—Duerme —recomendó él, como respondiendo a sus pensamientos.
—Sí —convino ella.
Le pareció oír a lo lejos una alarma aérea, mientras el mundo se esfumaba a su alrededor.
—¿Qué?
Oyó su propia voz cuando Urías la despertó y se puso de pie. Lo primero que pensó al ver al hombre uniformado en el umbral de la puerta fue que los habían descubierto, que habían conseguido dar con ellos.
—Los billetes, por favor.
—¡Oh! —se oyó decir Helena.
Intentaba serenarse, pero no le pasó inadvertida la mirada escrutadora del revisor mientras ella rebuscaba febrilmente en el bolso. Por fin encontró los billetes de color amarillo que había comprado en la estación de Viena y se los entregó al revisor. El hombre los estudió con atención mientras se balanceaba hacia delante y hacia atrás al ritmo del traqueteo del tren. Y, en opinión de Helena, le llevó más tiempo del necesario.
—¿Van ustedes a París? —preguntó el revisor—. ¿Van juntos?
—Así es —contestó Urías.
El revisor era un hombre de cierta edad que los observaba con curiosidad.
—Deduzco por su acento que no es usted austríaco, ¿verdad?
—No. Soy noruego.
—¡Ah, Noruega! Dicen que es un país muy hermoso.
—Sí, gracias, lo es.
—Así que se ha presentado usted voluntario para luchar por Hitler, ¿no es así?
—Sí. He estado en el frente oriental. Al norte.
—¿Ah, sí? ¿Dónde exactamente?
—En Leningrado.
—Ajá. ¿Y ahora va usted a París en compañía de su…?
—Amiga.
—Amiga, eso es. ¿De permiso, quizá?
—Sí.
El revisor picó los billetes.
—¿De Viena? —preguntó dirigiéndose a Helena al tiempo que le devolvía los billetes.
La joven asintió.
—Veo que es usted católica —comentó el revisor señalando el crucifijo que Helena llevaba sobre la camisa, colgado de una cadena—. Mi esposa también lo es.
El hombre se echó hacia atrás y miró a ambos lados del pasillo, antes de preguntarle al noruego:
—¿Le ha enseñado su amiga la catedral de San Esteban, en Viena?
—No. Estuve en el hospital, así que, por desgracia, no he visto casi nada de la ciudad.
—Entiendo. ¿Un hospital católico, quizá?
—Sí, Rudo…
—Sí —interrumpió Helena—. Un hospital católico.
—Ajá.
¿Por qué no se iba ya el revisor?, se preguntaba Helena.
El hombre carraspeó un poco.
—Eso es —dijo Urías.
—No es asunto mío, pero espero que se haya acordado de traer los documentos del permiso.
—¿Los documentos? —preguntó Helena.
Ella había estado de viaje en Francia con su padre en dos ocasiones anteriores y no se le había pasado por la mente pensar que necesitarían otra documentación que el pasaporte.
—Sí, claro, en su caso no hay ningún problema,
Fräulein,
pero en el de su amigo, que va uniformado, es esencial que lleve la documentación que indique dónde está destinado y adónde se dirige.
—¡Pues claro que tenemos esos papeles! —exclamó Helena—. ¿No creerá usted que hemos salido de viaje sin ellos?
—No, no, desde luego —se apresuró a contestar el revisor—. Sólo quería recordárselo. Hace tan sólo unos días…
Se interrumpió para centrar su mirada en el noruego.
—… se llevaron a un joven que, al parecer, no tenía permiso para ir a donde se dirigía, por lo que podía considerarse un traidor. Lo sacaron al andén y lo fusilaron en el acto.
—¿Bromea usted?
—Por desgracia, no. No es mi intención asustarlo, pero la guerra es la guerra. Y usted lo tiene todo en orden, de modo que, cuando lleguemos a la frontera con Alemania, justo después de Salzburgo, no tendrá por qué preocuparse.
El vagón se bamboleó y el revisor tuvo que agarrarse bien al marco de la puerta. Los tres se miraron en silencio.
—¿Así que ése es el primer control? —quiso saber Urías—. ¿Después de Salzburgo?
El revisor asintió.
—Gracias —respondió Urías.
El revisor se aclaró la garganta una vez más.
—Yo tenía un hijo de su edad. Cayó en el frente oriental, en Dnerp.
—Lo siento.
—En fin. Siento haberla despertado,
Fräulein.
Mein Herr…
Se tocó la gorra, imitando el saludo militar, y se marchó.
Helena comprobó que la puerta estuviese bien cerrada. Después, se sentó cubriéndose el rostro con las manos.
—¿Cómo he podido ser tan ingenua? —sollozó.
—Vamos, vamos —la tranquilizó él rodeándola con sus brazos—. Yo debería haber pensado en la documentación. Sé que no puedo desplazarme a mi antojo.
—Pero ¿y si les dices que estás de baja y que quieres ir a París? París forma parte del Tercer Reich, es un…
—Entonces llamarán al hospital y Brockhard les dirá que me he escapado.
