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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (44 page)

BOOK: Petirrojo
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—Lo siento, pero necesito poseerte —dijo poniendo dos cubitos de hielo en su vaso—. Cuando me conozcas, comprenderás todo esto mucho mejor. Pero de todas formas, te daré algo así como una primera lección, una idea preliminar de lo que me mueve.

Hizo una pausa y le ofreció la copa.

—Hay hombres que se pasan la vida arrastrándose por el suelo y se contentan con las migas. Otros nos levantamos y caminamos erguidos hasta la mesa y encontramos allí el sitio que nos pertenece. Somos minoría, porque nuestras elecciones en la vida nos hacen a veces ser brutales, y esa brutalidad nos exige un esfuerzo de negación de nuestra educación socialdemócrata e igualitaria. Ahora bien, si he de elegir entre eso y arrastrarme, prefiero romper con una moral miope que no es capaz de individualizar los actos y considerarlos con perspectiva. Y, en fin, creo que en el fondo, me respetarás por ello.

Ella no contestó y se dedicó a su copa.

—Hole no suponía ningún problema para ti —observó ella—. Él y yo sólo somos buenos amigos.

—Creo que mientes —declaró Brandhaug mientras, vacilante, le llenaba el vaso que ella le acercó—. Y te quiero sola. No me malinterpretes: cuando te impuse la condición de que cortases inmediatamente toda relación con Hole, no fue tanto por celos como por cierto principio de pureza. En cualquier caso, no le vendrá mal una corta estancia en Suecia, o donde quiera que Meirik lo haya enviado.

Brandhaug soltó una risita.

—¿Por qué me miras de esa forma, Rakel? Yo no soy el rey David y Hole…, ¿cómo dijiste que se llamaba aquel a quien el rey David hizo enviar a primera fila en el frente?

—Urías —murmuró ella.

—Eso. ¿Ese sí murió en el frente, no?

—Claro, de lo contrario, no sería una buena historia —explicó ella.

—Bien, pero aquí no va a morir nadie. Y, si no recuerdo mal, el rey David y Betsabé vivieron relativamente felices después.

Brandhaug se sentó a su lado en el sofá y le puso un dedo bajo el mentón para que lo mirase.

—Dime, Rakel, ¿cómo es que sabes tanto de la Biblia?

—Buena formación —ironizó ella soltándose para quitarse el vestido.

Brandhaug tragó saliva y la miró perplejo. Era preciosa. Tenía la ropa interior blanca. Le había pedido específicamente que llevase ropa interior blanca. Resaltaría el matiz dorado de su piel. Era imposible advertir que hubiese pasado por un parto. El hecho de que así fuese, de saber que era fértil, que había amamantado a un niño con su pecho, la hacía más atractiva aún a los ojos de Bernt Brandhaug. Era perfecta.

—No tenemos prisa —aseguró posando una mano sobre su rodilla.

Pese a que su rostro no dejó traslucir ningún sentimiento, él notó que se ponía tensa.

—Haz lo que quieras —dijo Rakel encogiéndose de hombros.

—¿No quieres ver la carta primero?

Señaló con la cabeza el sobre marrón con el sello de la embajada rusa, que estaba encima de la mesa. En la breve misiva del embajador Vladimir Aleksandrov a Rakel Fauke, éste le rogaba que ignorase la anterior citación de las autoridades rusas para tramitar el asunto de la custodia de Oleg Fauke Gosev. Se había aplazado la causa por tiempo indefinido, debido a las largas colas de los juzgados. No había sido tarea fácil. Brandhaug se vio obligado a recordarle a Aleksandrov un par de favores que la embajada rusa le debía. Además de prometerle un par de favores más, alguno totalmente al límite de lo que un consejero de Asuntos Exteriores noruego podía permitirse.

—Me fío de ti —replicó ella—. ¿Podríamos acabar con esto de una vez?

Apenas si parpadeó cuando él le pasó la mano por la mejilla, pero Brandhaug notó que le bailaba la cabeza, como si fuese una muñeca de trapo.

