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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (15 page)

BOOK: Petirrojo
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—¿Pero qué…? —titubeó Gudbrand.

—¡Una granada! —gritó Edvard.

Gudbrand reaccionó instintivamente al grito de Edvard y se acurrucó enseguida; pero mientras estaba así, encogido, vio girar la varilla de la granada sobre el hielo, a sólo un metro de donde él estaba. Con la sensación de que su cuerpo se congelaba poco a poco, comprendió lo que estaba a punto de suceder.

—¡Aléjate! —gritó Edvard a su espalda.

¡Era cierto! Los pilotos rusos tiraban granadas de mano desde los aviones. Edvard estaba de espaldas e intentó retirarse, pero se resbalaba en el hielo mojado.

—¡Gudbrand!

Aquel sonido tan extraño procedía de las granadas de mano que rebotaban sobre el hielo del fondo de la trinchera. ¡Habría alcanzado a Dale directamente en el casco!

—¡Gudbrand!

La granada giraba sin cesar, saltaba bailoteando sobre el hielo y Gudbrand no podía dejar de mirarla. Cuatro segundos desde que se tiraba de la anilla hasta la detonación, ¿no era eso lo que habían aprendido en Sennheim? Tal vez los rusos tuviesen otro tipo de granadas. ¿Serían seis segundos? ¿Y si eran ocho? La granada giraba y giraba, como uno de esos grandes trompos rojos que su padre le hacía cuando vivían en Brooklyn. Gudbrand lo hacía girar y Sonny y su hermano pequeño miraban y contaban el tiempo que se mantenía en pie.
«Twenty-one-twenty-two»…
Su madre los llamaba desde la ventana del tercero, la comida estaba lista, tenían que entrar, su padre llegaría en cualquier momento…

—Espera un poco —le gritaba él—. ¡El trompo sigue girando!

Pero ella no lo oía, ya había cerrado la ventana. Edvard había dejado de gritar y, de repente, todo quedó en silencio.

Capítulo 22

SALA DE ESPERA DEL DOCTOR BUER

22 de Diciembre de 2000

El viejo miró el reloj. Llevaba quince minutos en la sala de espera. Antes, cuando estaba el doctor Konrad Buer, nunca había tenido que esperar. Konrad no visitaba a más pacientes de los que podía atender según la hoja de citas.

Había otro hombre sentado al fondo de la sala. De piel oscura, africano. Estaba hojeando una revista y el viejo comprobó que, a pesar de la distancia, podía leer cada letra de la primera página. Algo sobre la familia real. ¿Era eso lo que leía el africano, un artículo sobre la familia real noruega? Se le antojó absurdo.

El africano pasó la página. Llevaba uno de esos bigotes que bajan por los extremos, igual que el mensajero que había visto aquella noche. El encuentro fue breve. El mensajero llegó al puerto de contenedores en un Volvo, probablemente alquilado. Se paró, bajó la ventanilla y dijo la contraseña:
«Voice of an Angel».
Ese sujeto tenía exactamente el mismo tipo de bigote. Y la mirada triste. Se apresuró a decirle que no llevaba el arma en el coche, por razones de seguridad, que irían a recogerla a otro sitio. El viejo dudó pero luego pensó que, si quisieran robarle, lo habrían hecho allí mismo, en el puerto de contenedores. De modo que subió al coche y se pusieron en marcha en dirección al hotel Radisson SAS de la plaza Holberg. ¡Qué casualidad! Vio a Betty Andresen detrás del mostrador cuando pasaron ante la recepción, pero ella no se dio cuenta.

El mensajero contó el dinero del maletín murmurando las cantidades en alemán. Así que el viejo le preguntó. Y el mensajero le contestó que sus padres procedían de Alsacia y el viejo tuvo la idea de decirle que había estado allí, en Sennheim. Vaya ocurrencia.

