Read Petirrojo Online

Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (8 page)

BOOK: Petirrojo
3.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿A un país capitalista? —La voz de Daniel se había vuelto más incisiva—. Una democracia en manos de los ricos, abandonada al azar y a gobernantes corruptos.

—Mejor eso que el comunismo.

—Las democracias están acabadas, Gudbrand. Fíjate en Europa. Inglaterra y Francia estaban a punto de hundirse mucho antes del comienzo de la guerra, podridas de paro y explotación por todas partes. Sólo hay dos personas lo bastante fuertes como para evitar el caos ahora: Hitler y Stalin. Ésas son las opciones que tenemos. Un pueblo hermano, o unos bárbaros. Casi no hay nadie en Noruega que haya comprendido la suerte que supuso para nosotros que los primeros en llegar fuesen los alemanes y no los matarifes de Stalin.

Gudbrand asintió. No sólo por lo que decía Daniel, sino por el modo en que lo decía, con aquel grado de convicción.

De repente, todo estalló y el cielo se inundó de un resplandor blanco, la pendiente se abrió en dos y los destellos amarillos se tornaron marrones y blancos por la mezcla de tierra y nieve que parecía alzarse del suelo por sí misma cada vez que caía una granada.

Gudbrand estaba en el fondo de la trinchera con las manos sobre la cabeza cuando el ataque terminó, tan pronto como había empezado. Asomó la cabeza y, en el borde, detrás de la ametralladora, vio a Daniel tendido en el suelo y muerto de risa.

—Pero ¿qué haces? —le gritó Gudbrand—. ¡Toca la sirena, pon en alerta a todos los hombres!

Pero Daniel seguía riendo aún más.

—Mi querido amigo —gritó, con lágrimas de risa en los ojos—. ¡Feliz Año Nuevo!

Daniel señaló el reloj y Gudbrand empezó a comprender. Era obvio que Daniel sabía que se oiría la salva de Año Nuevo de los rusos pues, ya más tranquilo, metió la mano en la nieve que había amontonada frente al puesto de guardia para ocultar la metralleta.

—¡Coñac! —gritó alzando triunfante una botella con un poquito de líquido marrón—. Llevo más de tres meses guardándolo. Toma.

Gudbrand se arrodilló y miró riendo a Daniel, que estaba de pie.

—¡Tú primero! —gritó Gudbrand.

—¿Seguro?

—Totalmente, amigo mío, tú eres el que lo ha guardado. ¡Pero no te lo bebas todo!

Daniel le dio un manotazo al corcho, haciéndolo saltar de la botella, y la empinó.

—¡Por Leningrado! En primavera, podremos brindar en el Palacio de Invierno —proclamó quitándose la gorra del uniforme ruso—. Y este verano, estaremos en casa y seremos vitoreados como héroes en nuestra querida Noruega.

Se acercó la botella a los labios y echó la cabeza hacia atrás mientras el líquido marrón bajaba bailoteando a borbotones. La luz de los destellos que descendían despacio se reflejaba en el cristal y, durante los años siguientes, Gudbrand se preguntaría una y otra vez si no sería aquello lo que vio el francotirador ruso: los destellos de luz en la botella. Un minuto después, Gudbrand oyó un sonido breve y sordo y la botella explotó en la mano de Daniel. Llovieron trozos de cristal y gotas de coñac y Gudbrand cerró los ojos instintivamente. Notó que se le mojaba la cara, algo le fluía por las mejillas y, en un acto reflejo, sacó la lengua y paladeó unas gotas. No sabía prácticamente a nada, sólo a alcohol y a algo más, algo dulce y metálico. Era viscoso, seguramente debido al frío, pensó Gudbrand abriendo los ojos. No podía ver a Daniel en el borde de la trinchera. Se habría agachado detrás de la ametralladora cuando comprendió que los habían visto, pensó Gudbrand. Pero enseguida notó que se le aceleraba el corazón.

—¡Daniel!

Ninguna respuesta.

—¡Daniel!