Ella se reclinó llorando contra su regazo mientras él le acariciaba el suave cabello castaño.
—Además, debí imaginar que era demasiado fantástico para ser cierto —añadió Urías—. Quiero decir…, ¿la enfermera Helena y yo en París?
La joven sabía que bromeaba:
—No, lo más seguro es que me despierte de pronto en mi cama del hospital pensando, ¡vaya sueño! Y me alegraré cuando vengas con el desayuno. Además, mañana por la noche tienes guardia, no lo habrás olvidado, ¿verdad? Entonces te contaré el día en que Daniel robó veinte raciones de comida de un campamento sueco.
Ella levantó hacia él su rostro, húmedo por el llanto.
—Bésame, Urías.
SILJAN, TELEMARK
22 de Febrero de 2000
Harry volvió a echar un vistazo al reloj y aceleró un poco. Tenía la cita a las cuatro, es decir, hacía media hora. Si llegaba después del crepúsculo, habría malgastado el viaje. Lo que quedaba de los clavos de los neumáticos se hundía en el hielo con un crujido. Aunque no había recorrido más de cuarenta kilómetros por el serpenteante camino forestal cubierto de hielo, Harry tenía la sensación de que hacía ya varias horas que había dejado la carretera principal. Las gafas de sol baratas que se había comprado en la estación de servicio Shell no le eran de gran ayuda y el reflejo del sol sobre la nieve le dañaba los ojos.
De pronto, vio a un lado de la carretera el coche de policía con la placa de Skien. Frenó con cuidado, aparcó justo detrás y bajó los esquíes de la baca. Eran de un fabricante de Trøndelag que había quebrado hacía ya quince años, aproximadamente cuando él los enceró por última vez, pues la cera se había convertido en una masa pastosa y gris bajo los esquíes. Halló la pista que iba desde el camino hasta la cabaña, según le habían explicado. Los esquíes se aferraban como adheridos a la pista; no habría resbalado ni aunque lo hubiese intentado. Cuando encontró la cabaña, el sol ya estaba bajo en el horizonte. En la escalera que subía hacia la cabaña de madera tratada con impermeabilizante de color negro había dos hombres sentados con el anorak puesto y, junto a ellos, un muchacho que Harry, que no conocía a ningún adolescente, calculó que tendría entre doce y dieciséis años.
—¿Ove Bertelsen? —preguntó apoyándose en los bastones mientras recobraba el aliento.
—Soy yo —aclaró uno de los hombres, que se levantó y le tendió la mano—. Y éste es el oficial Folldal.
El otro hombre asintió comedido.
Harry se figuró que el jovencito debía de ser quien había encontrado los casquillos vacíos.
—Me imagino que es una maravilla dejar el aire de Oslo —comentó Bertelsen.
Harry sacó el paquete de tabaco.
—Más maravilla aún debe de ser dejar el aire de Skien, creo yo.
Folldal se quitó la gorra de policía y enderezó la espalda.
Bertelsen sonrió:
—Diga lo que diga la gente, el aire de Skien es más puro que el de ninguna otra ciudad de Noruega.
Harry protegió la cerilla con los dedos y encendió el cigarrillo.
—¿Ah, sí? Pues lo recordaré para la próxima. ¿Habéis encontrado algo?
—Está por aquí.
Los tres se ajustaron los esquíes y, con Folldal al frente, formaron una fila y pusieron rumbo a una pista que desembocaba en un claro del bosque. Folldal señaló con el bastón una piedra negra que sobresalía veinte centímetros de la delgada capa de nieve.
—El chico encontró los casquillos vacíos en la nieve, junto a la roca. Lo más seguro es que se trate de un tirador que ha estado practicando. Ahí se ven las huellas de los esquíes. Lleva más de una semana sin nevar, así que pueden ser suyas. Parece que ha utilizado esquíes anchos, típicos de Telemark.
Harry se acuclilló. Pasó un dedo por la piedra hasta tocar el borde exterior de la ancha huella del esquí.
—Sí…, o unos viejos esquíes de madera.
—¿Ah, sí?
Harry sostenía en la mano una pequeñísima astilla de madera de color claro.
—¡Qué más da! —dijo Folldal mirando a Bertelsen.
Harry se volvió hacia el muchacho, que llevaba unos pantalones anchos de tela recia con bolsillos por todas partes y un gorro de lana encajado hasta las orejas.
—¿En qué lado de la roca encontraste los casquillos?
El chico señaló el lugar. Harry se quitó los esquíes, rodeó la piedra y se tumbó boca arriba sobre la nieve. El cielo se había vuelto de un color azul claro, como suele ocurrir antes del ocaso en los claros días de invierno. Después se puso de lado y oteó por encima de la roca el lugar por el que habían llegado. En la abertura del claro había cuatro troncos de madera.
—¿Habéis encontrado las balas o marcas de disparos?
Folldal se rascó la nuca.
—¿Quieres decir que si hemos inspeccionado todos los troncos de madera en medio kilómetro a la redonda?
