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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (5 page)

BOOK: Petirrojo
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—Buenos días, Harry.

—¡Joder!

Harry le propinó una patada a la papelera que había junto a su escritorio y la estrelló contra la pared contigua a la mesa de Ellen, desde donde salió despedida rodando mientras su contenido se esparcía sobre el suelo de linóleo: borradores desechados de informes (el caso de asesinato Ekeberg), un paquete de cigarrillos vacío (Camel,
tax-free
), un cartón de yogur con sabor a melón de la marca Go'morn, el diario
Dagsavisen,
una vieja entrada de cine (del cine Filmteateret, película
Fear & Loathing in Las Vegas
), un boleto de lotería sin rellenar, una piel de plátano, una revista de música (el número 69 de la revista
MOJO,
de febrero de 1999 con una foto del grupo Queen en la portada), una botella vacía de refresco de cola (de plástico, medio litro) y un
post-it
amarillo con un número de teléfono al que, durante un rato, había estado pensando si llamar o no.

Ellen levantó la mirada de su ordenador y estudió el contenido diseminado por el suelo.

—Pero, Harry, ¿has tirado el ejemplar de
MOJO
? —le preguntó.

—¡Joder! —repitió Harry mientras se quitaba de un tirón la ajustada chaqueta del traje y la arrojaba por los aires a través de los veinte metros cuadrados de despacho que compartía con la oficial Ellen Gjelten.

La chaqueta alcanzó el perchero pero se deslizó hasta caer al suelo.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Ellen antes de extender el brazo para detener el balanceo del perchero.

—He encontrado esto en mi buzón.

Harry blandía un documento.

—Parece una sentencia.

—Eso es.

—¿La causa de Dennis Kebab?

—Exacto.

—¿Y qué?

—A Sverre Olsen le ha caído un buen paquete. Tres años y medio.

—¡Vaya! En ese caso, deberías estar de un humor excelente.

—Y lo estuve, durante aproximadamente un minuto. Hasta que leí esto.

Harry le mostró un fax.

—¿Qué?

—Cuando Krohn recibió su copia de la sentencia esta mañana, respondió enviándonos una advertencia de que tenía intención de recurrirla por un defecto de forma.

Ellen adoptó una expresión de dolor de muelas.

—¡Vaya!

—Quiere que se revoque la sentencia. No te lo vas a creer, pero ese astuto de Krohn nos ha pillado en la prestación del juramento.

—¿En qué dices que os ha pillado?

Harry se acercó a la ventana.

—Los dos miembros del jurado popular sólo tienen que prestar juramento la primera vez que hacen de jurado, pero han de hacerlo en la sala de vistas y antes de que comience el juicio. Krohn se dio cuenta de que uno de los miembros era nuevo. Y de que el juez no le había tomado juramento en la sala de vistas.

—Se dice juramentado.

—Tanto da. El caso es que ahora resulta que la sentencia dice que el juez había juramentado a la señora en la antesala de la sala de vistas, justo antes de que empezase el juicio. Atribuye la irregularidad a la falta de tiempo y a las nuevas reglas.

Harry arrugó y arrojó el fax, que describió un largo arco antes de caer a medio metro de la papelera de Ellen.

—¿En resumen? —preguntó Ellen al tiempo que, de una patada, enviaba el fax a la mitad del despacho que le correspondía a Harry.

—Que la sentencia se revocará como nula y que Sverre Olsen será un hombre libre durante medio año, como mínimo, hasta que se celebre un nuevo juicio. Y, en tales casos, suele aplicarse una pena mucho más suave en razón del perjuicio que el aplazamiento haya podido causar al enjuiciado, bla, bla, bla. Tras los ocho meses que ha pasado en prisión preventiva, es muy probable que Sverre Olsen sea, a estas alturas, un hombre libre.

En realidad, Harry no se dirigía a Ellen, que ya conocía todos aquellos detalles. Le hablaba a la imagen que de sí mismo le devolvía el cristal de la ventana; pronunciaba las palabras en voz alta para comprobar si así tenían más sentido. Se pasó ambas manos por la sudorosa coronilla que, hasta no hacía mucho, había estado cubierta por una capa de cabello rubio y corto. Que se lo hubiese cortado al cero se debía a una razón muy concreta: la semana anterior habían vuelto a reconocerlo. Un muchachote con una gorra de lana negra, zapatillas Nike y unos pantalones tan grandes que el tiro le llegaba por las rodillas se le había acercado mientras sus compañeros se agolpaban a unos pasos y le había preguntado a Harry si él era «el que hizo de Bruce Willis en Australia». Hacía ya tres años, ¡nada menos que tres!, desde que la fotografía de Harry había ilustrado las primeras páginas de los periódicos, desde que Harry se había puesto en ridículo en los programas de televisión hablando acerca de los asesinatos en serie que había presenciado en Sidney. Harry fue y se rapó el pelo inmediatamente. Ellen le había sugerido que se lo afeitase.

