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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (20 page)

BOOK: Petirrojo
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—¿Ah, sí?

Brockhard se acomodó en la silla con la mirada serena, claro indicio de que no era un hombre al que le gustase dejar traslucir su sorpresa.

—Tomó el tren nocturno desde Viena antes de la medianoche, se bajó en Salzburgo, donde aguardó hora y media la salida del tren nocturno en el sentido contrario. A las nueve ya estaba en Hauptbahnhof.

—Vaya… —Brockhard concentró la mirada en el bolígrafo que sostenía—. ¿Y qué explicación ha dado a tan absurdo viaje?

—Pues verás —dijo Helena sin darse cuenta de que sonreía—. Tal vez recuerdes que yo también llegué tarde aquella mañana.

—Sí…

—Es que yo también venía de Salzburgo.

—¿Ah, sí?

—Sí.

—Eso deberías explicármelo, Helena.

Y ella se lo explicó, con la vista clavada en la yema del dedo de Brockhard, justo debajo de la punta del bolígrafo se había formado una gota de sangre.

—Entiendo —dijo Brockhard una vez que ella hubo terminado—. Pensabais ir a París. Y ¿cuánto tiempo creíais poder esconderos allí?

—Bueno, ha quedado claro que no lo pensamos muy bien. Pero según Urías, deberíamos irnos a América, a Nueva York.

Brockhard soltó una risa seca.

—Eres una chica muy lista, Helena. Comprendo que ese traidor a la patria te haya cegado con sus dulces mentiras sobre América, pero ¿sabes qué?

—No.

—Te perdono. —Y, al ver la expresión estupefacta de Helena, prosiguió—: Sí, te perdono. Tal vez debiera castigarte, pero sé bien lo que una inquieta joven enamorada puede llegar a hacer.

—No es perdón lo que…

—¿Qué tal está tu madre? No debe de ser fácil, ahora que se ha quedado sola. A tu padre le cayeron tres años, ¿no es así?

—Cuatro. ¿Quieres hacerme el favor de escuchar, Christopher?

—Te ruego que no hagas ni digas nada de lo que puedas arrepentirte después, Helena. Lo que has dicho hasta ahora no cambia nada, nuestro acuerdo sigue como antes.

—¡No!

Helena se había levantado tan aprisa que volcó la silla, y, ya de pie, dejó sobre el escritorio la carta que llevaba en la mano.

—¡Léelo tú mismo! Ya no tienes poder sobre mí. Ni sobre Urías.

Brockhard miró la carta. Aquel sobre marrón abierto no le decía nada. Sacó el folio, se puso las gafas y empezó a leer:

Waffen-SS

Berlín, 21 de junio

Hemos recibido una petición del jefe superior de la policía noruega, Jonas Lie, de que sea usted reenviado a la policía de Oslo para prestar servicio. Dado que es usted ciudadano noruego, no hallamos razón alguna para no satisfacer este deseo. En consecuencia, esta orden anula cualesquiera órdenes anteriores sobre su destino a Wehrmacht.

La jefatura superior de la policía noruega le hará llegar los datos exactos de día, hora y lugar.

Heinrich Himmler,

Jefe superior de Schutzstaffel (SS)

Brockhard tuvo que mirar la firma dos veces. ¡El mismísimo Heinrich Himmler! Se fue a mirar la carta a contraluz.

Helena le advirtió:

—Puedes llamar e indagar si quieres, pero créeme, es auténtica.

Desde la ventana abierta se oía el canto de los pájaros en el jardín. Brockhard carraspeó un par de veces antes de hablar.

—De modo que le escribiste al jefe de la policía noruega, ¿no?

—No, yo no, fue Urías. Yo sólo busqué la dirección y eché la carta al correo.

—¿La echaste al correo?

—Sí. Bueno, no, en realidad no. La telegrafié.

—¿Toda la solicitud?

—Sí.

—Vaya, debió de costar… mucho dinero.

—Pues, así fue, pero era urgente.

—Heinrich Himmler… —dijo el doctor, más para sí que a Helena.

—Lo siento, Christopher.

El doctor volvió a reír secamente:

—¿Seguro? ¿No has conseguido lo que querías?

Ella obvió la pregunta y se obligó a dedicarle una sonrisa amable.

—Tengo que pedirte un favor, Christopher.

—¿Ah, sí?

—Urías quiere que me vaya con él a Noruega. Necesito una recomendación del hospital que me permita obtener un permiso para salir del país.

—¿Y ahora temes que le ponga trabas a esa recomendación?

—Tu padre es miembro del equipo directivo.

—Pues sí, en realidad, yo podría crearte problemas —dijo acariciándose la barbilla, la mirada fija en la frente de Helena.

—De todos modos, no puedes detenernos, Christopher. Urías y yo nos amamos. ¿Lo entiendes?

—¿Por qué iba a hacerle favores a la puta de un soldado?

Helena se quedó boquiabierta. Pese a que venía de alguien a quien despreciaba y que, sin lugar a dudas, estaba muy alterado, la palabra la alcanzó como una bofetada. Sin embargo, antes de que hubiese tenido tiempo de responder, el rostro de Brockhard cambió de expresión, como si el golpe lo hubiese alcanzado a él.

