Tales matrimonios mal aconsejados son, como podría esperarse, estériles, si no desembocan en irregularidad positiva o en disminución de lados; pero ninguno de estos males ha resultado ser hasta ahora disuasión suficiente. La pérdida de unos cuantos lados en un polígono de elevado desarrollo no es fácil de apreciar, y se repara a veces mediante una operación con buenos resultados en el Instituto Neoterapéutico, como he explicado antes; y los círculos están demasiado dispuestos a aceptar la infecundidad como una ley del desarrollo superior. Sin embargo, si no se pone coto a ese mal, la gradual disminución de la clase circular puede muy pronto acelerarse, y puede no estar muy lejano el día en que, al no ser ya capaz la especie de producir un círculo jefe, caiga sin remedio la constitución de Planilandia.
Se me ocurren unas palabras más de advertencia, aunque no pueda mencionar fácilmente un remedio. El tema se relaciona también con nuestras relaciones con las mujeres. Hace unos trescientos años, el círculo jefe decretó que, puesto que las mujeres eran deficientes en lo referente a la razón, pero están abundantemente dotadas en lo relativo a la emoción, no se las debía seguir tratando como racionales, ni debían recibir ninguna educación intelectual. La consecuencia fue que no se les enseñó ya a leer, ni incluso a dominar la aritmética lo suficiente para permitirles contar los ángulos de su marido o de sus hijos; y, a causa de ello, su capacidad intelectual fue decayendo gradualmente de generación en generación. Y este sistema de quietismo o no educación de las mujeres prevalece aún.
Temo que esta política, aunque motivada por las mejores intenciones, se haya llevado tan lejos como para que repercuta dañinamente sobre el propio sexo masculino.
Porque la consecuencia es que, tal como están ahora las cosas, nosotros los varones tenemos que dirigir una especie de existencia bilingüe y casi podría decir que bimental. Con las mujeres hablamos de «amor», «deber», «bien», «mal», «piedad», «esperanza» y otros conceptos irracionales y emotivos, que no tienen existencia alguna, y cuya invención no tiene más objeto que el de controlar las exaltaciones femeninas; pero entre nosotros, y en nuestros libros, tenemos un vocabulario, y casi puedo decir un idioma, completamente distinto. «Amor» se convierte entonces en «la previsión de beneficios»; «deber» se convierte en «necesidad» o «aptitud» y se transmutan correspondientemente otras palabras. Además, utilizamos con las mujeres un lenguaje que indica la máxima deferencia hacia su sexo; y ellas creen a pies juntillas que ni el propio círculo jefe es objeto de más devota adoración de lo que lo son ellas. Pero a espaldas suyas se las considera y se habla de ellas (todos menos los muy jóvenes) como si fueran poco más que «organismos sin inteligencia».
También es completamente distinta nuestra teología en los aposentos de las mujeres que nuestra teología en otros lugares. Pero mi humilde temor es que este doble adiestramiento, tanto en el lenguaje como en el pensamiento, imponga una carga demasiado pesada a los jóvenes, sobre todo cuando se les aparta a los tres años de edad del cuidado materno y se les enseña a olvidar el viejo lenguaje (salvo con la finalidad de repetirlo en presencia de sus madres y ayas) y a aprender el vocabulario y el idioma de la ciencia. Creo que se aprecia ya una menor capacidad para captar la verdad matemática en el momento actual en comparación con el intelecto más robusto de nuestros ancestros de hace trescientos años. No digo nada ya del posible peligro que podría significar el que una mujer aprendiese alguna vez subrepticiamente a leer y transmitiese a su sexo el resultado de su repaso de una sola obra de literatura popular; ni de la posibilidad de que la indiscreción o la desobediencia de algún niño pudiese revelar a una madre los secretos del dialecto lógico. Considerando simplemente el debilitamiento del intelecto masculinos hago esta humilde apelación a las más altas autoridades para que reconsideren la normativa de la educación femenina.
«¡Oh incomparables mundos nuevos, en los que hay tales personas!».
ERA EL PENÚLTIMO día del año 1999 de nuestra era, y el primero de la Vacación Larga. Después de haber estado divirtiéndome hasta tarde con mi entretenimiento geométrico favorito, me había retirado a descansar con un problema sin resolver en la cabeza. Durante la noche tuve un sueño.
