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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (4 page)

BOOK: Petirrojo
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—Bien, entonces, empezamos —declaró Bernt Brandhaug abriendo los ojos.

Todas las cabezas se volvieron hacia él. Siempre el mismo panorama. Una boca medio abierta, la del secretario del gabinete, una sonrisa forzada, la de la señora Størksen, que dio a entender que sabía lo que estaba sucediendo —pero, por lo demás, rostros vacíos que lo miraban sin sospechar que el asunto ya estaba zanjado.

—Bienvenidos a la primera reunión de coordinación. Nuestro trabajo consiste en lograr que cuatro de los hombres más importantes del mundo entren y salgan de Noruega más o menos vivos.

Vehementes susurros en torno a la mesa.

—El lunes, uno de noviembre, llegarán al país el líder de la OLP, Yasir Arafat, el primer ministro israelí, Edhu Barak, el primer ministro ruso, Vladimir Putin, y, finalmente, el broche de oro: a las seis y quince minutos, dentro de cincuenta y nueve días exactamente, aterrizará en Gardermoen, en el aeropuerto de Oslo, el presidente estadounidense a bordo del Airforce One. —Brandhaug paseó la mirada por cada uno de los rostros alrededor de la mesa, para detenerse por fin ante el único nuevo, Bjarne Møller—: Si es que no hay niebla, claro está —añadió con una carcajada mientras notaba satisfecho que también Møller, por un instante, olvidaba la tensión y sonreía.

Brandhaug le devolvió la sonrisa dejando ver sus fuertes dientes, que, tras la última sesión cosmética en el dentista, habían quedado más blancos.

—Aún ignoramos cuántas personas vendrán exactamente —prosiguió Brandhaug—. En Australia, el presidente se presentó con un séquito de dos mil personas; en Copenhague, eran mil setecientas.

Un rumor se extendió en torno a la mesa.

—Pero la experiencia me dice que una estimación de unas setecientas será más realista.

Brandhaug había dicho aquello con la certeza de que su «estimación» no tardaría en verse confirmada, puesto que una hora antes, había recibido un fax con la lista de las setecientas doce personas que acudirían.

—Algunos de ustedes se preguntarán sin duda qué hará el presidente con un séquito tan numeroso en una cumbre de tan sólo dos días. La respuesta es bien sencilla. Se trata de la consabida retórica del poder de toda la vida. Si mi aproximación es correcta, el kaiser Federico III llevaba consigo exactamente setecientos hombres cuando visitó Roma en 1468, con la idea de hacerle ver al Papa quién era el hombre más poderoso del mundo.

Más risas de los congregados alrededor de la mesa. Brandhaug le hizo un guiño a Anne Størksen. Había leído la frase en el diario vespertino
Aftenposten.
Con una palmada, añadió:

—No es necesario que os explique que dos meses es muy poco tiempo, pero sí que a partir de hoy celebraremos reuniones de coordinación todas las mañanas a las diez, en esta misma sala. Hasta que esos cuatro muchachos queden fuera de nuestra zona de responsabilidad, tendrán que dejar de lado todos los demás asuntos que tengan entre manos. Quedan prohibidas las vacaciones y los días de fiesta. Y también las bajas por enfermedad. ¿Alguna pregunta, antes de que sigamos adelante?

—Bueno, parece que… —comenzó el secretario del gabinete.

—Incluidas las depresiones —interrumpió Brandhaug provocando en Bjarne Møller una risa más sonora de lo que él habría deseado.

—Bueno, nosotros… —volvió a empezar el secretario.

—Adelante, Meirik —gritó Brandhaug.

—¿Qué?

El jefe del CNI alzó su cabeza poco poblada y miró a Brandhaug.

—Tú querías decir algo sobre la estimación del riesgo de amenazas del Centro Nacional de Inteligencia, ¿no? —preguntó Brandhaug.