Bertelsen se tapó la boca discretamente con la manopla. Harry sacudió la ceniza del cigarrillo y observó la punta incandescente.
—No, quiero decir que si habéis comprobado esos tocones de ahí.
—¿Y por qué íbamos a comprobar ésos, precisamente? —preguntó Folldal.
—Porque el Märklin es uno de los rifles más pesados del mundo. Una escopeta de quince kilos no está pensada para disparar de pie, así que es lógico suponer que hayan utilizado esta piedra para apoyar la culata. Los casquillos de un Märklin caen por la derecha. Puesto que los casquillos están a este lado de la piedra, el individuo habrá disparado hacia el lugar por el que vinimos. En tal caso, no sería ilógico que hubiese apuntado un par de tiros a uno de los troncos, ¿o sí?
Bertelsen y Folldal se miraron.
—Muy bien, pues los miraremos —concedió Bertelsen.
—A menos que eso sea un escarabajo gigante… —le comentó Bertelsen tres minutos después—… yo creo que es un agujero de bala gigante.
Apoyó las rodillas en la nieve y metió el dedo en uno de los troncos.
—¡Joder! La bala ha entrado muy adentro, no llego a tocarla.
—Mira por el agujero —sugirió Harry.
—¿Para qué?
—Para ver si lo ha atravesado —explicó Harry.
—¿Atravesar este pedazo de tronco de abeto?
—Tú mira si ves la luz del día.
Harry oyó que Folldal resoplaba a su espalda. Bertelsen aplicó el ojo al agujero.
—¡Pero, por Dios bendito…!
—¿Ves algo? —gritó Folldal.
—¡Lo creas o no, veo la mitad del río Siljan!
Harry se volvió hacia Folldal, que a su vez se había girado para escupir.
Bertelsen se puso de pie.
—¿De qué sirve un chaleco antibalas si te disparan con uno de ésos? —se lamentó.
—De nada —sentenció Harry—. Lo único que sirve es una coraza —dijo antes de aplastar la colilla contra el tronco seco—. Una coraza muy gruesa —se corrigió.
Permaneció de pie frotando los esquíes contra la nieve bajo sus pies.
—Vamos a tener una conversación con las gentes de las cabañas vecinas —dijo Bertelsen—. Puede que alguien haya visto algo. O que se les ocurra confesar que alguno de ellos es propietario de ese rifle del demonio.
—Desde que concedimos el permiso general de armas el año pasado… —comenzó Folldal, que, no obstante, calló enseguida, al ver la mirada de Bertelsen.
—¿Hay algo más que podamos hacer? —le preguntó Bertelsen a Harry.
—Bueno —dijo Harry lanzando una sombría mirada a la carretera—. ¿Qué os parece si empujáis un poco mi coche?
HOSPITAL RUDOLPH II, VIENA
23 de Junio de 1944
Helena Lang tuvo una sensación de
déjà-vu.
Las ventanas estaban abiertas y el calor de la mañana estival llenaba el pasillo con el aroma a césped recién cortado. Las dos últimas semanas se habían producido bombardeos todas las noches, pero ella no prestó atención al olor a humo. Llevaba una carta en la mano. ¡Una carta maravillosa! Incluso la jefa de las enfermeras, siempre tan huraña, se rió cuando oyó el alegre «
Guten Morgen»
de Helena.
El doctor Brockhard alzó la vista de sus papeles, sorprendido cuando Helena entró en su despacho sin llamar siquiera.
—¿Y bien? —preguntó el doctor.
Se quitó las gafas y clavó en ella una fría mirada. Helena atisbó una pizca de su lengua, con la que sujetaba la patilla de las gafas. La joven se sentó.
—Christopher —comenzó, aunque no lo llamaba por su nombre de pila desde que eran niños—. Tengo algo que decirte.
—Bien —dijo el doctor—. Era precisamente lo que esperaba.
Ella sabía muy bien a qué se refería: esperaba una explicación de por qué ella no había acudido aún a su apartamento, situado en el edificio principal de la zona del hospital, pese a que él ya había prolongado dos veces la baja de Urías. Helena había aducido los bombardeos como excusa, asegurando que no se atrevía a salir. De modo que él se había ofrecido a visitarla en el chalé de veraneo de su madre, algo que ella había rechazado de plano.
—Te lo contaré todo —dijo ella.
—¿Todo? —preguntó él con una sonrisa.
«No, casi todo», se dijo ella.
—La mañana en que Urías…
—Helena, no se llama Urías.
—La mañana en que se fue y vosotros disteis la alarma, ¿recuerdas?
—Por supuesto. —Brockhard dejó las gafas junto al documento que tenía ante sí de modo que la patilla quedó paralela al borde del folio—. Sí, yo estaba pensando en denunciar su desaparición a la policía militar, pero entonces apareció contando aquella historia de que había pasado media noche perdido en el bosque.
—Pues no fue así. Vino de Salzburgo en el tren nocturno.