Brandhaug se frotó la mano escrutándola pensativo.

—No eres estúpida, Rakel —comenzó—. De modo que me figuro que comprendes que esto es algo provisional, que deben pasar aún seis meses hasta que la reclamación prescriba. Puedes recibir una nueva citación en cualquier momento, bastaría con una llamada mía.

Ella lo miró y, por fin, creyó ver algo de vida en sus ojos.

—Así que creo que lo que procede en este momento —prosiguió el consejero— es una disculpa.

La vio respirar con dificultad y sus ojos, antes muertos, se bañaron lentamente en llanto.

—¿Y bien? —insistió.

—Perdón —dijo ella con voz apenas audible.

—Tienes que hablar más alto, Rakel.

—Perdón.

—Bueno, bueno, Rakel —dijo él al tiempo que le secaba una lágrima de la mejilla—. Esto irá muy bien. En cuanto me conozcas. Ése es mi deseo, que seamos amigos. ¿Lo comprendes, Rakel?

Ella asintió con un gesto.

—¿Seguro?

Rakel volvió a asentir sin dejar de sollozar.

—Estupendo.

Brandhaug se levantó y se quitó el cinturón.

Hacía una noche inusualmente fría y el viejo se había metido en el saco de dormir. Estaba tumbado sobre una gruesa capa de ramas de abeto, pero el frío la traspasaba, ascendía desde la tierra penetrando su cuerpo. Se le habían entumecido las piernas y, a intervalos regulares, tenía que balancearse de un lado a otro para no perder la sensibilidad también en el torso.

Seguía habiendo luz en todas las ventanas de la casa; fuera, en cambio, era tal la oscuridad que apenas si veía con los binoculares. No obstante, aún conservaba la esperanza. Si el hombre volvía a casa aquella noche, llegaría en coche y la lámpara que había sobre el dintel de la puerta del garaje que daba al bosque estaba encendida. El anciano miró por los binoculares. Aquella lámpara no daba mucha luz; pese a todo, la puerta del garaje era lo suficientemente clara como para distinguir bien al sujeto cuando se colocase ante ella.

Se tumbó de espaldas. Todo estaba en silencio, oiría llegar el coche.

Esperaba no quedarse dormido. El repentino acceso de dolor le había mermado las fuerzas. Pero no, no iba a quedarse dormido. Nunca antes se había dormido en una guardia. Nunca. Saboreó el odio, intentando hallar en él algún calor. Éste era diferente, éste no era como el otro odio que ardía con una pequeña llama constante, ese otro odio que tantos años llevaba allí, consumiendo y limpiando la periferia de pensamientos insignificantes, creando así una perspectiva que le permitía verlo todo mucho mejor. El nuevo odio ardía con tanta intensidad que no estaba seguro de quién, si él o el odio, tenía el control. Sabía que no debía dejarse llevar, tenía que mantenerse frío.

Contempló el cielo estrellado entre los abetos. Todo estaba en silencio. Silencioso y frío. Iba a morir. Todos iban a morir. Era un pensamiento bueno, intentó retenerlo. Cerró los ojos.

Brandhaug miró fijamente la araña de cristal que colgaba del techo. Un rayo de luz azul del luminoso de Blaupunkt se reflejó en los prismas. Tan silencioso, tan frío.

—Ya puedes irte —dijo.

Lo dijo sin mirarla. Tan sólo oyó el ruido del edredón al retirarlo y notó cuándo se levantaba de la cama. Luego, el sonido de la ropa mientras se vestía. Ella no había dicho una sola palabra. Ni cuando él la tocaba ni cuando él le ordenó que lo tocase. Tan sólo le ofreció sus grandes ojos oscuros muy abiertos. Ensombrecidos por el miedo. O por el odio. Y por eso se había sentido tan mal que no…

Al principio intentó fingir que no pasaba nada, seguía esperando la sensación. Pensó en otras mujeres a las que había poseído, en todas las veces que había funcionado. Pero la sensación no se presentó y después de un rato, le pidió que dejase de tocarlo, no había razón para permitirle que siguiera humillándolo.

