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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Novela negra escandinava

Petirrojo (3 page)

BOOK: Petirrojo
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Olsen se detuvo en este punto, paseó la mirada por toda la sala 17 y alzó el índice de la mano derecha. Se había vuelto hacia el fiscal, de modo que Krohn pudo ver el tatuaje desvaído del saludo nacionalsocialista que lucía en el pliegue rasurado que se formaba entre su nuca y su cuello, un grito mudo y grotesco, en extraño contraste con la frialdad de su retórica. En el silencio que siguió, Krohn dedujo por el ruido del pasillo que la sala 18 estaba en el receso del almuerzo. Los segundos transcurrían. Krohn recordó algo que había leído sobre el hecho de que, con ocasión de grandes concentraciones, Adolf Hitler solía tomarse pausas artísticas de hasta tres minutos. Cuando Olsen retomó su declaración, empezó a marcar el ritmo con el dedo, como si quisiera grabar cada palabra y cada frase en el auditorio:

—Aquellos de ustedes que intenten fingir que no se está desarrollando una lucha de razas, o bien están ciegos o bien son unos traidores.

Bebió un trago del agua que el ujier había dejado ante él.

Entonces intervino el fiscal:

—Y en esa lucha de razas, tú y tus adeptos, algunos de los cuales están presentes hoy en la sala, sois los únicos que tenéis derecho a intervenir, ¿no es así?

Nuevos abucheos de los cabezas rapadas que ocupaban las gradas del público.

—Nosotros no intervenimos, nos defendemos —precisó Olsen—. Es derecho y obligación de cualquier raza.

Alguien de entre el público gritó algo que Olsen aprovechó y repitió con una sonrisa:

—En efecto, también en un miembro de otra raza podemos hallar la prueba viviente de un nacionalsocialista.

Risas y aplausos entre el público. El juez pidió silencio antes de mirar inquisitivo al fiscal.

—Eso es todo —aclaró Groth.

—¿Desea la defensa hacer alguna pregunta?

Krohn negó con un gesto.

—En ese caso, que pase el primer testigo de la acusación.

El fiscal hizo un gesto de asentimiento al ujier, que abrió la puerta del fondo de la sala, asomó la cabeza y dijo algo. Se oyó el chirrido de una silla al otro lado, la puerta se abrió por completo y dio paso a un hombre bastante corpulento.

Krohn se percató de que el hombre llevaba una chaqueta que le venía algo pequeña, unos vaqueros negros y unas descomunales botas estilo Dr. Martens. La cabeza, casi rapada al cero, y la complexión atlética y delgada apuntaban a una edad que rondaba los treinta y tantos. Pero los ojos, enrojecidos y ojerosos y la palidez del rostro surcado de finos capilares que, aquí y allá, se abrían en pequeños deltas, hacían pensar más bien en los cincuenta.

—¿Oficial de policía Harry Hole? —preguntó el juez, una vez que el hombre hubo tomado asiento en el estrado.

—Sí.

—No tenemos la dirección de su residencia, según veo.

—Es secreta —dijo Hole al tiempo que señalaba con el pulgar por detrás de su hombro—. Intentaron entrar en mi casa.

Más abucheos.

—¿Ha declarado usted con anterioridad, Hole? Que si ha prestado juramento, quiero decir.

—Sí.

La cabeza de Krohn se balanceaba de arriba abajo, como la de esos perritos de plástico que algunos conductores gustan de llevar en la bandeja del coche. Y empezó a hojear febrilmente los documentos.

—Veo que trabajas en el grupo de delitos violentos, como investigador de homicidios —comenzó Groth—. ¿Por qué te asignaron este caso?

—Porque fallamos en nuestra valoración —respondió Hole.

—¿Y eso?

—No contábamos con que Ho sobreviviese. No es lo normal cuando te rompen el cráneo y se desparrama parte del contenido.

Krohn vio que los rostros de los dos miembros del jurado popular se contraían involuntariamente en un gesto de repulsa. Pero aquello carecía ahora de importancia. Había encontrado el documento con sus nombres. Y allí estaba: el fallo que lo tenía contrariado.

Capítulo 3

CALLE KARL JOHAN

5 de Octubre de 1999

«Vas a morir.»

Aquellas palabras seguían resonando en los oídos del anciano cuando salió al rellano de la escalera y lo cegó el claro sol otoñal. Mientras las pupilas se contraían poco a poco, permaneció agarrado a la barandilla respirando despacio y profundamente. Escuchó la cacofonía de los coches, los tranvías, los silbidos de los semáforos. Y las voces —voces excitadas y alegres que pasaban presurosas al ritmo de los pasos—. Y la música, ¿acaso había oído antes tanta música? Pero nada conseguía acallar el rumor de aquellas palabras.

«Vas a morir.»

¿Cuántas veces había estado allí, en el descansillo de la consulta del doctor Buer? Dos veces al año durante cuarenta años. Ochenta días normales y corrientes, iguales que aquél, pero nunca, hasta ese momento, se había dado cuenta de la animación que había en aquellas calles, la felicidad, las ansias de vivir. Era octubre, pero parecía un día de mayo. El día en que «estalló» la paz. ¿Estaría exagerando? Podía oír la voz de ella, ver su silueta acercarse a la carrera como emanando del sol, perfilada por un rostro que desapareció en un halo de luz blanca.