Vi ante mí una vasta multitud de pequeñas líneas rectas (que yo supuse, naturalmente, que eran mujeres) entre las que había otros seres aún más pequeños y que tenían forma de puntos lustrosos, todos moviéndose de un lado a otro y en una misma línea recta, y, por lo que yo podía juzgar, a la misma velocidad. Surgía de ellos a intervalos un ruido de parloteos y gorjeos confusos y multitudinarios mientras se movían; pero a veces dejaban de moverse y entonces se quedaba todo en silencio. Aproximándome a uno de los más grandes de aquellos seres que creía mujeres, lo abordé, pero no recibí respuesta. Una segunda y una tercera apelación por mi parte fueron igualmente ineficaces. Perdiendo la paciencia ante lo que me parecía una grosería intolerable, coloqué la boca en posición absolutamente frontal respecto a la suya para interceptar su movimiento, y repetí bien alto mi pregunta: «Mujer, ¿qué significa toda esta concurrencia y este extraño y confuso gorjeo, y este movimiento monótono a un lado y a otro a lo largo de una misma línea recta?».
—Yo no soy ninguna mujer —replicó la pequeña línea—. Yo soy el rey del mundo. Pero tú, ¿de dónde has venido tú, intruso, a mi reino de Linealandia?
Ante esta abrupta respuesta, dije que pedía perdón si había sobresaltado o molestado de algún modo a su alteza real; y, describiéndome como un extranjero, rogué al monarca que me proporcionara alguna información sobre sus dominios. Pero tuve grandes dificultades para obtener información sobre los puntos que realmente me interesaban, pues el rey daba constantemente por supuesto, sin poder evitarlo, que todo lo que era para él familiar tenía que resultarme conocido también a mí y que yo estaba simulando ignorancia por gastarle una broma. Sin embargo, perseverando en las preguntas, extraje los siguientes datos:
Parecía ser que aquel pobre e ignorante monarca (como él se llamaba) estaba convencido de que la línea recta que él llamaba su reino, y en la que transcurría su existencia, constituía la totalidad del mundo, y en realidad la totalidad del espacio. Al no poder ni moverse ni ver más que en su línea recta, no tenía noción alguna de lo que pudiese estar fuera de ella. Aunque había oído mi voz cuando me había dirigido a él por primera vez, los sonidos le habían llegado de una forma tan contraria a su experiencia que no había contestado nada, «al no ver ningún hombre», según su expresión, «y al oír una voz que parecía salir de mis propios intestinos». Hasta el momento en que emplacé mi boca en su mundo, ni me había visto ni había oído nada más que sonidos confusos chocando con… lo que llamé yo su lado, pero que él llamó su interior o estómago; no tenía tampoco ni la menor noción de la región de la que yo había llegado. Fuera de su mundo, o línea, todo estaba para él en blanco; bueno, ni siquiera en blanco, pues lo de estar en blanco implica espacio; digamos, más bien, que todo era inexistente.
Sus súbditos (de los que las líneas pequeñas eran hombres y los puntos mujeres) estaban todos igualmente confinados en movimiento y visión a la línea recta única, que era su mundo. No creo que haga falta añadir que la totalidad de su horizonte se hallaba limitada a un punto. Hombre, mujer, niño, cosa… todo era un punto para el ojo de un linealandés. Sólo por el sonido de la voz podían distinguirse el sexo y la edad. Además, como cada individuo ocupaba el total del, digamos, estrecho sendero que constituía su universo, y nadie podía moverse hacia la derecha o la izquierda para dejar paso a los transeúntes, resultaba que ningún linealandés podía pasar a otro. Una vez vecinos, vecinos para siempre. Entre ellos la vecindad era como el matrimonio entre nosotros. Los vecinos siguen siéndolo hasta que la muerte los separa.
Una vida así, con toda la visión limitada a un punto, y todo el movimiento a una línea recta, me pareció indescriptiblemente monótona; y me sorprendieron la vivacidad y la alegría del rey. Me pregunté si sería posible, en medio de circunstancias tan desfavorables para las relaciones domésticas, gozar de los placeres de la unión conyugal y dudé durante un rato si debía o no interrogar a su alteza real sobre tema tan delicado; pero al final me zambullí en él abruptamente preguntándole por la salud de su familia. «Mis esposas e hijos», contestó, «están bien y felices».
Estupefacto ante esta respuesta (pues en la cercanía inmediata del monarca, tal como había apreciado en mi sueño antes de entrar en Linealandia, no había más que hombres) me aventuré a responder:
—Perdonadme, pero no puedo entender cómo su alteza puede ver o acercarse en algún momento a sus reales majestades, cuando hay media docena por lo menos de individuos interpuestos, a través de los cuales no podéis ni ver ni pasar. ¿Es posible que en Linealandia no sea necesaria la proximidad para el matrimonio y para la generación de hijos?