—Lo peor de todo es que apuesto lo que quieras a que ese jodido abogado conocía la situación antes de que se hubiese dictado sentencia y pudo haber protestado de modo que la jurado pudiese prestar juramento en el momento y lugar adecuados. Pero se limitó a esperar sentado, frotándose las manos.

Ellen se encogió de hombros.

—Cosas que pasan. Un buen trabajo de la defensa, eso sí. Algo hay que sacrificar en el altar de la seguridad judicial. Venga, Harry, serénate.

La oficial pronunció aquellas palabras con una mezcla de sarcasmo y ecuánime constatación.

Harry apoyó la frente contra el cristal refrescante. Hacía otro de aquellos atípicos y calurosos días de octubre. Se preguntaba dónde habría aprendido Ellen, aquella joven oficial de policía de rostro pálido y bonito como el de una muñeca, de boca pequeña y ojos redondos, a hablar con tanto descaro. Era una niña bien que pertenecía a una familia burguesa, según ella misma confesaba, mimada como la hija única que era, hasta el punto de que había asistido a una escuela católica de Suiza, sólo para niñas. A saber si aquella educación no era la idónea para aprender a ser descarada.

Harry echó el cuello hacia atrás y respiró hondo al tiempo que se desabotonaba uno de los botones de la camisa.

—Cuéntame más —susurró Ellen dando suaves palmadas, como marcando el paso.

—En los ambientes nazis se lo conoce como Batman.

—Perfecto. El bate de béisbol: «el hombre del bate».

—No, no me refiero al nazi, sino al abogado.

—Ah, vale. Muy interesante. ¿Quieres decir que es guapo, rico, un loco encantador y que tiene el vientre como una tabla de lavar y un coche fantástico?

Harry sonrió.

—Deberías tener tu propio programa de televisión, Ellen. Es porque gana cada vez que acepta la defensa de uno de ellos. Además, está casado.

—¿Es ése su único punto negativo?

—No, también lo es que a nosotros siempre nos hunde —dijo Harry mientras se servía una taza del café de casa que Ellen se llevaba al despacho desde el día en que, hacía ya casi diez años, empezó a trabajar allí.

Con la consecuencia negativa de que Harry ya no soportaba el aguachirle normal.

—¿Llegará a juez del Tribunal Supremo?

—Antes de los cuarenta.

—¿Te apuestas mil coronas?

—Hecho.

Ambos brindaron con sus tazas de papel y una sonrisa en los labios.

—¿Puedo quedarme con el
MOJO
? —preguntó Ellen.

—En las páginas centrales hay fotografías de Freddy Mercury en las peores posturas imaginables. Con el torso desnudo, los brazos en jarras y los dientes salidos. Vamos, todo el equipo. En fin, es toda tuya.

—A mí me gusta Freddy Mercury. O me gustaba.

—Yo no he dicho que no me gustara.

El desinflado sillón azul, que, hacía ya mucho tiempo, se había instalado en la muesca de posición más baja, emitió un quejido de protesta cuando Harry se repantigó en él reflexivo. Tomó un papel amarillo en el que Ellen había anotado algo antes de pegarlo al teléfono que Harry tenía delante.

—¿Qué es esto?

—¿No sabes leer? Møller quiere verte.

Harry atravesó diligente el pasillo mientras recreaba en su mente la boca apretada y las dos arrugas de honda preocupación que aparecerían en la frente de su jefe cuando supiese que Sverre Olsen había quedado libre una vez más.

La joven de sonrosadas mejillas que estaba ante la fotocopiadora alzó la vista de repente y sonrió cuando Harry pasó por su lado, pero él no se molestó en devolverle la sonrisa. Sería una de las nuevas administrativas. Su perfume era tan intenso y dulzón que lo llenó de irritación. Miró el segundero del reloj.

Así que empezaban a irritarle los perfumes; en fin. ¿Qué era lo que le estaba ocurriendo? Ellen decía que carecía de impulsos naturales, eso que hace que la gente vuelva a levantarse casi siempre. Después de volver de Bangkok, se sentía tan hundido que sopesó la posibilidad de renunciar a subir de nuevo a la superficie. Todo era frío y oscuro y todas las impresiones que recibía eran como «dejarse caer». Como si se encontrase bajo el agua, a mucha profundidad. Y sentía una paz tan benefactora… Cuando la gente le hablaba, las palabras se le antojaban burbujas de aire que surgían de sus bocas para subir a toda prisa y desaparecer. «De modo que así se siente uno cuando se ahoga», se decía mientras esperaba. Pero nada sucedió. Tan sólo el vacío. De acuerdo. Se había librado.

Gracias a Ellen.

