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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (9 page)

BOOK: Petirrojo
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—Sí, puedes irte —le dijo—. Y mantén la cabeza baja.

—De acuerdo —contestó Gudbrand—. Doblaré la espalda.

—¿Te acuerdas de lo que dijo Daniel? —preguntó Edvard con algo parecido a una sonrisa—. Que aquí andamos siempre tan encorvados que, cuando volvamos a Noruega, pareceremos jorobados.

Una metralleta rió repiqueteando a lo lejos.

Capítulo 13

LENINGRADO

3 de Enero de 1943

Gudbrand se despertó bruscamente. Parpadeó en la oscuridad, pero sólo vio las tablas de la litera de arriba. Olía a leña ácida y a tierra. ¿Había gritado? Los otros hombres aseguraban que ya no los despertaban sus gritos. Notó que recuperaba el pulso. Le picaba el costado, como si las pulgas no durmiesen nunca.

Era el mismo sueño que lo despertaba siempre y aún podía sentir las patas contra el pecho, ver los ojos amarillos en la oscuridad, los dientes blancos de animal salvaje, con olor a sangre y la baba que goteaba sin cesar. Y la respiración jadeante y aterrada. ¿Era la suya propia o la del animal? Así era el sueño: dormía y estaba despierto al mismo tiempo, pero no podía moverse. La boca del animal se cerraba alrededor de su garganta cuando, desde la puerta, lo despertaban los disparos de una metralleta, llegaba justo a ver cómo alzaban al animal en la manta, lo arrojaban contra la pared de tierra del habitáculo al tiempo que las balas lo destrozaban. Después, silencio, y allí, en el suelo, una masa de piel sangrienta, informe. Un hurón. Entonces el hombre que se ocultaba en el umbral salía de la oscuridad para quedar bajo el delgado haz de luz de la luna, tan delgado que sólo iluminaba una mitad de su cara. Pero esta noche el sueño había tenido un componente nuevo. Seguía saliendo humo de la boca del fusil y el hombre sonreía como siempre, pero tenía un gran agujero negro en la frente. Y cuando se volvió, Gudbrand pudo ver la luna a través del agujero de la cabeza.

Cuando Gudbrand notó la corriente helada que entraba por la puerta abierta, volvió la cabeza y sintió frío al ver la figura oscura que llenaba el umbral. ¿Seguía soñando? La figura entró en la habitación, pero estaba demasiado oscuro para que Gudbrand pudiera ver quién era.

De pronto la figura se detuvo.

—¿Estás despierto, Gudbrand?

La voz era alta y clara. Era Edvard Mosken. Se oía un murmullo de descontento desde las otras literas. Edvard se acercó a la litera de Gudbrand.

—Tienes que levantarte —dijo.

Gudbrand suspiró.

—Te has equivocado al mirar la lista. Acabo de dejar la guardia. Es Dale…

—Ha vuelto.

—¿Qué quieres decir?

—Dale acaba de despertarme. Daniel ha vuelto.

Gudbrand no veía en la oscuridad más que la blanca respiración de Edvard. Bajó las piernas de la litera y sacó las botas de debajo de la manta. Solía guardarlas allí cuando dormía para que las suelas mojadas no se congelasen. Se puso el abrigo que estaba encima de la delgada manta de lana, y siguió a Edvard. Las estrellas brillaban, pero el cielo nocturno había empezado a palidecer por el este. Oía unos sollozos de dolor procedentes de algún punto indefinido, pero al mismo tiempo notó un extraño silencio.

—Novatos holandeses —dijo Edvard—. Llegaron ayer, y acaban de regresar de su primera excursión a tierra de nadie.

Dale estaba en medio de la trinchera en una posición un tanto extraña: con la cabeza ladeada y los brazos separados del cuerpo. Se había atado la bufanda alrededor del mentón, y la cara delgada y demacrada con los ojos cerrados y hundidos le otorgaba un aspecto de mendigo.

—¡Dale! —gritó Edvard.

Dale se despertó.

—Guíanos. Muéstranos el camino.