Después de haber leído tanto sobre el rifle Märklin en Internet, en la biblioteca de la universidad, el arma lo decepcionó un poco. Parecía una escopeta de caza corriente, sólo que algo más grande. El mensajero le enseñó cómo montarlo y desmontarlo y lo llamó «señor Urías». Después, el viejo colocó el rifle desmontado en una bolsa grande y bajó a la recepción en el ascensor. Por un instante, se le pasó por la cabeza acercarse a Betty Andresen y decirle que le pidiera un taxi. Otra ocurrencia.

—¡Hola!

El viejo alzó la vista.

—Creo que tendré que hacerte también una prueba de audición.

El doctor Buer estaba en la puerta intentando sonreír jovialmente. Lo condujo hasta la consulta. Las ojeras del doctor aparecían hoy más marcadas aún.

—He dicho tu nombre tres veces.

«Vaya, se me olvida hasta mi nombre —pensó el viejo—. Olvido todos mis nombres.»

De la calurosa palmadita del doctor, dedujo que tenía malas noticias.

—Sí, ya tengo los resultados de las pruebas que hicimos —dijo como de pasada, antes de que él se hubiese acomodado del todo en la silla, como para terminar cuanto antes con las nuevas desagradables—. Por desgracia, se ha extendido.

—Por supuesto que se ha extendido —repitió el viejo—. ¿No forma eso parte de la naturaleza del cáncer? ¿Extenderse?

—Bueno, sí —concedió Buer retirando una invisible mota de polvo del escritorio.

—El cáncer es como nosotros —explicó el viejo—. Hace lo que tiene que hacer.

—Sí —afirmó el doctor Buer con su apariencia de forzosa tranquilidad y su postura algo rígida.

—Uno hace siempre lo que tiene que hacer, doctor.

—Tienes razón —respondió el doctor sonriendo y colocándose las gafas—. Aún no hemos descartado la quimioterapia. Te debilitará, pero puede prolongar…

—¿La vida?

—Sí.

—¿Cuánto me queda sin la terapia?

La nuez de Buer se movía alterada.

—Algo menos de lo que habíamos pensado en un principio.

—¿Y eso significa?

—Significa que el cáncer se ha extendido desde el hígado a través de las vías sanguíneas hasta…

—Calla, y dime cuánto.

El doctor Buer lo miró inexpresivo.

—Odias esta parte del trabajo, ¿verdad? —preguntó el viejo.

—¿Cómo dices?

—Nada. Una fecha, por favor.

—Es imposible de…

El doctor Buer se sobresaltó: el viejo dio un puñetazo en la mesa con tal violencia, que el auricular del teléfono se descolgó de su sitio. Abrió la boca con la intención de decir algo, pero se contuvo al ver el índice del viejo. Suspiró, se quitó las gafas y se pasó una mano por la cara con gesto cansino.

—Para el verano. Junio. Puede que antes. Como máximo, agosto.

—Bien —dijo el viejo—. Justo lo suficiente. ¿Qué me dices de los dolores?

—Pueden aparecer en cualquier momento. Pero te recetaré analgésicos.

—¿Podré llevar una vida normal?

—Resulta difícil de decir. Dependerá del dolor.

—Necesito una medicina que me permita llevar una vida normal. Es importante, ¿comprendes?

—Todos los analgésicos…

—Soporto bien el dolor. Sólo necesito algo que me mantenga consciente, que me permita pensar, actuar racionalmente.