Gudbrand se levantó y gateó hasta el borde. Daniel estaba tumbado boca arriba con la cartuchera debajo de la cabeza y la gorra del uniforme sobre la cara. La nieve aparecía regada de sangre y de coñac. Gudbrand retiró la gorra. Daniel miraba el cielo estrellado fijamente y con los ojos muy abiertos. Tenía un agujero grande y negro abierto en medio de la frente. Gudbrand aún conservaba el sabor dulce y metálico en la boca y sintió náuseas.

—Daniel.

Sólo era un susurro que escapó de entre sus labios resecos. Pensó que Daniel parecía un niño pequeño que fuese a dibujar ángeles en la nieve pero que, de repente, se hubiese dormido. Dejó escapar un sollozo y empezó a tirar de la manivela de la sirena, y mientras los destellos caían despacio, el lamento penetrante de la sirena se elevó hasta el cielo.

«No era así como tenía que terminar», fue cuanto acertó a pensar Gudbrand.

¡Uuuuuuuu-uuuuuuu!

Edvard y los otros habían salido y estaban ya detrás de él. Alguien gritó su nombre, pero Gudbrand no lo oía, simplemente daba vueltas y más vueltas a la manivela. Al final, Edvard se acercó y la detuvo con la mano. Gudbrand la soltó sin volverse y se quedó mirando fijamente hacia el borde de la trinchera y el cielo, mientras las lágrimas se le congelaban en las mejillas. El canto de la sirena disminuía hasta perderse.

—No era así como tenía que terminar —susurró.

Capítulo 11

LENINGRADO

1 de Enero de 1943

Cuando se llevaron a Daniel, tenía cristales de nieve debajo de la nariz, en la comisura de los ojos y en los labios. Muchas veces los dejaban hasta que estuviesen tiesos del todo, entonces eran más fáciles de transportar. Pero Daniel entorpecía el paso a los que tenían que manejar la metralleta, así que dos hombres lo arrastraron hasta un saliente de la trinchera, unos metros más allá, donde lo dejaron sobre dos cajas de munición vacías que habían guardado para hacer fuego. Hallgrim Dale le había puesto un saco de leña en la cabeza para evitar que viesen la máscara de la muerte y su desagradable mueca. Edvard había llamado a la fosa común del sector norte y les había explicado dónde se encontraba Daniel. Le prometieron que enviarían a dos enterradores durante la noche. Entonces el jefe del pelotón ordenó a Sindre que se levantase de la cama y se encargase del resto de la guardia junto con Gudbrand. Lo primero que tenían que hacer era limpiar el fusil manchado.

—Han bombardeado Colonia —dijo Sindre.

Estaban echados uno junto al otro en el borde de la trinchera, en el estrecho hueco desde el que podían observar la tierra de nadie. Gudbrand se dio cuenta de que no le gustaba estar tan cerca de Sindre.

—Y Estalingrado se va a la mierda —continuó.

Gudbrand no notaba el frío, como si tuviese el cuerpo y la cabeza rellenos de algodón, como si ya nada le afectase. Todo lo que sentía era el metal helado que le quemaba el cuerpo y los dedos entumecidos que no querían obedecer. Lo intentó otra vez. La culata y el mecanismo del gatillo de la ametralladora estaban ya en la manta de lana que había a su lado, en la nieve, pero lo peor era aflojar el cerrojo. En Sennheim se habían entrenado en desmontar y montar la metralleta con los ojos vendados. Sennheim, en la bella y cálida Alsacia alemana. Pero cuando no podías sentir los dedos, era distinto.

—No lo has oído —dijo Sindre—. Los rusos nos van a pillar. Igual que pillaron a Gudeson.

Gudbrand se acordaba del capitán alemán de la Wehrmacht que tanto se había reído cuando Sindre le contó que procedía de una granja a las afueras de un lugar llamado Toten.


Toten? Wie im Totenreich?
4
—dijo entre risas.

Se le escapó el cerrojo.

—¡Mierda! —exclamó Gudbrand temblando de frío—. Es toda esa sangre, ha hecho que se congelen las piezas.

Se quitó las manoplas, puso la boca de la pequeña botella de lubricante en el cerrojo y apretó. El frío había vuelto el líquido viscoso y espeso, pero sabía que el aceite disolvería la sangre. Cuando se le inflamó el oído, también había utilizado lubricante.