Dale iba delante. Gudbrand notó que el corazón se le aceleraba. El frío le mordía las mejillas, pero todavía no había conseguido sacudirse la somnolencia que arrastraba desde la litera. La trinchera era tan estrecha que tenían que ir en fila, y sentía la mirada de Edvard en la nuca.

—Aquí —dijo Dale señalando el lugar.

El viento producía un silbido áspero bajo el borde del casco. Encima de las cajas de munición había un cadáver con los miembros rígidos apuntando hacia los lados. Una fina capa de nieve que había caído en la trinchera cubría el uniforme y llevaba la cabeza cubierta por un saco de leña.

—Joder —dijo Dale meneando la cabeza y pateando la tierra.

Edvard no dijo nada. Gudbrand comprendió que estaba esperando a que él dijera algo.

—¿Por qué no se lo han llevado los enterradores? —preguntó Gudbrand al fin.

—Lo recogieron —dijo Edvard—. Estuvieron aquí ayer por la tarde.

—Entonces, ¿por qué lo han vuelto a traer?

Gudbrand se percató de que Edvard estaba mirándolo.

—Nadie en el Estado Mayor tiene conocimiento de que se haya dado la orden de que vuelvan a traerlo.

—¿Un malentendido, quizá? —sugirió Gudbrand.

—Puede ser.

Edvard sacó del bolsillo un fino cigarrillo que tenía a medio fumar y lo encendió con la cerilla que llevaba en la mano. Lo pasó después de dar un par de caladas y dijo:

—Los que lo recogieron afirman que lo depositaron en una fosa común en el sector norte.

—Si eso es cierto, debería estar enterrado, ¿no?

Edvard negó con la cabeza.

—No los entierran hasta que no han sido incinerados. Y sólo incineran durante el día para que los rusos no tengan luz para apuntar. Además, durante la noche las fosas comunes nuevas están abiertas y sin vigilancia. Alguien debe de haber recogido a Daniel de allí esta noche.

—Joder —repitió Dale, cogió el cigarrillo y chupó con avidez.

—¿Así que es verdad que queman los cadáveres? —preguntó Gudbrand—. ¿Por qué, con este frío?

—Yo te lo puedo decir —dijo Dale—. La tierra está congelada. Y los cambios de temperatura hacen que los cadáveres emerjan de la tierra en primavera. —Pasó el cigarrillo a regañadientes—. Enterramos a Vorpenes justo detrás de nuestras líneas el invierno pasado. Esta primavera nos tropezamos con él otra vez. Bueno, al menos, con lo que los zorros habían dejado de él.

—La cuestión es —dijo Edvard—: ¿cómo ha venido Daniel a parar aquí?

Gudbrand se encogió de hombros.—Tú hiciste la última guardia, Gudbrand.

Edvard había cerrado un ojo y lo miró con el otro, con el ojo de cíclope. Gudbrand se tomó su tiempo con el cigarrillo. Dale carraspeó.

—Pasé por aquí cuatro veces —dijo Gudbrand cediendo por fin el cigarrillo—. Y no estaba.

—Te pudo haber dado tiempo de ir hasta el sector norte durante la guardia. Y hay huellas de trineo en la nieve, por allí.

—Pueden ser de los portadores de cadáveres —dijo Gudbrand.

—Las huellas se superponen a las últimas huellas de botas. Y tú dices que has pasado por aquí cuatro veces.

—¡Demonios, Edvard, yo también veo que Daniel está ahí! —exclamó Gudbrand—. Por supuesto que ha tenido que traerlo alguien y lo más probable es que necesitaran un trineo. Pero si escucharas lo que digo…; tienes que entender que lo hicieron después de que yo pasase por aquí la última vez.

Edvard no contestó pero, claramente irritado, le arrancó a Dale de un tirón lo que quedaba del cigarrillo y vio con disgusto que estaba mojado. Dale se quitó unas briznas de tabaco de la lengua y miró de reojo.