En efecto, durante las primeras semanas después de su vuelta a casa, ella fue quien lo animó cuando él empezó a pensar que debía tirar la toalla y marcharse. Y fue ella quien se ocupó de que no anduviese por los bares, quien le recomendaba que respirase hondo cuando llegaba tarde al trabajo y le decía si estaba o no en condiciones de enfrentarse a la jornada laboral. Quien lo había enviado a casa un par de veces sin reprocharle nunca nada. Le había llevado tiempo, pero Harry no tenía nada urgente que hacer. Y Ellen asintió satisfecha el primer viernes que ambos constataron que había pasado sobrio toda una semana, sin interrupción.

Al final, él le preguntó sin rodeos por qué una mujer como ella, con el título de la Escuela Superior de Policía y la licenciatura en derecho a su espalda y con todo un futuro de posibilidades ante sí, se había atado al cuello aquella piedra voluntariamente. ¿Acaso ignoraba que él no podría aportarle nada positivo a su carrera? ¿O tenía problemas para ganarse amigos normales, gente de éxito?

Ella le dirigió una mirada grave antes de responder que sólo lo hacía para sacar provecho de su experiencia, que él era el mejor investigador criminal del grupo de delitos violentos. Aquello no eran más que palabras, naturalmente, y, pese a todo, él se había sentido halagado al comprobar que ella se atrevía a elogiarlo. Además, Ellen ponía tanto entusiasmo y ambición en su trabajo de investigadora criminal que habría sido imposible no contagiarse. Los últimos seis meses, Harry empezó incluso a volver a hacer un buen trabajo. En algunos casos, muy bueno. Como el que había llevado a cabo con Sverre Olsen.

Y allí estaba, ante la puerta de Møller. Harry le hizo un gesto de pasada a un oficial de uniforme que fingió no verlo.

Pensó que si hubiese participado en
La Isla de los Famosos,
no habrían necesitado más de un día para percibir su
karma
negativo y mandarlo a casa tras la primera reunión del consejo. ¿Reunión del consejo? ¡Dios santo! Empezaba a pensar en los términos que solían emplear en los programas de mierda de la cadena TV3. Claro, así terminaba uno cuando se pasaba cinco horas al día ante el televisor. El asunto era que, mientras permaneciese encerrado en la ratonera de la calle Sofie, no podía estar sentado en el restaurante Schrøder.

Golpeó la puerta por dos veces, justo debajo de la placa en la que estaba grabado el nombre de Bjarne Møller, JG.

—¡Adelante!

Harry echó un vistazo al reloj: 75 segundos.

Capítulo 7

DESPACHO DE MØLLER

9 de Octubre de 1999

El inspector jefe Bjarne Møller estaba más tumbado que sentado en la silla y dejaba sobresalir sus largas piernas por entre las patas de la mesa. Tenía las manos cruzadas por detrás de la cabeza, claro ejemplo de lo que los antiguos estudiosos de las razas llamaban «cabeza alargada», y el auricular del teléfono sujeto entre la oreja y el hombro. Llevaba el pelo corto al modo que Hole había visto recientemente en el peinado que Kevin Costner lucía en la película
El guardaespaldas.
Møller no había visto
El guardaespaldas.
En realidad, llevaba quince años sin ir al cine. En efecto, el destino lo había provisto de demasiado sentido de la responsabilidad, de unos días demasiado cortos, de dos niños y de una esposa que lo entendían sólo a medias.

—Bien, quedamos en eso —aseguró Møller, concluyendo la conversación antes de mirar a Harry, del que lo separaba una mesa inundada de documentos, ceniceros a rebosar y vasos de papel.

La fotografía de dos pequeños pintados como indios salvajes marcaba una especie de centro lógico en medio del caos.

—¡Vaya! Aquí estás, Harry.

—Así es, aquí estoy, jefe.

—Vengo del Ministerio de Asuntos Exteriores, donde hemos celebrado una reunión sobre la cumbre que tendrá lugar en noviembre aquí, en Oslo. Va a venir el presidente de Estados Unidos y…, bueno, tú también lees los periódicos, claro. ¿Un café, Harry?

Møller se había levantado y, con un par de pasos de gigante, había alcanzado un armario sobre el que descansaba un montón de papeles coronado por una cafetera eléctrica cuyo contenido había adquirido una consistencia viscosa.

—Gracias, jefe, pero…

Pero ya era demasiado tarde y Harry tomó la taza humeante que le ofrecía su superior.

—Deseo especialmente recibir la visita de la gente del Servicio Secreto, con quienes, estoy convencido, terminaremos por entablar una cordial relación a medida que los vayamos conociendo.

No había el menor rastro de ironía en las palabras de Møller. Y aquélla era tan sólo una de las cualidades que Harry valoraba en su jefe.

Møller encogió las rodillas hasta que se toparon con la parte inferior de la mesa. Harry se inclinó hacia atrás para alcanzar el paquete de Camel del bolsillo posterior del pantalón al tiempo que, con gesto inquisitivo dirigido a Møller, alzaba una ceja. Su jefe asintió y le tendió un cenicero repleto de colillas.

—Yo seré el responsable de la seguridad en las carreteras desde y hacia Gardermoen. Además del presidente, vendrá también Barak…

BOOK: Petirrojo
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