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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (13 page)

BOOK: Petirrojo
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Sverre Olsen decidió que la pareja, efectivamente, eran dos jóvenes hambrientos que habían pasado por allí y se habían detenido a comer al descubrir la pizzería. La velocidad con que comían indicaba que, a aquellas alturas, ya se habían percatado del tipo de clientela, y querían salir de allí lo antes posible. Había un señor mayor con abrigo y sombrero sentado junto a la ventana. Un borracho, quizás, aunque su vestimenta indicaba otra cosa. Claro que ése era el aspecto que tenían los primeros días, después de que Elevator, la tienda de ropa de segunda mano del Ejército de Salvación, les hubiese proporcionado ropa, en general, abrigos de calidad y trajes usados pero cuidados. El hombre mayor alzó la vista y sus miradas se cruzaron. No era ningún borracho. El hombre tenía unos chispeantes ojos azules y Sverre apartó la vista enseguida. ¡Mierda, vaya forma de mirar la de ese viejo!

Sverre se concentró en su pinta de cerveza. Ya era hora de ganar algo de dinero. Dejarse crecer el pelo para que cubriese los tatuajes del cogote, llevar camisa de manga larga y empezar la ronda. Había trabajos de sobra. Trabajos de mierda, eso sí. Los trabajos cómodos y bien pagados los habían cogido los maricones, los ateos y los negrazos de mierda.

—¿Me puedo sentar aquí?

Sverre alzó la mirada. Era el hombre mayor. Él ni siquiera se había dado cuenta de que se había acercado.

—Ésta es mi mesa —dijo secamente.

—Sólo quiero hablar un poco.

El viejo puso un periódico en el centro de la mesa y se sentó en la silla que había frente a él. Sverre lo miró suspicaz.

—Tranquilízate, soy uno de vosotros —aseguró el viejo.

—¿Qué «vosotros»?

—Los que frecuentáis este sitio. Los nacionalsocialistas.

—¿Ah, sí?

Sverre se pasó la lengua por los labios y se llevó el vaso a la boca. El viejo lo miraba imperturbable. Tranquilo, como si tuviese todo el tiempo del mundo. Y seguro que así era. Tendría unos setenta años, como mínimo. ¿Sería uno de los pertenecientes al Zorn 88? ¿Uno de los cerebros inaccesibles de los que Sverre sólo había oído hablar, pero a los que nunca había visto?

—Necesito un favor —confesó el viejo en voz baja.

—¿Ah, sí? —respondió Sverre distante, aunque moderando ahora su manifiesta actitud condescendiente de antes. Quizá…

—Se trata de un asunto de armas —dijo el viejo.

—¿Qué armas?

—Necesito una. ¿Puedes ayudarme?

—¿Por qué iba a hacer tal cosa?

—Echa una ojeada al periódico. Página veintiocho.

Sverre cogió el diario sin dejar de observar al hombre mayor mientras pasaba las hojas. En la página veintiocho había un artículo sobre los neonazis en España. Escrito por el patriota Even Juul, cómo no. La foto grande en blanco y negro de un hombre joven que sostenía un cuadro del generalísimo Franco quedaba parcialmente cubierta por un billete de mil.

—Si me puedes ayudar… —dijo el viejo. Sverre se encogió de hombros—… te daré nueve mil más.

—¿Ah, sí? —contestó Sverre antes de dar otro sorbo. Echó una ojeada al local. La pareja de jóvenes se había marchado, pero Halle, Gregersen y Kvinset seguían en la esquina. Y los demás no tardarían en llegar y resultaría imposible mantener una conversación medianamente discreta. ¡Diez mil coronas!

—¿Qué clase de arma?

—Un rifle.

—Se podría hacer.

El viejo negó con un gesto.

—Un rifle Märklin.

—¿Un Märklin?

El viejo asintió.

—¿Como las maquetas de trenes Märklin?