—¿Por qué, en nombre de Dios, haría yo una cosa así? —preguntó Gudbrand—. ¿Y cómo iba a arrastrar un cadáver desde el sector norte hasta aquí en un trineo sin ser interceptado por los guardias?

—Podrías haber pasado por la tierra de nadie.

Gudbrand movió incrédulo la cabeza.

—¿Crees que me he vuelto loco, Edvard? ¿Para qué iba yo a querer el cadáver de Daniel?

Edvard dio las dos últimas caladas al cigarrillo, arrojó la colilla en la nieve y la aplastó con la bota. Siempre hacía lo mismo, no sabía por qué, pero no soportaba ver colillas humeantes. La nieve emitió un lamento cuando la aplastó con el tacón.

—No, no creo que hayas arrastrado a Daniel hasta aquí —admitió Edvard—. Porque no creo que sea Daniel.

Dale y Gudbrand se sobresaltaron.

—Claro que es Daniel —dijo Gudbrand.

—O alguien que tiene una complexión parecida —dijo Edvard—. Y la misma identificación de pelotón en la casaca.

—El saco de leña… —adivinó Dale.

—¿Así que tú sabes distinguir los sacos de leña? —preguntó Edvard con desdén, aunque con la mirada puesta en Gudbrand.

—Es Daniel —afirmó Gudbrand tragando saliva—. Reconozco sus botas.

—Es decir, que según tú, lo único que tenemos que hacer es llamar a los enterradores y pedirles que se lo vuelvan a llevar, ¿no es eso? —preguntó Edvard—. Sin detenernos a mirar. Eso es lo que esperabas que hiciéramos, ¿verdad?

—¡Vete al diablo, Edvard!

—No estoy tan seguro de que esta vez sea a mí a quien quiere, Gudbrand. Quítale el saco de la cara, Dale.

Dale observó sin comprender a los dos hombres que se miraban como dos toros listos para embestirse.

—¿Me oyes? —grito Edvard—. ¡Quítale el saco!

—Prefiero no…

—Es una orden. ¡Ahora!

Dale seguía vacilando y mirando a Edvard, a Gudbrand y a la figura rígida que yacía sobre las cajas de munición. Se encogió de hombros, se desabotonó la casaca de camuflaje y metió la mano para buscar la navaja.

—¡Espera! —gritó Edvard—. Pregúntale a Gudbrand si puede prestarte su bayoneta.

Dale se quedó más perplejo si cabe. Miró inquisitivo a Gudbrand, que negó con la cabeza.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Edvard, sin dejar de mirar a Gudbrand—. Tenemos orden de llevar siempre la bayoneta, ¿y tú no la llevas?

Gudbrand no contestó.

—Tú que eres prácticamente una máquina de matar con esa bayoneta, Gudbrand, ¿no la habrás perdido, verdad?

Gudbrand seguía sin contestar.

—Vaya. Me imagino que entonces tendrás que usar la tuya, Dale.

A Gudbrand le daban ganas de arrancarle al jefe de pelotón aquel ojo enorme de mirada pertinaz. ¡Un
Rottenführer,
eso es lo que era! Una rata con ojos de rata y cerebro de rata. ¿Es que no entendía nada?

Oyeron un desgarrón cuando la bayoneta cortó el saco de leña. Dale dio un respingo.

Ambos se dieron la vuelta rápidamente. Allí, a la luz roja del nuevo amanecer, una cara blanca con una mueca espantosa los miró con un tercer ojo negro abierto en la frente. Era Daniel, no cabía la menor duda.

Capítulo 14

MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES

4 de Noviembre de 1999

Bernt Brandhaug miró el reloj y frunció el entrecejo: 82 segundos, dos más de lo previsto. Cruzó el umbral de la sala de reuniones, soltó un jovial «buenos días» en el más puro estilo de Nordmarka y sonrió con su célebre y blanquísima sonrisa a las cuatro caras que se volvían hacia él.

