Si nuestros lados fuesen desiguales nuestros ángulos podrían ser desiguales. En vez de ser suficiente tocar, o calcular con la vista, un solo ángulo para determinar la forma de un individuos sería necesario valorar cada ángulo mediante el experimento de tocar. Y la vida sería demasiado breve para tan tedioso tanteo. La ciencia y el arte de la identificación visual perecerían sin remisión; el tocar, en lo que tiene de arte, no sobreviviría; las relaciones se harían peligrosas o imposibles; no habría ya seguridad alguna, ninguna previsión; a nadie podrían ya inspirar confianza ni los acuerdos sociales más sencillos; en una palabra, la civilización se hundiría en la barbarie.
¿Voy demasiado deprisa para que puedan mis lectores seguirme hasta estas conclusiones obvias? Tal vez una breve reflexión y un solo ejemplo de la vida normal puedan convencer a todos de que nuestro sistema social se basa en la regularidad, o igualdad de ángulos. Consideremos, por ejemplo, que te encuentras en la calle a dos o tres comerciantes, a los que reconoces inmediatamente como comerciantes echando un vistazo a sus ángulos y sus lados, que se hacen borrosos enseguida, y les pides que entren en tu casa a comer. Esto lo haces en la actualidad con plena confianza, porque todo el mundo conoce con un margen de entre los tres y los cinco centímetros el área que ocupa un triángulo adulto; pero imagina que tu comerciante arrastra tras su regular y respetable vértice un paralelogramo de veinticinco o treinta centímetros de diagonal: ¿Qué puedes hacer si ese monstruo se queda atascado en la puerta de tu casa?
Pero estoy ofendiendo a la inteligencia de mis lectores al acumular detalles que deben ser evidentes para todo el que disfrute de las ventajas de una residencia en Espaciolandia. Es evidente que las mediciones de un solo ángulo no serían ya suficientes en tan ominosas circunstancias; nos pasaríamos la vida tocando o examinando el perímetro de nuestros conocidos. Los problemas para evitar la colisión en una multitud son suficientes para poner a prueba la sagacidad hasta de un cuadrado instruido; pero si nadie pudiese calcularla regularidad de una sola figura del grupo, todo sería caos y confusión, y el más leve pánico causaría graves heridas e incluso una pérdida considerable de vidas, si diese la casualidad de que hubiese mujeres o soldados presentes.
Así pues, la conveniencia y la naturaleza concurren estampando el sello de su aprobación sobre la regularidad en la estructura, y tampoco la ley se queda atrás, sino que secunda sus esfuerzos. «Irregularidad de figura» viene a significar, más o menos, entre nosotros lo que una combinación de perversidad moral y delincuencia entre vosotros, y recibe un tratamiento correspondiente. No faltan, claro, los propagadores de paradojas que sostienen que no existe ninguna relación inevitable entre la irregularidad geométrica y la moral. «El irregular», dicen, «es desde que nace objeto de burla por parte de sus padres, sus hermanos y hermanas le ridiculizan, los criados no le hacen caso, la sociedad se mofa de él y le mira con desconfianza y se le excluye de todos los puestos de responsabilidad, confianza y actividad útil. Todos sus movimientos son atentamente vigilados por la policía hasta que llega a la mayoría de edad y se presenta a inspección, donde o se le destruyes si se descubre que excede el margen de desviación establecido, o bien se le empareda en una oficina del estado como empleado de séptima clase; no se le permite casarse; se le obliga a soportar una ocupación insulsa y agobiante con un estipendio mísero; se le fuerza a comer y alojarse en la oficina, y a estar sometido a una supervisión rigurosa hasta en las vacaciones. ¿Qué tiene de extraño que en esas circunstancias se amargue y pervierta la naturaleza humana, incluso entre los más puros y mejores?».
Todo este razonamiento tan plausible no me convence, lo mismo que no ha convencido a nuestros más sabios estadistas, de que nuestros antepasados se equivocaran al establecer como un axioma político que la tolerancia de la irregularidad es incompatible con la seguridad del estado. El irregular tiene una vida dura, eso es indiscutible, pero los intereses del mayor número exigen que sea así. Si se permitiese vivir a un hombre con un frente triangular y un dorso poligonal y propagarse además a través de una descendencia aún más irregular, ¿qué sería de las artes de la vida? ¿Deben modificarse las casas y las puertas y las iglesias de Planilandia para adaptarlas a esos monstruos? ¿Deben nuestros porteros medir el perímetro de cada individuo antes de permitirle entrar en un teatro u ocupar su sitio en una sala de conferencias? ¿Debe eximirse de la milicia al irregular? Y si no es así, ¿cómo se le va a impedir que lleve la desolación a las filas de sus camaradas? Además, ¡qué tentaciones irresistibles de imposturas fraudulentas han de asediar inevitablemente a una criatura así! ¡Qué fácil ha de ser para él entrar en una tienda con el frente poligonal por delante, y pedir todo tipo de artículos a un comerciante confiado! Que los que abogan por una falsa filantropía pidan cuanto quieran que se abroguen las leyes penales de los irregulares; yo, por mi parte, no he conocido nunca un irregular que no fuese lo que es evidente que la naturaleza se propuso que fuese: un hipócrita, un misántropo y, en la medida del poder de que dispone, un perpetrador de todo género de fechorías.