—Perdóname, Helena. Yo…, ¡mierda! —dijo volviéndole rápidamente la espalda.

Helena sólo quería levantarse y marcharse, pero no hallaba las palabras que la liberasen de su estado de conmoción. El doctor prosiguió, con voz cansada:

—No era mi intención herirte, Helena.

—Christopher…

—No lo entiendes. No creas que soy un pretencioso, pero tengo cualidades que sé que llegarías a valorar con el tiempo. Puede que haya ido demasiado lejos, pero piensa que siempre he tenido en mente tu propio bien.

Helena miraba fijamente su espalda. La bata le quedaba grande sobre los hombros estrechos y caídos. De pronto, pensó en el Christopher al que ella había conocido de niña. Tenía el cabello oscuro y rizado y llevaba un traje de hombre, pese a que sólo tenía doce años. Creyó recordar que un verano incluso estuvo enamorada de él.

Él respiraba tembloroso y con dificultad. Helena dio un paso vacilante hacia él. ¿Por qué sentía compasión por aquel hombre? Sí, ella sabía por qué. Porque su corazón rebosaba de felicidad, sin que ella hubiese hecho gran cosa para que así fuese. Mientras que Christopher Brockhard, que se esforzaba por ser feliz todos los días de su vida, sería siempre un hombre solitario.

—Christopher, tengo que irme.

—Sí, claro. Tú tienes que cumplir con tu deber, Helena.

La joven se levantó y se encaminó a la puerta.

—Y yo con el mío.

Capítulo 30

COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA

24 de Febrero de 2000

Wright lanzó una maldición. Había probado todos los interruptores del proyector para que la imagen se viese más definida, pero sin resultado.

Una voz bronca observó:

—Creo que es la imagen la que no está definida, Wright. O sea, que no es fallo del proyector.

—Bien, de todos modos, éste es Andreas Hochner —dijo Wright haciéndose sombra con la mano para ver a los presentes.

La habitación no tenía ventanas y, cuando se apagó la luz, quedó totalmente a oscuras. Según había oído Wright, también era segura contra las escuchas, aunque a saber lo que aquello significaba.

Además de Andreas Wright, teniente de los servicios de información del Ministerio de Defensa, sólo había en la sala tres personas: el mayor Bård Oyesen, de los servicios de información de Defensa, Harry Hole, el nuevo del CNI, y el propio jefe del CNI, Kurt Meirik. Fue Hole quien le envió por fax el nombre del traficante de armas de Johannesburgo. Y, desde entonces, no había dejado de reclamar información sobre él ni un solo día. De hecho, algunos miembros del CNI parecían creer que los servicios de información de Defensa no eran sino una subsección del CNI pero era evidente que no habían leído las disposiciones en las que se señalaba claramente que ambas eran instituciones colaboradoras con el mismo estatus. Wright, en cambio, sí las había leído. De modo que, finalmente, le explicó al nuevo del CNI que aquello que no tenía prioridad debía esperar. Media hora más tarde, el propio Meirik lo llamó por teléfono asegurándole que el asunto tenía prioridad. ¿Por qué no lo habrían dicho desde un principio?

La borrosa imagen en blanco y negro mostraba un hombre que salía de un restaurante y parecía tomada a través de la ventanilla de un coche. El hombre tenía el rostro ancho y tosco, los ojos oscuros y una gran nariz poco definida sobre un espeso bigote negro.

—«Andreas Hochner, nacido en Zimbabue en 1954 de padres alemanes» —leyó Wright en voz alta, en los documentos que llevaba consigo—. Antiguo mercenario en el Congo y Suráfrica, se dedica al tráfico de armas desde mediados de los ochenta, probablemente. A los diecinueve años fue acusado, junto con otras seis personas, del asesinato de un muchacho negro en Kinshasa, pero fue absuelto por falta de pruebas. Casado y divorciado dos veces. El tipo para el que trabajaba en Johannesburgo era sospechoso de vender armamento antiaéreo a Siria y de comprar armas químicas a Irak. Se dice que le vendió a Karadzic rifles especiales durante la guerra de Bosnia y que entrenó a francotiradores durante el sitio de Sarajevo. Esta última información no está confirmada.

—Ahórranos los detalles, por favor —dijo Meirik al tiempo que miraba su reloj, que, aunque iba con retraso, llevaba en el dorso una encantadora inscripción del Estado Mayor del ejército.

—Muy bien —aceptó Wright antes de pasar unas cuantas hojas—. Andreas Hochner fue una de las cuatro personas detenidas en diciembre, durante una redada realizada en Johannesburgo en el domicilio de un traficante de armas. En relación con dicha redada encontraron una lista codificada donde uno de los pedidos, un rifle de la marca Märklin, iba señalado con la palabra Oslo y la fecha 21 de diciembre. Y eso es todo.

Se hizo un silencio sólo interrumpido por el ronroneo del ventilador del proyector. Alguien, tal vez Bård Ovesen, se aclaró la garganta. Wright se hizo sombra con la mano.