—¡Ah, eso! —recordó Meirik—. Sí, hemos traído unas copias.

Meirik era de Tromsø y hablaba en una curiosa e incoherente mezcla de su dialecto y el noruego estándar. Le hizo un gesto a una mujer que tenía a su lado. Brandhaug posó su mirada en ella. La mujer iba, constató, sin maquillar y llevaba una melena de color castaño oscuro, de corte recto, recogida con un pasador poco elegante. En cuanto al traje, una especie de saco azul de lana, era simplemente soso. Sin embargo, pese a que la mujer había adoptado la exagerada expresión que él tan a menudo había visto en las profesionales que temían que no se las tomara en serio, le gustó lo que veía. Tenía los ojos castaños y dulces, y los pómulos marcados le otorgaban un aspecto aristocrático, poco noruego. La había visto antes, pero con otro peinado. ¿Cómo se llamaba? Era un nombre bíblico, ¿Rakel, quizá? Tal vez acabara de separarse: el nuevo peinado podía ser indicio de ello. La mujer se inclinó sobre el maletín que había entre ella y Meirik y la mirada de Brandhaug buscó de forma mecánica el escote, pero la blusa estaba abotonada de modo que no podía mostrarle nada de interés. ¿Tendría hijos en edad escolar? ¿Tendría algún reparo en pasar unas horas del día en una habitación de algún hotel céntrico? ¿Le excitaría el poder?

—Ofrécenos sólo un breve resumen, Meirik —dijo Brandhaug.

—Está bien.

—Antes, quisiera señalar… —intervino una vez más el secretario.

—Dejemos que Meirik termine, Bjørn; después, podrás decir todo lo que quieras.

Era la primera vez que Brandhaug llamaba al secretario por su nombre de pila.

—El CNI considera que existe peligro de atentado u otros daños —declaró Meirik.

Brandhaug sonrió. Por el rabillo del ojo, vio que la comisario jefe hacía lo mismo. Una joven inteligente, licenciada en derecho y con una hoja de servicios impecable. Tal vez debiera invitarlos a ella y a su marido a cenar trucha en casa alguna noche. Brandhaug y su mujer vivían en un espacioso chalé de madera en la frontera con Nordberg. No tenían más que ponerse los esquíes en la puerta del garaje. Bernt Brandhaug adoraba su casa. A su esposa le parecía demasiado oscura y decía que aquellos maderos tan negruzcos la asustaban y tampoco le gustaba verse rodeada de tanto bosque. Sí, una invitación a cenar. Sólidos maderos y truchas que hubiese pescado él mismo. Era la imagen adecuada.

—Me atrevo a recordarles que han sido cuatro los presidentes estadounidenses que han muerto víctimas de un atentado —continuó Meirik—. Abraham Lincoln, en 1865; James Garfield, en 1881; John F. Kennedy, en 1963, y… —Dirigió la mirada a la mujer de pómulos marcados, que le sopló el nombre—. ¡Ah, sí! William McKinley. En…

—En 1901 —completó Brandhaug al tiempo que esbozaba una cálida sonrisa y miraba el reloj.

—En fin. Sin embargo, ha habido muchos más atentados a lo largo de los años. Tanto Harry Truman como Gerald Ford y Ronald Reagan fueron víctimas de graves atentados mientras ocuparon el cargo.

Brandhaug se aclaró la garganta:

—Olvidas que el actual presidente fue víctima de espionaje hace unos años. O, al menos, su casa.

—Cierto. Pero no contamos ese tipo de incidentes, pues entonces habría muchos. Estoy en condiciones de asegurar que ningún presidente norteamericano de los últimos veinte años ha cumplido su legislatura sin que se hayan descubierto como mínimo diez intentos de atentado y se haya detenido a los responsables sin que el asunto llegara a los medios.

—¿Por qué no?