No se trata tampoco de que esté dispuesto a recomendar (por el momento) las medidas extremas adoptadas por algunos estados, en los que se destruye sumariamente al niño que nace con un ángulo que se desvíe medio grado de la angularidad correcta. Algunos de nuestros hombres más distinguidos y capaces, hombres de verdadero talento, han trabajado durante el primer período de sus vidas con desviaciones incluso de cuarenta y cinco minutos y hasta más, y la pérdida de sus valiosas vidas habría sido un perjuicio irreparable para el estado. El arte de curar ha logrado también algunos de sus triunfos más gloriosos en las reducciones, ampliaciones, trepanaciones, coligaciones y otras operaciones quirúrgicas o dietéticas con las que se ha curado total o parcialmente la irregularidad. Por tanto yo, que propugno una Vía
Media
, no trazaría ninguna línea fija o absoluta de demarcación, sino que en el período en que la estructura está empezando a asentarse, y una vez que el equipo médico haya determinado que la recuperación es improbable, propondría que se eliminase misericordiosa e indoloramente al vástago irregular.
SI MIS LECTORES me han seguido con alguna atención hasta aquí, no se sorprenderán si les digo que la vida es un poco aburrida en Planilandia. No quiero decir, claro, que no haya batallas, conspiraciones, tumultos, facciones y todos esos otros fenómenos que hacen, en teorías interesante la historia; ni podría decir tampoco que la extraña mezcla de los problemas de la vida y los problemas de matemáticas, que impulsan constantemente a hacer conjeturas y dan la posibilidad de verificación inmediata, no introduzca en nuestra existencia un estímulo que vosotros en Espaciolandia difícilmente podréis entender. Hablo ahora desde el punto de vista estético y artístico cuando digo que la vida es aburrida entre nosotros; estética y artísticamente, es muy aburrida, la verdad.
¿Cómo puede ser de otro modo, si toda la perspectiva que uno puede apreciar, todos los paisajes, piezas históricas, retratos, flores, naturalezas muertas, no son más que una línea, sin otra variedad que la de sus grados de luminosidad y obscuridad?
No fue siempre así. El color, si la tradición no miente, por una vez en el espacio de media docena de siglos o más, arrojó un fugaz esplendor sobre las vidas de nuestros ancestros de los tiempos más remotos. Se dice que cierto individuo particular (un pentágono al que se le asignan diversos nombres), que descubrió casualmente los componentes de los colores más simples y un método rudimentario de pintura, empezó decorando su propia casa, luego a sus esclavos, luego a su padre, a sus hijos y nietos y, por último, a sí mismo. La rapidez y la belleza de los resultados convencieron a todos. A donde quiera que los cromatistas (pues por ese nombre acordaron designarlos las autoridades más fidedignas) volvían su variopinta estructura, llamaban inmediatamente la atención e inspiraban respeto. Nadie necesitaba «tocarle»; nadie confundía su frente con su dorso; sus vecinos captaban enseguida todos sus movimientos sin tener que poner a prueba su capacidad de cálculo; nadie le daba un empujón ni dejaba de hacerle sitio para pasar; su voz se ahorraba el esfuerzo de esa expresión agotadora con que los pentágonos y cuadrados incoloros nos solemos ver obligados a proclamar nuestra individualidad cuando nos desplazamos por en medio de una multitud de ignorantes isósceles.
La moda se propagó como el fuego en un bosque. Antes de que transcurriera una semana, todos los cuadrados y triángulos del distrito habían seguido el ejemplo de los cromatistas y sólo unos cuantos pentágonos de los más conservadores se mantuvieron firmes. Al cabo de un mes o dos resultó que la innovación había infestado hasta a los dodecágonos. Antes de que pasara un año la costumbre se había extendido a todos salvo al sector más alto de la nobleza. Ni que decir tiene que la costumbre no tardó en abrirse paso desde el distrito de los cromatistas a las regiones limítrofes; y al cabo de dos generaciones no había nadie incoloro en toda Planilandia, salvo las mujeres y los sacerdotes.