—¿Cómo sabemos que es Hochner precisamente la persona clave en este asunto? —preguntó Ovesen.

Entonces se oyó la voz de Harry Hole:

—Yo estuve hablando con Esaias Burne, un inspector de policía de Hillbrow, Johannesburgo. Me dijo que, después de la detención, registraron los apartamentos de los implicados y que, en el de Hochner, encontraron un pasaporte interesante, con su foto, pero con otro nombre.

—Un traficante de armas con pasaporte falso no tiene nada de… sensacional —observó Ovesen.

—Estaba pensando más bien en uno de los sellos del pasaporte. Oslo, Noruega, 10 de diciembre.

—Es decir, que ha estado en Oslo —concluyó Meirik—. En la lista de clientes figura un nombre noruego y hemos encontrado casquillos de bala vacíos de ese superrifle. De modo que podemos suponer que Andreas Hochner ha estado en Noruega y que participó en una compraventa. Pero ¿quién es el noruego de la lista?

—Por desgracia, esa lista no es una relación normal de pedidos, con el nombre y la dirección de los clientes —se oyó la voz de Harry—. El cliente de Oslo figura con el nombre de Urías, que, seguramente, será un nombre en clave. Y según Burne, el inspector de Johannesburgo, Hochner no tiene el menor interés en hablar.

—Yo creía que los métodos que la policía de Johannesburgo aplica en los interrogatorios eran absolutamente eficaces —dijo Ovesen.

—Seguro que sí pero, al parecer, Hochner corre un riesgo mayor si habla que si calla. La lista de clientes es larga…

—He oído que en Suráfrica utilizan corriente eléctrica —apuntó Wright—. En la planta de los pies, en los pezones y…, bueno, muy doloroso. Por cierto, ¿no podría alguien encender la luz?

—En un asunto que incluye la compra de armas químicas a Sadam, un viaje de negocios a Oslo con un solo rifle resulta bastante insignificante. Además, creo que los surafricanos se guardan la electricidad para cuestiones más importantes, por así decirlo. Por otro lado, no es seguro que Hochner sepa quién es Urías. Y, mientras nosotros no sepamos quién es, hemos de formularnos la siguiente pregunta: ¿cuáles son sus planes? ¿Un atentado? ¿Un ataque terrorista? —señaló Harry.

—O un robo —apuntó Meirik.

—¿Con un rifle Märklin? —preguntó Ovesen—. Eso es matar hormigas a cañonazos.

—Un atentado relacionado con el narcotráfico, tal vez —propuso Wright.

—Bueno —intervino Harry—. Una pistola bastó para asesinar a Olof Palme, el hombre más protegido de Suecia. Y jamás encontraron al asesino. De modo que, ¿por qué usar un arma de más de medio millón de coronas para matar a alguien aquí?

—¿Qué sugieres tú, Harry?

—Tal vez el objetivo no sea un noruego, sino alguien de fuera. Alguien que constituya un objetivo constante para los terroristas, pero demasiado bien protegido para ser asesinado en un atentado en su país. Alguien que les parezca más fácil de asesinar en un país pequeño y pacífico donde cuentan con que la seguridad será la mínima.

—¿Quién? —preguntó Ovesen—. Ahora mismo, no hay en Noruega ningún dignatario extranjero susceptible de amenaza de asesinato.

—Ni ninguno que vaya a venir —añadió Meirik.

—Tal vez sea un plan más a largo plazo —observó Harry.

—Pero el arma llegó hace un mes —objetó Ovesen—. No es lógico que unos terroristas extranjeros vengan a Noruega un mes antes de que tenga lugar la operación.

—Es posible que no sea un extranjero, sino un noruego.

—No hay nadie en Noruega capaz de realizar una misión de esa envergadura —aseguró Wright buscando a tientas el interruptor de la luz.

—Exacto —convino Harry—. Ésa es la cuestión.

—¿La cuestión?

—Suponed que un conocido terrorista extranjero quiere asesinar a alguien de su propio país y que esa persona va a viajar a Noruega. El despliegue de vigilancia policial de su país sigue cada paso de su objetivo de modo que, en lugar de arriesgarse a cruzar la frontera, se pone en contacto con gente de un entorno noruego que pueda tener los mismos motivos que él mismo para cometer el crimen. Que dicho entorno esté compuesto de aficionados es, en realidad, una ventaja, pues eso le garantiza que la vigilancia policial no se centrará en ellos.

—Sí, los casquillos de bala vacíos pueden indicar que se trata de aficionados —observó Meirik.

—El terrorista y el aficionado acuerdan que el terrorista financia la compra de un arma muy cara y después cortarán todo contacto, no habrá nada que pueda conducirnos hasta el terrorista. Así, él habrá puesto en marcha un proceso sin tener que correr ningún riesgo, salvo el financiero.

—Pero ¿qué ocurrirá si el aficionado no es capaz de llevar a cabo la misión? —preguntó Ovesen—. ¿O si decide vender el arma y largarse con el dinero?

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