Una fisura se abrió entre los surcos del rostro del viejo, bajo el sombrero. Como si estuviese sonriendo.

—Si no me puedes ayudar, dímelo ahora. Puedes quedarte con el billete de mil, no hablamos más del tema, yo me largo y no volveremos a vernos nunca más.

Sverre notaba cómo le subía la adrenalina. Aquélla no era una charla corriente sobre hachas, escopetas de caza y algún que otro paquete de dinamita, aquello era algo serio…

Ese tío era serio.

Se abrió la puerta y Sverre miró por encima del hombro del viejo. No era ninguno de los colegas, sólo el borracho del jersey islandés. Podía ponerse un poco pesado cuando quería que lo invitasen a una cerveza, pero por lo demás era inofensivo.

—Veré lo que puedo hacer —prometió Sverre al tiempo que se disponía a coger el billete de mil. Pero, sin saber cómo, la mano del viejo, como la garra de un águila, atrapó la suya clavándola en la mesa.

—No es eso lo que te he preguntado —replicó con voz fría y crujiente como un témpano de hielo.

Sverre intentó liberar su mano, pero no lo consiguió. ¡No podía librarse de la garra de un viejo!

—Te he preguntado si me puedes ayudar y quiero un sí o un no. ¿Comprendes?

Sverre notó cómo despertaba el monstruo de su deseo de vencer, su viejo amigo, y también su enemigo. Pero, de momento, el monstruo no había superado la idea de las diez mil coronas. Y él conocía a un hombre que podría ayudarle, un hombre muy especial. No sería barato, pero tenía la sensación de que el viejo no iba a regatear con la comisión.

—Yo…, sí, puedo ayudarte.

—¿Cuándo?

—Dentro de tres días. Aquí. A la misma hora.

—Tonterías. No conseguirás un rifle de ese tipo en tres días —dijo el viejo soltándole la mano—. Pero acude a toda prisa a la persona que puede ayudarte a encontrarlo y dile que acuda a toda prisa a la persona que puede ayudarle a él y, después, nos vemos aquí, dentro de tres días, para acordar dónde y cuándo se hará la entrega.

Sverre ejerció con la mano una presión equivalente a los ciento veinte kilos de pesas que solía levantar. ¿Cómo era capaz de resistir ese viejo escuálido…?

—Diles que el rifle se pagará al contado, en coronas noruegas, en el momento de la entrega. Recibirás el resto de tu dinero dentro de tres días.

—¿Ah, sí? ¿Y qué pasa si cojo el dinero y…?

—Entonces volveré y te mataré.

Sverre se frotó la muñeca. No pidió más explicaciones.

Un viento gélido barría la acera ante la cabina de teléfonos que había junto a la piscina de la calle Torggaten mientras Sverre Olsen marcaba el número con mano temblorosa. ¡Joder, qué frío! Además, tenía las botas agujereadas. Alguien contestó al teléfono.

—¿Sí?

—Soy yo, Olsen.

—Habla.

—Hay un tipo que quiere un rifle. Un Märklin.

Se hizo un silencio.

—Como las maquetas Märklin —explicó Sverre.

—Olsen, sé lo que es un Märklin.

La voz que surgía del auricular era plana y neutra, pero a Sverre no le pasó inadvertido el desprecio. Sin embargo, no dijo nada porque, a pesar de que odiaba a aquel hombre con todas sus fuerzas, el miedo que le infundía era más intenso; y no lo avergonzaba admitirlo. Tenía fama de ser peligroso. Sólo unos pocos dentro del entorno habían oído hablar de él, y tampoco Sverre conocía su verdadero nombre. Pero, gracias a sus contactos, había sacado a Sverre y a sus colegas de algún que otro aprieto. Por supuesto que era por la causa, no porque a él le importase Sverre Olsen. Si Sverre hubiese conocido a otra persona capaz de proporcionarle lo que buscaba, habría preferido ese otro contacto.

La voz:

—¿Quién pregunta y para qué quiere el arma?

