Esto fue el clímax, el paraíso, de mi extraña y decisiva historia. Después de eso he de hacer el relato de mi desdichada caída… ¡desdichadísima, pero inmerecidísima sin duda! Pues ¿qué sentido tiene avivar la sed de conocimiento sólo para verse luego decepcionado y castigado? Mi voluntad retrocede ante la dolorosa tarea de recordar mi humillación; pero soportaré, como un segundo Prometeo, esto y más, si puedo despertar de algún modo en el interior de la humanidad plana y sólida un espíritu de rebelión contra la opinión que desearía limitar nuestras dimensiones a dos o tres o cualquier otro número que no sea infinito. ¡Prescindamos, pues, de todas las consideraciones personales! Dejadme continuar hasta el fin como comencé, sin más digresiones ni anticipaciones, siguiendo el camino llano de la historia desapasionada. Se reseñarán los hechos exactos, las palabras exactas (y están grabadas a fuego en mi cerebro), sin modificarlos ni un ápice; y que mis lectores juzguen entre el destino y yo.
La esfera habría continuado de buena gana sus lecciones adoctrinándome en la configuración de todos los sólidos regulares, cilindros, conos, pirámides, pentaedros, hexaedros, dodecaedros y esferas; pero me aventuré a interrumpirle. No porque estuviese cansado de aprender. Todo lo contrario, estaba sediento de beber más y más tragos de lo que él me ofrecía.
—Perdonadme —dije—, oh vos a quien no debo ya dirigirme como la perfección de toda belleza; pero permitidme que os ruegue que otorguéis a vuestro esclavo una visión de vuestro interior.
Esfera.
¿Mi qué?
Yo.
Vuestro interior: vuestro estómago, vuestros intestinos. Esfera. ¿A qué viene esa petición impertinente e intempestiva? ¿Y qué queréis decir con lo de que no soy ya la perfección de toda belleza?
Yo.
Mi señor, vuestra propia sabiduría me ha enseñado a aspirar a Uno más grande aún, más bello, y que se acerca más a la perfección que vos mismo. En cuanto a vos mismo, superior a todas las formas de Planilandia, aunáis muchos círculos en uno, por lo que hay sin duda uno por encima de vos que une muchas esferas en una existencia suprema, que sobrepasa incluso a los sólidos de Espaciolandia. Y lo mismo que nosotros, que estamos ahora en el espacio, miramos abajo a Planilandia y vemos las entrañas de todas las cosas, así también es indudable que hay por encima de nosotros una región más alta y más pura, a la que os proponéis sin duda conducirme, ¡oh vos a quien siempre llamar, en todas partes y en todas dimensiones, mi sacerdote, filósofo y amigo!, algún espacio aún más espacioso, alguna dimensionalidad aún más dimensionable, desde cuya ventajosa perspectiva miraremos juntos hacia abajo y contemplaremos las entrañas expuestas de las cosas sólidas, y donde vuestros propios intestinos y los de las esferas con las que estáis emparentado yacerán visibles para un pobre desterrado itinerante de Planilandia, al que tanto le ha sido ya otorgado.
Esfera.
¡Puf! ¡Qué tontería! ¡Dejemos esa insensatez! ¡Hay poco tiempo y queda mucho por hacer hasta que estéis en condiciones de proclamar el evangelio de las tres dimensiones a vuestros ciegos e ignorantes compatriotas de Planilandia!
Yo.
No, gentil maestros no me neguéis lo que tenéis poder para hacer. Otorgadme aunque sólo sea un atisbo de vuestro interior y quedaré eternamente satisfecho, seré ya vuestro dócil alumno, vuestro esclavo inemancipable, dispuesto a recibir todas vuestras enseñanzas y a nutrirme de las palabras que caigan de vuestros labios.
Esfera.
Bueno, entonces, para satisfaceros y silenciaros, dejadme que os diga sin circunloquios que os mostraría lo que deseáis si pudiese; pero no puedo. ¿Acaso queréis que le dé vuelta al estómago y lo ponga del revés por complaceros?
Yo.
Pero vos, señor, me habéis mostrado los intestinos de todos mis compatriotas en el país de las dos dimensiones al llevarme con vos al país de tres. ¿Qué problema hay, pues, para que llevéis ahora a vuestro servidor en un segundo viaje a la región bendita de la cuarta dimensión, donde miraré hacia abajo con vos una vez más al país de las tres dimensiones y veré el interior de todas las casas tridimensionales, los secretos de la tierra sólida, los tesoros de las minas de Espaciolandia y los intestinos de todas las criaturas sólidas, incluso de las adorables y nobles esferas?
Esfera.
¿Pero dónde está el país de las cuatro dimensiones? Yo. Yo no lo sé; pero mi maestro sin duda lo sabe.
Esfera.
No. No existe tal país. La idea misma de él es completamente inconcebible.
Yo.
No inconcebible para mí, mi señor, y por tanto aún menos inconcebible para mi maestro. No, no pierdo la esperanza de que también aquí, en esta región de tres dimensiones, vuestro arte, señoría, pueda hacer visible para mí la cuarta dimensión; lo mismo que en el país de las dos dimensiones vos, maestro mío, abristeis de buen grado con vuestra habilidad los ojos de su ciego servidor a la presencia invisible de una tercera dimensión, que yo no veía.