Sindre se inclinó de repente hacia Gudbrand y hurgó en una de las balas con la uña.

—Vaya por Dios —dijo. Miró a Gudbrand y sonrió enseñando los dientes, afeados por unas manchas de color marrón. Su cara pálida y sin afeitar estaba tan cerca que Gudbrand podía oler el aliento podrido que todos despedían después de llevar allí un tiempo. Sindre apartó el dedo—. ¿Quién habría imaginado que Daniel tuviese tanto cerebro?

Gudbrand se volvió. Sindre escrutaba la punta del dedo.

—Pero no lo utilizaba mucho —continuó—. Porque, de haberlo hecho, no habría vuelto de la tierra de nadie aquella noche. Os oí hablar de ir al otro lado. Sí, erais, bueno…, muy buenos amigos, vosotros dos.

Al principio, Gudbrand no lo oía, las palabras parecían venir desde muy lejos. Pero después le llegó el eco y, de repente, sintió que su cuerpo volvía a entrar en calor.

—Los alemanes nunca permitirán que nos retiremos —dijo Sindre—. Vamos a morir aquí, como cabrones. Deberíais haberos marchado. Tengo entendido que los bolcheviques no son tan duros como Hitler con gente como tú y Daniel. Si tienes contactos, quiero decir.

Gudbrand no contestó. Sentía que el calor llegaba hasta la punta de los dedos.

—Hemos pensado largarnos esta noche —dijo Sindre—. Hallgrim Dale y yo. Antes de que sea demasiado tarde.

Se dio la vuelta sobre la nieve y miró a Gudbrand.

—No pongas esa cara de susto, Johansen —dijo sonriente—. ¿Por qué crees que hemos dicho que estábamos enfermos?

Gudbrand encogió los dedos de los pies en las botas. Realmente, podía sentirlos. Era una sensación caliente y agradable. También sentía otra cosa.

—¿Quieres acompañarnos, Johansen? —preguntó Sindre.

¡Las pulgas! ¡Tenía calor, pero no podía sentir las pulgas! Hasta el zumbido del interior del casco había cesado.

—Así que fuiste tú quien difundió esos rumores —dijo Gudbrand.

—¿Qué? ¿Qué rumores?

—Daniel y yo hablábamos de ir a América, no de pasarnos al bando ruso. Y no ahora, sino después de la guerra.

Sindre se encogió de hombros, miró el reloj y se puso de rodillas.

—Si lo intentas, te pego un tiro —dijo Gudbrand.

—¿Con qué? —preguntó Sindre, haciendo un gesto hacia las piezas del arma que había sobre de la manta.

Los rifles estaban en el habitáculo y ambos sabían que Gudbrand no tendría tiempo de ir y volver antes de que Sindre hubiese desaparecido.

—Quédate aquí y muere si quieres, Johansen. Dile a Dale que me siga.

Gudbrand metió la mano por dentro del uniforme y sacó la bayoneta. La luz de la luna brilló en la hoja mate de acero. Sindre negó con un gesto.

—Tú y Gudeson y los hombres como vosotros sois unos soñadores. Es mejor que guardes el cuchillo y te vengas con nosotros. Los rusos recibirán nuevas provisiones por el lago Ladoga dentro de poco. Carne fresca.

—No soy un traidor —dijo Gudbrand.

Sindre se levantó.

—Si intentas matarme con esa bayoneta nos oirá el puesto de escucha de los holandeses y darán la alarma. Usa la cabeza. ¿Quién de los dos piensas que creerán que intentaba impedir que el otro huyera? ¿Tú, cuando ya han corrido rumores de que planeabas fugarte, o yo, que soy miembro del partido?

—Siéntate, Sindre Fauke.

Sindre se rió.

—Tú no eres un asesino, Gudbrand. Me largo; ahora. Dame cincuenta metros antes de dar la alarma, así no te podrán acusar de nada.

Se miraron el uno al otro. Unos copos de nieve ligeros y diminutos empezaron a caer entre los dos hombres. Sindre sonrió:

—Luz de luna y nieve al mismo tiempo, no se ve muy a menudo, ¿verdad?