Feliz Navidad. Fue lo último que le dijo el doctor Buer. El viejo ya estaba en la escalera. Al principio no entendió por qué había tanta gente en la ciudad, pero ahora, al recordar que se acercaba la fecha de las fiestas, observó el pánico en los ojos de cuantos corrían por las aceras en busca de los últimos regalos de Navidad. La gente se había congregado en la plaza Egertorget, alrededor de una banda de música pop. Un hombre con el uniforme del Ejército de Salvación pasaba su hucha mientras un drogadicto pateaba la nieve con la mirada errante, como una vela cuya llama estuviese a punto de extinguirse. Dos muchachas cogidas del brazo pasaron a su lado, con las mejillas encendidas por la emoción de los secretos que intercambiaban sobre sus novios y sus esperanzas. Y las luces. Brillaba una luz en cada maldita ventana. Alzó el rostro hacia el cielo de Oslo, una cúpula cálida y amarilla por los reflejos de las luces de la ciudad. ¡Dios mío, cómo la echaba de menos! «La próxima Navidad —se dijo—. La próxima Navidad la celebraremos juntos, mi amor.»

Parte III
URÍAS
Capítulo 23

HOSPITAL RUDOLPH II, VIENA

7 de Junio de 1943

Helena Lang caminaba a buen paso mientras empujaba la mesita de ruedas hacia la sala 4. Las ventanas estaban abiertas y respiró, para llenar los pulmones y la cabeza del fresco aroma a césped recién cortado. Ese día no había el más mínimo olor a muerte y destrucción. Hacía un año que Viena había sido bombardeada por primera vez. Las últimas semanas la atacaron todas las noches en que el tiempo estuvo despejado. Aunque el hospital Rudolph II estaba a varios kilómetros del centro, muy por encima de las guerras, allá arriba, en la verde Wienerwald, el olor a humo de los incendios que estallaban en la ciudad había ahogado el perfume estival.

Helena dobló una esquina y le sonrió al doctor Brockhard, que parecía querer pararse a charlar, de modo que ella apremió el paso. Brockhard, con su mirada dura y penetrante tras las lentes, siempre la ponía nerviosa y le incomodaba estar a solas con él. De vez en cuando tenía la sensación de que esos encuentros con Brockhard en los pasillos no eran fortuitos. A su madre se le habría cortado la respiración si hubiera visto cómo Helena evitaba a un médico joven y prometedor, sobre todo porque Brockhard procedía de una muy buena familia vienesa. Pero a Helena no le gustaban ni Brockhard, ni su familia, ni los intentos de su madre de utilizarla como una localidad para entrar en el seno de la buena sociedad. Su madre culpaba a la guerra de lo ocurrido. Ella era la culpable de que el padre de Helena, Henrik Lang, hubiese perdido a sus prestamistas judíos tan deprisa y no hubiese podido pagar a sus prestatarios como tenía pensado. Pero la penuria económica lo había obligado a improvisar y había convencido a sus banqueros judíos de que transfiriesen las rentas de sus pagarés, que el Estado austríaco había confiscado, a nombre de Lang. Y allí estaba ahora Henrik Lang, en la cárcel, por haber conspirado con fuerzas judías enemigas del Estado.

Al contrario que su madre, Helena añoraba a su padre más que la posición social que la familia había gozado. Así, por ejemplo, no echaba de menos en absoluto los grandes banquetes que ofrecían, las conversaciones superficiales y casi infantiles y los continuos intentos de emparejarla con algún jovencito rico y mimado.

Miró el reloj y apremió aún más el paso. Al parecer, un pajarillo se había colado por una de las ventanas abiertas y había ido a sentarse en la tulipa de la lámpara que colgaba del techo, desde donde cantaba despreocupado. Había días en que a Helena se le antojaba incomprensible que la guerra lo arrasase todo. Tal vez porque los bosques y las espesas hileras de abetos les ocultaban la visión de lo que no querían ver desde allá arriba. Pero, al entrar en una de las salas, comprobaba de inmediato que aquella paz era una ilusión. También allí llegaba la guerra, a través de los cuerpos mutilados y las almas destrozadas de los soldados. Para empezar, ella había escuchado sus historias, totalmente convencida de que, con su fuerza y su fe, podría ayudarles a salir de su desgracia. Sin embargo, todos parecían seguir narrando la misma aventura, como una pesadilla coherente, sobre lo que el hombre puede y se ve obligado a soportar en la vida terrenal, sobre las humillaciones que conlleva querer vivir. Que sólo los muertos resultan ilesos. De modo que Helena había dejado de escuchar. Fingía hacerlo, mientras les cambiaba las vendas, les tomaba la temperatura, les administraba los medicamentos y les daba la comida. Y cuando dormía, intentaba dejar de verlos, porque sus rostros seguían hablando, incluso en sueños. Helena leía el sufrimiento en sus pálidos semblantes adolescentes, la crueldad de rostros endurecidos, herméticos, y la añoranza de la muerte en los gestos de dolor de alguno que acababa de saber que tenían que amputarle el pie.