Ella obedeció como un robot. Procuraba cumplir con su parte del trato; nada más y nada menos. Aún faltaba medio año para que el caso de Oleg prescribiera. Tenía mucho tiempo. No valía la pena agobiarse, habría más días, más noches.

Volvió a empezar desde el principio; pero estaba claro que no debió haber tomado esas copas, lo entumecieron y lo dejaron insensible a las caricias, tanto a las de ella como a las suyas propias.

Luego le ordenó que se metiese en la bañera. Preparó dos copas. Agua caliente, jabón. Mantuvo largos monólogos sobre lo hermosa que era, pero ella no dijo nada. Tanto silencio. Tanto frío. Al final, el agua también terminó por enfriarse, la secó y la llevó de nuevo a la cama. Después del baño, su piel quedó seca y áspera. Ella empezó a temblar y entonces él notó su propia reacción. Por fin. Sus manos descendieron por su cuerpo, hacia abajo, más abajo. Hasta que se encontró una vez más con sus ojos. Grandes, oscuros, muertos. Clavados en el techo. Y la magia volvió a desaparecer. Sintió deseos de golpearla para hacer revivir sus ojos muertos, azotarla con la mano abierta, ver cómo se le enrojecía y se le inflamaba la piel.

La oyó guardar la carta en el bolso.

—La próxima vez beberemos menos —le dijo—. Y conste que también lo digo por ti.

Ella no contestó.

—La semana próxima, Rakel. En el mismo sitio, a la misma hora. ¿No lo olvidarás, verdad?

—¿Cómo podría? —preguntó ella.

Se oyó la puerta y ya no estaba.

Él se levantó, se sirvió otra copa. Agua y Jameson, lo único bueno que… Bebió despacio. Y volvió a acostarse.

Era cerca de medianoche. Cerró los ojos, pero el sueño se resistía. Oyó desde la habitación contigua que alguien había encendido el televisor. Aunque no estaba seguro. Los gemidos parecían bastante reales. Una sirena de policía rompió el silencio. ¡Mierda! Se dio la vuelta, la cama era tan blanda que tenía la espalda molida. Siempre le costaba dormir en esa cama, no sólo por culpa de la cama, sino porque la habitación amarilla era y seguía siendo un lugar extraño.

Una reunión en Larvik, le había dicho a su mujer. Y como siempre, cuando ella le preguntó, le dijo que no se acordaba del nombre del hotel en que iba a hospedarse, ¿sería el Rica? Ya la llamaría él si no se hacía demasiado tarde, le dijo. «Pero ya sabes cómo son esas cenas, querida.»

Bueno, su mujer no tenia de qué quejarse; le habia dado una vida mucho mejor de la que ella podía esperar con su procedencia social. Con él había visto mundo, había vivido en lujosas residencias diplomáticas, con un servicio doméstico completo, en algunas de las ciudades más bellas del mundo, había aprendido idiomas, había conocido a gente interesante. Y nunca tuvo que dar golpe. ¿Qué iba a hacer si se quedaba sola cuando en su vida había trabajado? Él representaba su medio de subsistencia, su familia, en resumen, todo lo que ella poseía. No, no estaba preocupado por lo que Elsa creyese o dejase de creer.

Aun así, era en ella en quien pensaba ahora. Que le gustaría estar allí con ella. Un cuerpo caliente y familiar contra la espalda, un brazo a su alrededor. Sí, un poco de calor después de todo ese frío.

Volvió a mirar el reloj. Podría decir que la cena había terminado pronto y que había decidido volver a casa. Ella se alegraría, pues odiaba estar sola por la noche en aquella casa tan grande.

Se quedó un rato escuchando los sonidos de la habitación contigua.

Luego se levantó resuelto y empezó a vestirse.