Capítulo 12

LENINGRADO

2 de Enero de 1943

La trinchera donde se hallaban los cuatro hombres estaba situada a dos kilómetros al norte de su propio pelotón, justo donde las trincheras serpenteaban hacia atrás formando algo parecido a un lazo. El hombre que lucía el grado de capitán estaba de pie delante de Gudbrand pateando la tierra. Nevaba y, encima de la gorra de oficial, se había acumulado una fina capa blanca. Edvard Mosken miraba a Gudbrand junto al capitán, con un ojo muy abierto y el otro medio cerrado.


So
—dijo el capitán—.
Er ist hinüber zu den Russen geflohen
?
5


Ja
6
—afirmó Gudbrand.


Warum?
7


Das weiss ich nicht
.
8

El capitán miraba al aire, se pasaba la lengua por los dientes y pateaba la tierra. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, murmuró unas palabras a su
Rottenführer,
el cabo alemán que iba con él, e hicieron el saludo militar. La nieve crujía bajo sus pies mientras se alejaban.

—Ya está —dijo Edvard, que seguía mirando a Gudbrand.

—Sí —dijo Gudbrand.

—No ha sido una investigación muy exhaustiva.

—No.

—Quién lo diría.

El ojo muy abierto seguía clavando su mirada huera en Gudbrand.

—Aquí los hombres desertan constantemente —dijo Gudbrand—. No podrían investigar a todos los que…

—Quiero decir, quién iba a pensar tal cosa de Sindre. Que sería capaz de algo así.

—Sí, quién lo iba a decir —admitió Gudbrand.

—Y de una forma tan poco astuta. Tan sólo levantarse y echar a correr.

—Sí.

—¡Qué pena lo de la metralleta! —La voz de Edvard denotaba un frío sarcasmo.

—Sí.

—Y tampoco tuviste tiempo de alertar a los guardias de los holandeses.

—Grité, pero ya era tarde. Y estaba oscuro.

—Había luna —observó Edvard.

Se miraron fijamente.

—¿Sabes lo que creo? —dijo Edvard.

—No.

—Sí que lo sabes, lo veo. ¿Por qué, Gudbrand?

—Yo no lo he matado. —Gudbrand tenía la mirada clavada en el ojo de cíclope de Edvard—. Intenté hablarle. No quería escucharme. Se fue corriendo. ¿Qué podía hacer yo?

Ambos respiraban pesadamente, inclinados el uno hacia el otro, expuestos a un viento que no tardaba en borrar el vaho que surgía de sus bocas.

—Recuerdo la última vez que pusiste esa cara, Gudbrand. Fue la noche en que mataste a aquel ruso en el habitáculo.

Gudbrand se encogió de hombros. Edvard posó una manopla helada sobre su brazo.

—Escucha. Sindre no es un buen soldado. Probablemente, tampoco sea buena persona. Pero no somos unos inmorales y debemos intentar mantener cierta dignidad en medio de todo esto, ¿lo comprendes?

—¿Puedo irme ya?

Edvard miró a Gudbrand. Los rumores de que Hitler ya no estaba ganando en todos los frentes habían empezado a llegar hasta ellos. Aun así, el flujo de voluntarios noruegos seguía aumentando, y Daniel y Sindre ya habían sido sustituidos por dos chicos de Tynset. Caras siempre nuevas y jóvenes. Algunos permanecían en la memoria, otros serían olvidados en cuanto desapareciesen. Daniel era uno de los que Edvard recordaría, lo sabía. Como también sabía que, en poco tiempo, la cara de Sindre se habría borrado de su memoria. Borrada. El pequeño Edvard cumpliría dos años dentro de unos días. Decidió no pensar en ello.

BOOK: Petirrojo
3.15Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Warrior by Jennifer Fallon
The Empty Mirror by J. Sydney Jones
The Sexorcist by Vivi Andrews
The Troll Whisperer by Sera Trevor
WildOutlaws by Destiny Blaine
Wickham Hall, Part 2 by Cathy Bramley
Forget Me Not by Crystal B. Bright
Bike Week Blues by Mary Clay
Heart of Stone by Warren, Christine