Pese a todo, ella caminaba hoy con paso ligero y presto. Tal vez porque era verano, o porque un médico acababa de decirle lo guapa que estaba aquella mañana. O tal vez a causa del paciente noruego de la sala 4 que no tardaría en decirle
«Guten Morgen
»
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con ese acento suyo tan gracioso y particular. Y se tomaría el desayuno sin quitarle la vista de encima mientras ella iba de una cama a otra sirviendo a los demás pacientes y animando a cada uno con algún comentario. Y, cada cinco o seis camas, ella lo miraría a él y, si le sonreía, ella le devolvería la sonrisa fugazmente y seguiría como si nada. Nada. Pues eso era todo. Era la idea de esos instantes lo que la hacía seguir adelante día tras día, lo que la hacía sonreír cuando el capitán Hadler, que yacía en la cama más próxima a la puerta con quemaduras graves, bromeaba preguntando si tardarían mucho aún en enviarle sus genitales desde el frente.

Abrió la puerta de la sala 4. La luz del sol que entró a raudales en la habitación hizo que el color blanco de paredes, techo y sábanas resplandeciese de pronto. Debía de ser como entrar en el paraíso, se decía Helena.


Guten Morgen,
Helena.

Ella le sonrió. Estaba sentado en una silla, junto a la cama, leyendo un libro.

—¿Has dormido bien, Urías? —le preguntó ella como si nada.

—Como un oso —respondió él.

—¿Como un oso?

—Sí, como un oso en…, ¿cómo llamáis en alemán al lugar en que el oso pasa el invierno durmiendo?

—¡Ah, la guarida!

—Eso es, como un oso en su guarida.

Ambos se rieron. Helena sabía que los demás pacientes los seguían con la mirada, que Helena no podía invertir más tiempo con él que con los demás.

—¿Y la cabeza? Cada día mejor, ¿no?

—Sí, va mejorando. Un buen día estaré tan guapo como antes, ya verás.

Helena recordaba el día que lo llevaron al hospital. Parecía contravenir las leyes de la naturaleza que alguien hubiese sobrevivido con aquel agujero en la frente. Rozó con la tetera la taza de té que le había servido y estuvo a punto de volcarla.

—¡Cuidado! —dijo él entre risas—. Dime, ¿acaso estuviste bailando ayer hasta altas horas de la noche?

Ella alzó la vista y él le lanzó un guiño.

—Pues sí —respondió ella, perpleja al oírse mentir sobre algo tan ridículo.

—¡Ah! ¿Y qué bailáis aquí en Viena?

—Quiero decir, no. En realidad, yo no bailo. Simplemente, me acosté tarde.

—Bueno, aquí seguro que bailáis el vals. El vals vienes.

—Sí, claro que lo hacemos —respondió ella intentando concentrarse en el termómetro.

—Así —dijo él al tiempo que se levantaba de la cama y empezaba a cantar.

Los demás lo miraban sorprendidos desde sus camas. Cantaba en una lengua desconocida, pero con una voz cálida y hermosa. Y los pacientes que estaban en mejores condiciones empezaron a reír animándolo mientras él daba vueltas en el suelo según los delicados pasos del vals, de modo que los lazos sueltos de la bata se abrieron.

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