La propia naturaleza parecía erigir una barrera en este caso, oponiéndose a que la innovación se extendiese a esas dos clases. La multilateralidad era casi esencial como pretexto para los innovadores. «La naturaleza quiere indicar con la diferenciación de lados una diferenciación de colores», éste era el sofisma que volaba de boca en boca por entonces, convirtiendo de golpe a la nueva cultura ciudades enteras. Pero era evidente que este adagio no se cumplía en el caso de nuestros sacerdotes y nuestras mujeres. Estas últimas sólo tenían un lado, y por tanto (hablando plural y pedantemente) no tenían lados. Los primeros (si se hubiesen ratificado al menos en su pretensión de ser círculos reales y verdaderos y no meros polígonos de la clase alta con un número infinitamente grande de lados infinitesimalmente pequeños) tenían por hábito ufanarse de lo que las mujeres confesaban y deploraban, de que no tenían ningún lado, sino que disfrutaban del privilegio de poseer como perímetro una línea, o, dicho de otro modo, una circunferencia. Vino a suceder así que estas dos clases no podían conceder ningún valor al presunto axioma según el cual «Diferenciación de lados implica diferenciación de color», y cuando todos los demás habían sucumbido a la fascinación de la decoración corporal, sólo seguían manteniéndose puros de la contaminación de la pintura los sacerdotes y las mujeres.
Inmorales, licenciosos, anárquicos, anticientíficos (llamadles como queráis) pero, desde un punto de vista estético, aquellos tiempos antiguos de la revuelta del color fueron en Planilandia la infancia gloriosa de un arte que, desgraciadamente, nunca llegó a alcanzar la edad madura y ni siquiera pudo gozar del florecer de la juventud. Vivir era entonces por sí solo un gozo, debido a que vivir entrañaba ver. Hasta en una pequeña fiesta era un placer contemplar a los asistentes; se dice que los tonos ricos y variados de los reunidos en una iglesia o en el teatro resultaban a veces demasiado distraídos para nuestros mejores maestros y actores, hasta el punto de que les impedían concentrarse; pero lo más deslumbrante de todo dicen que era la magnificencia indescriptible de una revista militar.
La visión de veinte mil isósceles dispuestos en formación de combate dando media vuelta y cambiando el negro sombrío de sus bases por el naranja y el morado de los dos lados con el ángulo agudo incluido; la milicia de los triángulos equiláteros tricoloreados en rojo, blanco y azul; el malva, azul ultramar, amarillo claro y sombra tostado de los cuadrados de la artillería girando rápidamente junto a sus cañones color bermellón; la elegancia y el brillo de los hexágonos y pentágonos de seis y de cinco colores cruzando el campo de batalla en sus tareas de cirujanos, geómetras y edecanes, todo esto bien puede haber sido suficiente para hacer creíble la famosa historia de cómo un ilustre círculo, abrumado por la belleza artística de las fuerzas a su mando, tiró el bastón de mariscal y la corona regia y proclamó que los cambiaba desde aquel momento por el lápiz del artista. Lo grande y glorioso que debió de ser el sensual desarrollo de ese período nos lo indican en parte el propio lenguaje y el vocabulario de la época. Las manifestaciones más comunes de los ciudadanos más corrientes del período de la revolución del color parecen impregnadas de más ricos matices verbales e ideológicos; y a esa era le debemos, hoy incluso, nuestra mejor poesía y el ritmo que aún pueda perdurar en la forma de expresión más científica de estos tiempos modernos.
PERO, AL MISMO tiempo, las artes intelectuales sufrían una decadencia acelerada. El arte de la identificación visual, al no ser ya necesario, no se practicaba; y los estudios de geometría, estadística, cinética y otros temas emparentados no tardaron en llegar a considerarse superfluos, y a caer en el desprestigio y a desdeñarse hasta en la propia universidad. El arte inferior de tocar experimentó rápidamente el mismo destino en nuestras escuelas elementales. Luego, las clases isósceles, asegurando que los especímenes no se utilizaban ya ni se necesitaban, y negándose a pagar al servicio de educación el tributo acostumbrado de las clases delincuentes, fueron haciéndose más numerosas e insolentes cada día, al quedar eximidas de la vieja carga que había ejercido anteriormente el saludable y doble efecto de domeñar su carácter brutal y de reducir al mismo tiempo su excesivo número.
Los soldados y los artesanos empezaron a afirmar cada vez con más vehemencia (y con mayor veracidad) que no había ninguna diferencia importante entre ellos y la clase más alta de todos los polígonos, porque habían ascendido ya hasta una condición igual a la suya y eran capaces de afrontar todas las dificultades y resolver todos los problemas de la vida, tanto estáticos como cinéticos, por el simple proceso del reconocimiento cromático. No dándose por satisfechos con el abandono natural en que estaba cayendo el reconocimiento visual, empezaron además a exigir descaradamente la prohibición legal de todas las «artes monopolizadoras y aristocráticas» y la abolición consiguiente de todas las dotaciones para los estudios de reconocimiento visual, matemáticas y tocamiento. Y pronto pasaron a sostener que, dado que el color, que era una segunda naturalezas había hecho ya innecesarias las diferenciaciones aristocráticas, la ley debería seguir el mismo camino y, por tanto, todos los individuos y todas las clases deberían ser consideradas absolutamente iguales y titulares de los mismos derechos.