—Un tipo viejo, no lo había visto antes. Dijo que era uno de los nuestros. Y no pregunté a quién pensaba darle el paseo, por decirlo de alguna manera. A nadie, quizá. Tal vez sólo lo quiera para…

—¡Cierra la boca, Olsen! ¿Tenía pinta de tener dinero?

—Iba bien vestido. Y me dio un billete de mil sólo por contestarle si podía conseguírselo o no.

—Te dio un billete de mil para que cerrases el pico, no por contestar.

—Bueno, vale.

—Interesante.

—Volveremos a vernos dentro de tres días. Para entonces quiere saber si podemos arreglárselo.

—¿Podemos?

—Sí, bueno…

—Si yo lo puedo arreglar, quieres decir.

—Por supuesto. Pero…

—¿Cuánto te paga por el resto del trabajo?

Sverre vaciló, pero contestó al fin:

—Diez papeles.

—Yo te daré otro tanto. Diez. Si hay trato. ¿Comprendes?

—Comprendo.

—¿Por qué te doy los diez?

—Por mantener la boca cerrada.

Cuando por fin colgó el auricular, Sverre no sentía los dedos de los pies. Necesitaba un par de botas nuevas. Se quedó mirando una bolsa de patatas fritas que, vacía e indolente, se dejaba arrastrar por el viento y, entre los coches, vagaba a trompicones hacia la calle Storgata.

Capítulo 20

PIZZERÍA HERBERT

15 de Noviembre de 1999

El viejo dejó que la puerta de cristal de la Pizzería Herbert se cerrase despacio a su espalda. Se quedó en la acera, esperando, y mientras aguardaba, vio pasar a una mujer paquistaní que, con la cabeza cubierta por un pañuelo, paseaba un cochecito de niño. Ante él pasaban deprisa los coches y, en las ventanillas laterales, veía el danzante reflejo de su figura y también el de los grandes ventanales de la pizzería que tenía detrás. A la izquierda de la entrada, el cristal estaba parcialmente cubierto por una cruz de cinta adhesiva blanca, reparación provisional de una rotura provocada, le pareció, por una patada. El dibujo que formaban las fisuras blancas se asemejaba a una telaraña.

Al otro lado del cristal se veía a Sverre Olsen, sentado a la misma mesa donde habían ultimado los detalles. El puerto de contenedores de Bjorvika, dentro de tres semanas. Muelle número 4. A las dos de la madrugada. Contraseña:
Voice of an Angel.
Por lo visto, era el título de una canción moderna. No la conocía, pero el título le pareció muy apropiado. El precio, por el contrario, no lo era tanto: 750.000 coronas. Claro que no iba a discutirlo. La cuestión ahora era si cumplirían su parte del trato o si lo asaltarían allí mismo, en el muelle. Invocó la lealtad y le contó al joven neonazi que había combatido en el frente, pero no estaba seguro de que él hubiese dado crédito a su relato. O de que le concediese importancia. Hasta se había inventado una historia sobre dónde estuvo combatiendo, por si al joven se le ocurría hacer preguntas. Pero no lo hizo.

Los coches pasaban. Sverre Olsen seguía sentado, pero otro tipo acababa de levantarse de una mesa y se dirigía a la puerta con paso inestable. El viejo lo recordaba, pues también estaba allí la última vez. Y hoy no les había quitado la vista de encima ni un instante. Se abrió la puerta. Él seguía esperando. El tráfico cesó un instante y pudo oír lo que le dijo el hombre, que se había detenido justo detrás de él:

—¿Así que éste es el tipo?

La voz era de esas muy particulares y broncas fruto del abuso del alcohol, de fumar mucho y dormir poco.

—¿Lo conozco? —dijo el viejo sin darse la vuelta.

—Me parece que sí.

El viejo volvió la cabeza, lo escrutó un segundo y luego apartó la vista de él.

—Lo siento, creo que no lo conozco.