El jefe de grupo Bjarne Møller creía que sólo había pensado la pregunta y quedó tan sorprendido como los demás al oír su propia voz. Tragó saliva al notar que todos lo miraban y se esforzó por mantener la vista fija en Meirik, aunque no pudo evitar dirigirla a Brandhaug. El consejero de Exteriores le hizo un guiño reconfortante.

—Bueno, como usted sabe, es normal que los atentados cuya planificación se descubre se mantengan en secreto —observó Meirik al tiempo que se quitaba las gafas. Eran unas Horst Tappert, ese tipo de gafas que tanto proliferaban en los catálogos de pedidos por correo, que se oscurecen cuando las expones al sol—. Puesto que los atentados han resultado ser tan contagiosos como los suicidios. Y, además, los de nuestra profesión no tenemos el menor deseo de desvelar nuestros métodos de trabajo.

—¿Cuáles son los planes de vigilancia? —interrumpió el secretario.

La mujer de los pómulos salientes le entregó un documento a Meirik, que volvió a ponerse las gafas antes de empezar a leer.

—El jueves llegarán ocho hombres del Servicio Secreto con los que comenzaremos a revisar los hoteles, las rutas, el control de seguridad de todos los que van a estar cerca del presidente y a instruir a todos los policías cuyos servicios vamos a utilizar. Además, traeremos refuerzos de Romerike, Asker y Bærum.

—Y ¿para qué van a usarse esos servicios? —preguntó el secretario de Estado.

—Principalmente, para vigilancia. En torno a la embajada de Estados Unidos, al hotel en el que se alojará el séquito del presidente, al aparcamiento…

—En definitiva, la vigilancia de todos los lugares en los que no se encontrará el presidente.

—De eso nos encargamos nosotros mismos, los del CNI. Y el Servicio Secreto, claro.

—Vaya, Kurt, yo creía que a vosotros no os gustaba montar guardia —observó Brandhaug con una leve sonrisa.

El recuerdo provocó una mueca forzada en Kurt Meirik. Durante la conferencia sobre las minas antipersona, celebrada en Oslo en 1997, el CNI se negó a prestar servicios de vigilancia remitiendo a su propia valoración del riesgo, donde se concluía que «la amenaza para la seguridad era entre media y baja». El segundo día de la conferencia, la Oficina de Inmigración advirtió al ministerio de Asuntos Exteriores que uno de los noruegos a los que el CNI había dado el visto bueno como chófer de la delegación croata era un musulmán bosnio que había llegado a Noruega en la década de los setenta y era ciudadano noruego desde hacía ya muchos años; pero en 1993, sus padres y cuatro de sus hermanos murieron ejecutados por los croatas en Mostar, en Bosnia-Hercegovina. Cuando revisaron el apartamento del sujeto, hallaron dos granadas de mano y una carta de despedida en la que explicaba los motivos de su suicidio. Ni que decir tiene que la prensa jamás tuvo la menor idea de aquel suceso, pero el fregado que generó salpicó a las más altas esferas del Gobierno y la continuidad de la carrera de Kurt Meirik estuvo pendiente de un hilo hasta que Bernt Brandhaug intervino personalmente. Todo se acalló después de que uno de los funcionarios responsables del control de seguridad firmase su propio despido. Brandhaug había olvidado el nombre del funcionario, pero la colaboración con Meirik se había desarrollado sin contratiempos desde entonces.

—¡Bjørn! —gritó con una palmada—. Ahora sí que tenemos mucho interés en escuchar lo que tengas que decir. ¡Adelante!

La mirada de Brandhaug se deslizó fugaz hacia la ayudante de Meirik, pero no tan a la ligera que se le escapase el detalle de que también ella lo miraba. O más bien, ella dirigía la vista hacia él, pero sus ojos parecían inexpresivos y ausentes. Sopesó la posibilidad de sostenerle la mirada, de ver qué tipo de expresión surgía de ellos cuando ella descubriese que él se fijaba en ella, pero desdeñó la idea. ¿No era Rakel su nombre?