A un extremo de la mesa estaba sentado Kurt Meirik del CNI, junto a Rakel, que llevaba en el pelo un pasador nada vistoso, un traje que denotaba ambición y que lucía una expresión severa en el rostro. Brandhaug pensó que aquel traje parecía demasiado caro para una secretaria. Aún se fiaba de su intuición, y ésta le decía que estaba divorciada, pero que tal vez su ex marido fuese un hombre bien situado. ¿O sería hija de padres ricos? El hecho de que apareciese en una reunión que Brandhaug había dado a entender debía celebrarse con la más absoluta discreción, significaba sin duda que ocupaba en el CNI un puesto más importante de lo que él había imaginado en un principio. Decidió indagar más sobre ella.

Al otro lado de la mesa estaba sentada Anne Størksen, junto al comisario jefe, un tal no-sé-cuántos, un tipo alto y delgado. Para empezar, había tardado más de ochenta segundos en llegar a la sala de reuniones y ahora no se acordaba de los nombres, ¿se estaría haciendo mayor?

No acababa de formular aquel pensamiento cuando le vino a la mente lo sucedido la noche anterior. Había llevado a Lise, la joven aspirante de Exteriores, a lo que él llamaba una pequeña cena de horas extras. Después la había invitado a tomar una copa en el hotel Continental, donde Exteriores disponía de una sala destinada a reuniones que requerían especial discreción.

Lise no se había hecho de rogar, era una chica ambiciosa. Pero la tentativa culminó en fracaso. ¿Se estaría haciendo mayor? Bah, un hecho aislado, consecuencia tal vez de una copa de más, pero no porque fuera demasiado mayor. Brandhaug interiorizó esta última idea antes de tomar asiento.

—Gracias por venir a pesar de haber sido convocados con tan poco margen —comenzó—. Doy por supuesto que no debo subrayar la naturaleza confidencial de esta reunión pero, aun así, lo hare, ante la eventualidad de que no todos los presentes tengan la experiencia necesaria en este tipo de asuntos.

Miró fugazmente a todos los presentes, salvo a Rakel, indicando así que el aviso iba por ella. Luego se volvió hacia Anne Størksen.

—¿Qué tal va vuestro hombre?

La comisario jefe lo miró algo desconcertada.

—¿Vuestro oficial de policía? —añadió rápidamente Brandhaug—. Se llama Hole, ¿no?

Ella hizo un gesto afirmativo hacia Møller, quien tuvo que carraspear dos veces antes de arrancar.

—Dadas las circunstancias, bien. Está muy afectado, por supuesto. Pero… sí.

Se encogió de hombros, en señal de que no tenía mucho más que añadir.

Brandhaug alzó una ceja recién depilada:

—No tan afectado como para que pensemos que supone un peligro de filtración de información, espero.

—Bueno —dijo Møller. Por el rabillo del ojo vio que la comisario jefe se volvía rápidamente hacia él—. No lo creo. Está al tanto del carácter delicado del asunto. Y, desde luego, lo han informado de que debe mantener en secreto lo ocurrido.

—Otro tanto vale para los demás oficiales de policía que estaban presentes —se apresuró a observar Anne Størksen.

—Entonces, esperemos que todo esté bajo control —dijo Brandhaug—. Ahora, permitidme que os facilite una breve actualización de la situación. Acabo de mantener una conversación con el embajador estadounidense y creo poder afirmar que nos hemos puesto de acuerdo en los puntos principales de este trágico asunto.

Miró a cada uno de ellos. Todos lo observaban intrigados, ansiosos de oír lo que Bernt Brandhaug tuviese que contarles. Era justo lo que necesitaba para aliviar la desazón que había sentido hacía unos segundos.

—El embajador me ha dicho que el estado del agente del Servicio Secreto a quien vuestro hombre —hizo un gesto hacia Møller y la comisario jefe— pegó un tiro en la estación de peaje es estable y que el hombre se encuentra fuera de peligro. Sufrió daños en una vértebra y hemorragias internas, pero el chaleco antibalas lo salvó. Siento que no hayamos podido obtener antes esta información, pero, por razones obvias, se ha procurado reducir al mínimo el intercambio de comunicación al respecto. Tan sólo la información estrictamente necesaria ha circulado entre los conocedores de la misión.

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