»Permitidme recordar el pasado. ¿No se me enseñó abajo que cuando veía una línea y deducía un plano, veía en realidad una tercera dimensión no identificada, no la misma como brillo, llamada «altura»? ¿Y no se sigue de ello ahora que, en esta región, cuando veo un plano y deduzco un sólido, veo en realidad una cuarta dimensión no identificada, no la misma como color, sino existente, aunque infinitesimal e imposible de medir?
»Y además, está el argumento de la analogía de las figuras».
Esfera.
¡Analogía! Tonterías. ¿Qué analogía?
Yo.
Vuestra señoría está poniendo a prueba a su servidor para ver si recuerda las revelaciones que le impartió. No os burléis de mí, mi señor; tengo ansia, sed de más conocimiento. Es indudable que no podemos ver esa otra Espaciolandia más elevada porque no tenemos en nuestros estómagos ningún ojo. Pero, lo mismo que había un reino de Planilandia, aunque aquel pobre y patético monarca de Linealandia no podía volverse a la derecha ni a la izquierda para apreciarlo, y lo mismo que había al alcance de la mano y rozando mi estructura un país de tres dimensiones, aunque yo, desdichado ciego insensato, no tuviese capacidad para tocarlos ni ojo en mi interior para percibirlo, es también indudable que hay una cuarta dimensión, que mi señor percibe con el ojo interior del pensamiento. Y que debe existir es algo que vos mismo, señor, me habéis enseñado. ¿O es posible que hayáis olvidado lo que vos mismo impartisteis a vuestro siervo?
»¿Acaso no producía un punto en movimiento una línea con dos puntos terminales en una dimensión?
»¿Y no producía una línea en movimiento un cuadrado con cuatro puntos terminales en dos dimensiones?
»¿Y no producía un cuadrado en movimiento (no lo contempló este ojo mío) ese bendito ser, un cubo, con ocho puntos terminales en tres dimensiones?
»¿Y no producirá un cubo en movimiento (qué sería de la analogía y del progreso de la verdad si no fuese así), no producirá, digo, el movimiento de un cubo divino una organización aún más divina con dieciséis puntos terminales?
»Observad la infalible confirmación de la serie, 2, 4, 8, 16: ¿no es esto una progresión geométrica? ¿No está esto, si se me permite citar las palabras de mi maestro, «estrictamente de acuerdo con la analogía»?
»Además, ¿no me enseñasteis, señor, que lo mismo que en la línea hay dos puntos delimitadores y en un cuadrado hay cuatro líneas delimitadoras, también en un cubo ha de haber seis cuadrados delimitadores? Ved una vez más la serie confirmadora, 2, 4, 6: ¿no es esto una progresión aritmética? Y en consecuencia, ¿no se sigue necesariamente de ello que el vástago aún más divino del divino cubo debe tener en el país de las cuatro dimensiones 8 cubos delimitadores? ¿Y no está esto también, como vos, mi señor, me habéis enseñado a creer, «rigurosamente de acuerdo con la analogía»?
»Oh, mi señor, mi señor, ved, me entrego con fe a la conjetura, sin conocer los hechos; y apelo a vuestra señoría para que rectifiquéis o neguéis mis previsiones lógicas. Si estoy en un error, rectifico, no pediré más una cuarta dimensión; pero, si estoy en lo cierto, mi señor atenderá a razones.
»Pregunto, por tanto, ¿es o no es un hecho que antes de ahora vuestros compatriotas han presenciado también el descenso de seres de un orden superior al suyo, que entraron en habitaciones cerradas, lo mismo que vuestra señoría en la mía, sin necesidad de abrir puertas ni ventanas, apareciendo y desapareciendo a voluntad? Para mí es decisiva la respuesta a esta pregunta, a ella lo fío todo. Negadlo y guardaré silencio a partir de entonces. Os pido sólo una respuesta.
Esfera
(tras una pausa). Se dice eso. Pero hay división de opiniones entre los hombres en cuanto a los hechos. E incluso aceptando los hechos, los explican de formas distintas. Y, en cualquier caso, por muy grande que pueda ser el número de explicaciones diferentes, nadie ha adoptado o propuesto la teoría de una cuarta dimensión. Por tanto, os ruego que prescindáis de esta nimiedad, y que volvamos a nuestro asunto.
Yo.
Yo estaba seguro de ello. Estaba seguro de que mis previsiones se cumplirían. Y ahora sed paciente conmigo y respondedme a otra pregunta más, ¡oh el mejor de los maestros! Esos que han aparecido de ese modo (venidos nadie sabe de dónde) y han regresado (nadie sabe adónde) ¿han contraído también ellos sus secciones y se han esfumado de algún modo en ese espacio más espacioso, a donde yo pretendo ahora que me conduzcáis?
Esfera
(malhumoradamente). Se han esfumado, ciertamente… si es que aparecieron alguna vez. Pero la mayoría de la gente dice que esos visitantes surgieron del pensamiento… (no me entenderéis)…, del cerebro; de la angularidad perturbada del vidente.