Capítulo 5

PARQUE SLOTTSPARKEN

5 de Octubre de 1999

—¿Estás muerto?

El anciano abrió los ojos y contempló la silueta de la cabeza que lo observaba desde arriba, pero el rostro desapareció en un halo de luz blanca. ¿Era ella? ¿Había acudido para llevárselo ya?

—¿Estás muerto? —volvió a preguntar la cabeza con voz clara.

Él no respondió, pues no sabía si tenía los ojos abiertos o si sólo estaba soñando. O si, tal y como preguntaba la voz, ya estaba muerto.

—¿Cómo te llamas?

La cabeza se desplazó y, en su lugar, vio las copas de los árboles y un cielo azul. Había estado soñando. Algo que había leído en un poema. «Los bombarderos alemanes han pasado ya.» Nordahl Grieg. Sobre el rey que huyó a Inglaterra. Las pupilas empezaron a habituarse de nuevo a la luz y recordó que se había tendido sobre el césped del parque de Slottsparken para descansar un poco. Y había debido de quedarse dormido. Sentado a su lado había un niño. Un par de ojos castaños lo contemplaban asomando entre un negro flequillo.

—Yo me llamo Ali —se presentó el pequeño.

¿Sería un niño paquistaní? El chico tenía una nariz curiosamente respingona.

—Ali significa Dios —continuó el niño—. ¿Qué significa tu nombre?

—Yo me llamo Daniel —respondió el anciano con una sonrisa—. Es un nombre bíblico que significa «Dios es mi juez».

El pequeño lo miró fijamente.

—¿Así que tú eres Daniel?

—Así es —confirmó el hombre.

El niño seguía mirándolo, de modo que el anciano se sintió incómodo ante la idea de que tal vez creyese que era un vagabundo, puesto que estaba allí tendido sobre el césped totalmente vestido, con su abrigo de lana como manta, aunque estaba a pleno sol.

—¿Dónde está tu madre? —preguntó para esquivar la persistente mirada del pequeño.

—Allí —dijo el niño al tiempo que se volvía para señalar.

Algo apartadas del lugar en que ellos se encontraban, había dos mujeres morenas y robustas sentadas en el césped; a su alrededor alborotaban cuatro niños.

—Pues entonces, yo soy tu juez —concluyó el chico.

—¿Cómo?

—Ali es Dios, ¿verdad? Y Dios es juez de Daniel. Y yo me llamo Ali y tú te llamas…

Extendió la mano y le pellizcó la nariz a Ali. El niño chilló encantado. El anciano vio cómo las dos mujeres volvían la cabeza y una de ellas estaba ya levantándose cuando él soltó la nariz del pequeño.

—Ahí viene tu madre, Ali —dijo al tiempo que señalaba en dirección a la mujer que se les acercaba.

—¡Mamá! —gritó el niño en urdu.

El viejo dedicó una sonrisa a la mujer, pero ella esquivó su mirada y, en cambio, miró con expresión severa a su hijo, que, finalmente, obedeció y se marchó trotando hacia ella. Cuando se volvieron, los ojos de la mujer pasaron sobre su figura como si fuera invisible. Sintió deseos de explicarle que no era un vagabundo, que él había participado en la construcción de aquella sociedad. Que él había pagado, había despilfarrado, había entregado cuanto tenía hasta que ya no quedó más que entregar salvo su puesto, su renuncia, su esperanza. Pero no tuvo fuerzas, estaba tan cansado que sólo quería llegar a casa. Descansar, y entonces ya vería. Era hora de que otros empezasen a pagar.

Mientras se alejaba, no oyó que el pequeño lo llamaba a gritos.

Capítulo 6

COMISARÍA GENERAL DE POLICÍA

Grønland, 10 de Octubre de 1999

Ellen Gjelten alzó la vista hacia el hombre que acababa de entrar por la puerta.

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