—¿Cómo podéis hacer una pregunta tan absurda? —replicó el monarca—. Si fuese en realidad como sugerís, pronto se despoblaría el universo. No, no; no es necesaria la vecindad para la unión de corazones; y el nacimiento de hijos es una cuestión demasiado importante para que dependa de un accidente como la proximidad. No es posible que ignoréis esto. Pero, puesto que os complace fingir ignorancia, os instruiré como si fueseis el bebé más bebé de Linealandia. Sabed, pues, que los matrimonios se consuman por medio de la facultad del sonido y a través del sentido de la audición.
«Vos sabéis, claro está, que cada hombre tiene dos bocas o voces (así como dos ojos), una de bajo en uno de sus extremos y otra de tenor en el otro. No debería mencionar esto, pero la verdad es que no he sido capaz de distinguir vuestra voz de tenor en el curso de nuestra conversación».
Yo contesté que no tenía más que una voz, y que no me había dado cuenta de que su alteza real tuviese dos.
—Esto confirma mi opinión —dijo el rey—, de que vos no sois un hombre, sino una monstruosidad femenina con una voz de bajo y un oído completamente inculto. Pero continuemos. Habiendo dispuesto la propia naturaleza que cada hombre haya de tener dos esposas…
—¿Por qué dos? —pregunté yo.
—Lleváis demasiado lejos vuestra fingida ignorancia —exclamó él—. ¿Cómo puede haber una unión plenamente armoniosa sin la combinación de los cuatro en uno, es decir, el bajo y el tenor del hombre y la soprano y la contralto de las dos mujeres?
—Pero —dije yo— ¿y si un hombre prefiriese una esposa o tres?
—Es imposible —dijo él—; es tan inconcebible como que dos y uno pudiesen ser cinco, o que el ojo humano pudiese ver una línea recta.
Yo le habría interrumpido, pero continuó del modo siguiente:
—Una vez por semana, hacia la mitad de ésta, una ley de la naturaleza nos impulsa a desplazarnos de un lado a otro con un movimiento rítmico de violencia superior a la normal, que se prolonga el tiempo que os llevaría contar hasta ciento uno. En medio de esta danza coral, en la pulsación cincuenta y uno, los habitantes del universo se detienen en plena carrera y cada individuo emite sus tonos más ricos, plenos y dulces. En ese momento decisivo es cuando se realizan todos nuestros matrimonios. Tan exquisito es el ajuste de bajo a tiple, de tenor a contralto, que muchas veces las amadas identifican inmediatamente la nota receptiva del amado que les está destinado aunque estén a veinte mil leguas de distancia; y el amor los une entonces a los tres, atravesando los míseros obstáculos de la distancia. El matrimonio que se consuma en ese instante produce una prole masculina y femenina triple que ocupa su lugar en Linealandia.
—¿Qué? ¿Siempre triple? —dije yo—. ¿Debe tener una mujer entonces siempre gemelos?
—¡Oh monstruosidad con voz debajo! Sí —contestó el rey—. ¿Cómo podría mantenerse si no el equilibrio entre los sexos, si no nacieran dos niñas por cada muchacho? ¿Acaso ignoráis el alfabeto mismo de la naturaleza?
Dejó de hablar, mudo de cólera; y tardé un rato en conseguir inducirle a reanudar su narración.
—No supondréis, claro está, que entre nosotros cada soltero encuentre sus parejas en el primer cortejo de este coro matrimonial universal. La mayoría de nosotros, por el contrarios repetimos varias veces el proceso. Pocos son los corazones cuyo feliz destino es identificar inmediatamente en las voces mutuas a la pareja que les ha destinado la Providencia y volar en un abrazo recíproco y perfectamente armónico. En la mayoría de los casos el noviazgo es de larga duración. Las voces del cortejador pueden tal vez armonizar con una de las futuras esposas, pero no con las dos; o no armonizar, en principios con ninguna de ellas; o la soprano y la contralto pueden no armonizar del todo. En estos casos la naturaleza ha dispuesto que cada coro semanal vaya llevando a los tres amantes a una armonía más íntima. Cada prueba de voz, cada nuevo descubrimiento de disonancia, induce casi imperceptiblemente al menos perfecto a modificar su expresión vocal de manera que se aproxime más a lo más perfecto. Y tras muchas pruebas y muchas aproximaciones, se alcanza por fin el resultado. Llega al fin el día en que, cuando se inicia el acostumbrado coro matrimonial de la Linealandia universal, los tres alejados amantes se hallan de pronto en armonía exacta y, antes de que despierten, el triplete conyugal se embelesa vocalmente en un abrazo dúplice; y la naturaleza se regocija ante un matrimonio más y tres nuevos nacimientos.