Yo.
¿Eso dicen? Oh, no les creo. O si en realidad fuese así, que ese otro espacio fuese Pensamientolandia, llevadme entonces a esa bendita región donde pueda ver con el pensamiento las entrañas de todas las cosas sólidas. Allí, ante mi ojo deslumbrado, un cubo, moviéndose en una dirección completamente nueva, pero rigurosamente de acuerdo con la analogía, de manera que haga que cada partícula de su interior pase a través de un nuevo género de espacio, con una estela propia, creará una perfección aún más perfecta que él mismo, con dieciséis ángulos extrasólidos terminales, y ocho cubos sólidos por perímetro. Y una vez allí, ¿interrumpiremos nuestra trayectoria hacia arriba? En esa bendita región de cuatro dimensiones, ¿nos detendremos en el umbral de la quinta y no entraremos en ella? ¡Ah, no! Decidamos más bien que nuestra ambición se remonte con nuestra ascensión corporal. Luego, cediendo a nuestra arremetida intelectual, se abrirán las puertas de la sexta dimensión; después las de una séptima y luego las de la octava…
No sé cuánto habría continuado… En vano reiteró la esfera, con su voz de trueno, su orden de silencio y me amenazó con los castigos más severos si continuaba. Nada podía detener la marea de mis arrebatadas aspiraciones. Quizás tuviese yo la culpa; pero el hecho es que estaba embriagado por los recientes tragos de verdad que él mismo me había proporcionado. Pero el final no tardó en llegar. Interrumpió mis palabras un ruido que sonó fuera y un ruido simultáneo dentro de mí, que me impelió a través del espacio con una velocidad que impedía hablar. ¡Abajo! ¡Abajo! ¡Abajo! Estaba descendiendo rápidamente y sabía que el regreso a Planilandia era mi condenación. Se presentó ante mi vista un atisbo, un último atisbo inolvidable de aquel páramo plano e insulso que iba ya a convertirse otra vez en mi universo. Luego hubo una obscuridad. Después un último trueno final de que todo se había consumado; y, cuando volví en mí, era de nuevo un cuadrado vulgar y miserable, en el estudio de mi casa, que oía el grito de paz de mi esposa que se aproximaba.
AUNQUE TENÍA MENOS de un minuto para reflexionar, pensé —fue una cosa instintiva—, que no debía revelarle a mi esposa la experiencia que había tenido. No es que captase, en el momento, ningún peligro de que divulgase mi secreto, pero sabía que para cualquier mujer de Planilandia la narración de mis aventuras tenía que resultar inevitablemente ininteligible. Así que me propuse tranquilizarla con alguna historia inventada para la ocasión, que me había caído por la trampilla del sótano, por ejemplo, y había perdido el conocimiento.
La atracción hacia el sur es tan leve en nuestro país que mi relato parecía inevitablemente fuera de lo normal y hasta increíble incluso tratándose de una mujer; pero mi esposa, cuyo buen sentido excede con mucho al de la media de su sexo, y que se dio cuenta de que yo estaba excepcionalmente nervioso, no discutió conmigo sobre el tema; insistió, sin embargo, en que estaba enfermo y necesitaba reposo. Me alegró tener una excusa para retirarme a mi aposento a pensar tranquilamente sobre lo que me había sucedido. Cuando estuve solo al fin, cayó sobre mí una sensación de sopor; pero antes de que mis ojos se cerraran me esforcé por reproducir la tercera dimensión, y especialmente el proceso por el que se construye un cubo por medio del movimiento de un cuadrado. No estaba tan claro como yo habría querido, pero recordé que debía ser «hacia arriba, pero no hacia el norte» y decidí resueltamente retener esas palabras como la clave que, si me atenía con firmeza a ella, me guiaría necesariamente hasta la solución. Así que, repitiendo mecánicamente, como un ensalmos las palabras «hacia arriba, pero no hacia el norte», me sumergí en un sueño firme y reparador.
Durante mi adormilamiento tuve un sueño. Creí estar una vez más al lado de la esfera, cuyo brillo lustroso indicaba que había trocado su cólera contra mí por una benignidad perfecta. Nos desplazábamos juntos hacia un punto brillante pero infinitesimalmente pequeño, hacia el que mi maestro dirigía mi atención. Cuando nos acercábamos, me pareció que salía de él un leve ruido tarareante, como de una de vuestras moscas azules de Espaciolandia, sólo que mucho menos intenso, tan leve en realidad que incluso en el absoluto silencio del vacío por el que nos remontábamos, el sonido llegaba a nuestros oídos hasta que detuvimos nuestro vuelo a una distancia de él de algo menos de veinte diagonales humanas.
—Mirad —dijo mi guía—, habéis vivido en Planilandia; habéis recibido una visión de Linealandia; os habéis remontado conmigo hasta las alturas de Espaciolandia; ahora, con la finalidad de que completéis el ámbito de vuestra experiencia, os conduzco hacia abajo, hasta las profundidades más hondas de la existencia, hasta el reino de Puntolandia, el abismo de donde no hay dimensiones.