aunque hubieses terminado ya el tercer año de las clases pentagonales y hexagonales de la universidad, y dominases plenamente la teoría de la asignatura, te encontrarías aún con que te harían falta muchos años de experiencia para poder moverte entre una multitud de gente distinguida sin tropezar con tus superiores, a los que es contrario a la urbanidad pedirles que «toquen» y que, por su origen y cultura superiores, saben todo lo que hay que saber sobre tus movimientos, mientras que tú sabes muy poco o nada sobre los suyos. En una palabra, para comportarse con absoluta propiedad en la sociedad poligonal, se ha de ser un polígono. Esa es al menos la dolorosa enseñanza de mi experiencia. Resulta asombroso lo mucho que se puede desarrollar el arte (o casi podría llamarlo intuición) de la identificación visual mediante la práctica habitual de ella y evitando la costumbre de «tocar». Lo mismo que sucede entre vosotros, en el caso de los que son sordos y mudos, que si se les permite una vez gesticular y usar el alfabeto manual no adquirirán ya nunca el arte (más difícil pero mucho más valioso) de leer los labios y hablar con ellos, sucede entre nosotros con lo de «ver» y «tocar». Nadie que recurra en la primera parte de la vida a «tocar» aprenderá a «ver» con perfección.
Este es el motivo de que nuestras clases superiores disuadan a sus hijos de «tocar» o se lo prohíban terminantemente. Sus hijos van, desde muy pequeños, no a las escuelas públicas elementales (donde se enseña el arte de tocar), sino a seminarios superiores de carácter selecto; y en nuestra ilustre universidad, «tocar» se considera una falta gravísimas que acarrea expulsión temporal la primera vez y definitiva si se reincide.
Pero entre las clases bajas el arte de la identificación visual se considera un lujo inalcanzable.
Un comerciante corriente no puede permitirse que su hijo dedique un tercio de la vida a los estudios abstractos. A los hijos de los pobres se les permite «tocar», por la misma razón, desde la más temprana infancia, y alcanzan por ello una precocidad y una temprana vivacidad que contrasta al principio muy favorablemente con la conducta inertes subdesarrollada y apática de los jóvenes aún medio instruidos de la clase poligonal; pero cuando estos últimos han completado los estudios universitarios y están preparados para poner en práctica la teoría, el cambio que se produce podría describirse casi como un nuevo nacimiento, y sobrepasan y dejan muy atrás rápidamente a sus competidores triangulares en todas las artes, ciencias y tareas sociales.
Son muy pocos los miembros de la clase poligonal que no superan la prueba final del examen de grado de la universidad. La condición de esa minoría que no lo consigue es verdaderamente patética. Rechazados por la clase superior, también los inferiores les desprecian. No tienen ni los poderes madurados y adiestrados sistemáticamente de los doctores y bachilleres poligonales ni tampoco la precocidad innata y la dinámica versatilidad del joven comerciante. No pueden acceder a las profesiones, a los servicios públicos, y aunque en la mayoría de los estados no se les prohíba el matrimonio, tienen enormes dificultades para establecer enlaces adecuados, pues la experiencia demuestra que los vástagos de estos padres desdichados y mal dotados son también en general desdichados y hasta claramente irregulares.
Es precisamente de estos especímenes del desecho de nuestra nobleza de donde han surgido por regla general los dirigentes de los tumultos y sediciones de los tiempos pasados, y han resultado de ello tan grandes males que una creciente minoría de nuestros hombres de estado más progresistas son de la opinión de que la verdadera piedad obligaría a su eliminación absoluta, decretando que todo el que no apruebe el examen final de la universidad sea encarcelado de por vida o eliminado con una muerte indolora.
Pero veo que me entrego ya a digresiones sobre el tema de las irregularidades, una cuestión de tan vital interés que exige una sección propia.
A LO LARGO de las páginas previas he dado por supuesto lo que quizás debería haberse expuesto al principio como una proposición básica y diferenciada: que todo ser humano de Planilandia es una figura regular, es decir, de construcción regular. Me refiero con esto a que una mujer debe ser no sólo una línea, sino una línea recta; que un artesano o un soldado debe tener dos de sus lados iguales; que un comerciante debe tener iguales tres lados; los abogados (clase de la que soy humilde miembro), cuatro lados iguales, y en todo polígono, de modo general, todos los lados deben ser iguales.
El tamaño de los lados depende, como es natural, de la edad del individuo. Una mujer tiene al nacer unos dos centímetros y medio de longitud, mientras que una mujer adulta alta podría llegar a los treinta centímetros. En cuanto a los varones, de todas las clases, puede decirse, en general, que la longitud de los lados de un adulto, sumados, es de sesenta centímetros o poco más. Pero no es el tamaño de nuestros lados lo que cuenta. A lo que yo me refiero es a la igualdad de los lados, y no hace falta mucha reflexión para ver que el conjunto de la vida social de Planilandia se apoya en el hecho fundamental de que la naturaleza quiere que todas las figuras tengan los lados iguales.