—¡Pero bueno! ¿No reconoce a un viejo amigo de la guerra?

—¿Qué guerra?

—Tú y yo luchamos por la misma causa.

—Si tú lo dices. ¿Qué quieres?

—¿Qué? —preguntó el borracho poniendo una mano detrás de la oreja.

—Te digo que qué quieres —repitió el viejo más alto.

—Bueno, querer, lo que se dice querer… Es normal saludar a un viejo conocido, ¿no? Sobre todo, si no lo has visto en mucho tiempo. Y, más aún, si lo creías muerto.

El viejo se volvió.

—¿A ti te parece que estoy muerto?

El hombre del jersey islandés le clavó una mirada de un azul tan claro que sus ojos parecían canicas de color turquesa. Era completamente imposible determinar su edad. Podía tener cuarenta u ochenta años. Pero el viejo sabía la edad del borracho. Sí se concentraba y hacía un esfuerzo de memoria, podría recordar hasta su fecha de nacimiento. Durante la guerra, se habían preocupado de celebrar los cumpleaños.

El borracho se acercó.

—No, no pareces muerto. Enfermo, sí, pero no muerto.

Le tendió una mano enorme y sucia y el viejo notó enseguida el hedor dulzón, una mezcla de sudor, orina y alcohol.

—¿Qué pasa? ¿No quieres estrecharle la mano a un viejo amigo? —Su voz sonaba como un estertor de la muerte.

El viejo estrechó fugazmente la mano que el otro le tendía, sin quitarse el guante.

—Muy bien —dijo—. Pues ya nos hemos dado la mano. Si no quieres nada más, tengo que seguir mi camino.

—Querer, lo que se dice querer… —dijo el borracho balanceándose de un lado a otro al tiempo que intentaba fijar la vista en el viejo—. Me preocupaba saber qué hace un hombre como tú en un agujero como éste. Tal vez no sea tan raro, ¿verdad? La última vez que te vi aquí pensé: «Se habrá equivocado de sitio». Pero luego te vi hablando con ese tipo horrible que dicen que va por ahí matando a la gente con un bate. Y al verte hoy también…

—¿Sí?

—Pues pensé que debía preguntarle a alguno de los periodistas que vienen por aquí de vez en cuando, ¿sabes? Si saben lo que hace un tipo con una pinta tan respetable como la tuya en un lugar como éste. Ellos están al tanto de todo, ¿sabes? Y si no, se enteran. Por ejemplo, ¿cómo es posible que un tío del que todo el mundo pensaba que había muerto durante la guerra, de repente, esté vivo? Ellos se hacen con la información con una rapidez de la hostia. Así.

Hizo un intento inútil de chasquear los dedos.

—Y entonces, ¿sabes?, van y lo cuentan en los periódicos.

El viejo suspiró.

—¿Puedo ayudarte en algo?

—¿Tú qué crees?

El borracho abrió los brazos y sonrió dejando ver su escasa dentadura.

—Entiendo —dijo el viejo echando una ojeada a su alrededor—. Demos una vuelta. No me gustan los espectadores.

—¿Qué?

—No, claro, ¿y para qué los queremos?

El viejo posó la mano en el hombro del otro.

—Entremos aquí.


«Show me the way»
9
, compañero —tarareó el borracho con voz ronca antes de soltar una risotada.

Se ocultaron en el callejón que había junto a la pizzería, donde se alineaban un montón de enormes contenedores de basura de plástico llenos a rebosar, de modo que no se los veía desde la calle.

—¿No le habrás comentado a alguien que me has visto?

—¿Estás loco? Si al principio creía que estaba viendo visiones. ¡Un fantasma a plena luz del día! ¡En Herbert!

Rompió a reír a carcajadas que desembocaron en una tos honda y borboteante. Se inclinó hacia delante para apoyarse contra la pared, hasta que la tos cedió. Después, se incorporó de nuevo y se limpió la flema que le colgaba del mentón.

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