El anciano ha dejado de serlo. Y está bailando. Es un vals lento y ella tiene la cara apoyada en su cuello. Llevan bailando un buen rato, están sudorosos, su piel está tan ardiente que siente que se quema. Siente que ella sonríe. Él tiene ganas de seguir bailando, de bailar así, sólo abrazarla hasta que la casa haya sido pasto de las llamas, hasta que se haga de día, hasta que puedan abrir los ojos y ver que han llegado a otro lugar.

Ella murmura algo, pero la música está demasiado alta.

—¿Qué? —pregunta él acercando el oído a sus labios.

—Tienes que despertar —le dice.

Entonces abre los ojos. Parpadea en la oscuridad antes de ver suspendido en el aire el vaho blanco y compacto de su respiración. No había oído el coche. Se dio la vuelta rápidamente, lanzó un suspiro mientras intentaba sacar el brazo de debajo de su cuerpo. Lo despertó el sonido de la puerta del garaje. Oyó cómo aceleraba el coche y le dio tiempo a ver cómo la oscuridad del garaje engullía un Volvo azul. Se le había dormido el brazo derecho. En unos segundos, el hombre saldría, quedaría iluminado por la luz de la lámpara del garaje, cerraría la puerta y luego…, sería demasiado tarde.

El anciano forcejeó desesperado con la cremallera del saco de dormir hasta que pudo sacar el brazo izquierdo. La adrenalina bullía en la sangre de sus venas, pero aún remoloneaba el sueño en su cuerpo, como una capa de algodón que amortiguase todos los sonidos, impidiéndole ver con claridad. Oyó el ruido de la puerta del coche al cerrarse. Ya había conseguido sacar ambos brazos del saco de dormir y, por suerte, las estrellas le proporcionaron la claridad suficiente para encontrar el fusil y colocarlo debidamente. ¡Rápido, rápido! Apoyó la mejilla contra la culata fría del fusil. Apuntó con la mira. Parpadeó, no veía nada. Con mano trémula, logró retirar el trapo en que había envuelto la mira para que la lente no se cubriese de escarcha. ¡Así! Puso otra vez la mejilla contra la culata. ¿Y ahora qué? El garaje se veía desenfocado, debía de haber tocado el regulador de distancia sin querer. Oyó el sonido de la puerta del garaje al cerrarse. Giró el regulador de distancia hasta que vio perfectamente al hombre. Era alto y fornido y llevaba un abrigo de lana de color negro. Estaba de espaldas. El viejo parpadeó dos veces. El sueño aún velaba sus ojos como una especie de neblina.

Quería esperar a que el hombre se diese la vuelta, hasta estar seguro al cien por cien de que era la persona que buscaba. Sus dedos se curvaron alrededor del gatillo, presionándolo ligeramente. Habría sido más fácil con un arma como aquella con la que había practicado durante años, entonces habría tenido dominado el punto del gatillo y todos los movimientos habrían sido automáticos. Se concentraba en respirar. Matar a una persona no era difícil. No si te has entrenado para ello. Durante el comienzo de la batalla de Gettysburgo en 1863, dos compañías novatas se enfrentaron a una distancia de cincuenta metros y se dispararon varias veces sin que nadie resultase alcanzado, no porque fueran malos tiradores, sino porque apuntaban por encima de las cabezas de los contrarios. Simplemente, no fueron capaces de traspasar el umbral que representa matar a otro ser humano. Pero, después de la primera vez…

El hombre que estaba delante del garaje se dio la vuelta. Al verlo con los binoculares, daba la impresión de que miraba directamente al anciano. Era él, sin duda. Su dorso abarcaba casi la totalidad de la cruz de la mira. La neblina se disipaba ya de la cabeza del anciano. Contuvo la respiración y apretó el gatillo, despacio, con calma. Tenía que acertar al primer disparo, porque fuera del círculo de luz que bañaba la entrada del garaje, la oscuridad era total. El tiempo se detuvo. Bernt Brandhaug era hombre muerto. El anciano sintió que su cabeza estaba ya totalmente despejada.

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