«Vas a morir.»

Toda aquella blancura cobró color y se convirtió en la calle Karl Johan. Bajó los peldaños, se detuvo y miró a derecha e izquierda, como si no fuese capaz de decidir qué dirección tomar, y se quedó pensativo. De repente, se sobresaltó, como si alguien lo hubiese despertado, y echó a andar en dirección al palacio. El paso era vacilante, la mirada, abatida, y el escuálido cuerpo encogido en el interior de un abrigo de lana que le quedaba algo grande.

—El cáncer se ha extendido —le había anunciado el doctor Buer.

—Ya, bueno —respondió él mientras miraba a Buer, preguntándose si sería algo que les enseñaban en la facultad de medicina, aquel gesto de quitarse las gafas cuando iban a decir algo grave, o si era tan sólo un ademán propio de los médicos miopes para no tener que ver la expresión de los ojos del paciente.

Había empezado a parecerse a su padre, el doctor Konrad Buer, ahora que el cuero cabelludo había emprendido la retirada y que las bolsas que surgían bajo sus ojos le otorgaban parte del aura de seriedad de su padre.

—¿En pocas palabras? —le preguntó el anciano con una voz que no había oído desde hacía cincuenta años, que surgió como el grito cavernoso y áspero de un hombre en cuyas cuerdas vocales resonaba la angustia.

—Bueno, verá, es una cuestión de…

—Se lo ruego, doctor. Yo ya he visto la muerte cara a cara.

Había pronunciado aquellas palabras reforzando la voz, había elegido unos términos que obligasen a su voz a sonar segura, tal y como deseaba que la oyera el doctor Buer. Tal y como deseaba oírla él mismo.

La mirada del doctor había huido de la mesa, deslizándose por el desgastado parqué hasta la calle, a través del sucio cristal de la ventana. Se había escondido allá fuera durante un instante antes de volver a encontrarse con la suya. Sus manos habían dado con un paño con el que limpiaba las gafas sin cesar.

—Ya sé que tú…

—Usted no sabe nada, doctor. —El anciano se oyó a sí mismo reír con una risa breve y seca—. No se lo tome a mal, se lo ruego, Buer, pero créame: usted no sabe nada.

Advirtió el desconcierto de Buer y, en aquel mismo instante, se dio cuenta de que el grifo del lavabo que había en la pared opuesta de la consulta goteaba persistente, un nuevo sonido, como si, de repente y de forma inexplicable, hubiese recuperado los sentidos de un joven de veinte años. Buer se puso por fin las gafas, tomó un papel, como si las palabras que iba a pronunciar estuviesen allí plasmadas, y carraspeó levemente, antes de declarar:

—Vas a morir.

El anciano habría preferido que lo tratase de «usted».

Se detuvo ante una aglomeración de gente y oyó las notas de una guitarra y una voz que entonaba una canción sin duda antigua para todos los demás, salvo para él. Ya la había escuchado antes, desde luego; seguro que hacía cerca de medio siglo, pero él lo sentía como si hubiese sido ayer. Y lo mismo le sucedía con todo: cuanto más lejano en el tiempo, más cercano y claro lo veía. Ahora era capaz de recordar cosas que no había rememorado desde hacía años o incluso nunca. Aquello que, hasta entonces, se había visto obligado a leer en sus diarios de la guerra, podía evocarlo ahora con tan sólo cerrar los ojos y verlo discurrir por su retina como una película.

—En cualquier caso, debe de quedarte al menos un año de vida.

Una primavera y un verano. Podía ver cada hoja amarillenta de los árboles del parque Studenterlunden como si le hubiesen puesto unas gafas nuevas, más potentes. Los mismos árboles de 1945, ¿o no eran los mismos? En aquella ocasión no los había visto con demasiada claridad; aquel día nada se veía claro. Rostros sonrientes, rostros iracundos, gritos que apenas llegaban a donde él se encontraba, la puerta del coche que se cerró, si él tenía o no lágrimas en los ojos, pues cuando recordó las banderas con que la gente corría por las aceras, las recordaba rojas y difusas. Sus vítores:
¡Ha vuelto el príncipe heredero!

Subió la pendiente hasta el palacio, donde un grupo de personas se habían reunido para ver el cambio de guardia. El eco de las órdenes de la guardia real y los chasquidos de las culatas de las escopetas y de los tacones de las botas resonaba contra el muro amarillento de la fachada. Una joven pareja japonesa abrazada en medio de la gente contemplaba risueña el espectáculo. Él cerró los ojos, intentó evocar el olor de los uniformes y del lubricante de armas. Naderías y decoración, allí no había nada que oliera como había olido su guerra.

Volvió a abrir los ojos. ¿Qué sabían ellos? ¿Qué sabían aquellos soldaditos vestidos de negro, simples figuras de desfile, de unos actos simbólicos que ellos eran demasiado inocentes para comprender y demasiado jóvenes para sentir? Pensó de nuevo en aquel día, en los jóvenes noruegos vestidos de soldados, o en los soldados suecos, como los llamaban. A sus ojos eran soldados de juguete que no sabían cómo llevar un uniforme y menos aún cómo tratar a un prisionero de guerra. Estaban asustados y mostraban una actitud brutal, y, con los pitillos entre los labios y con el aspecto atrevido que les prestaban las gorras ladeadas, se aferraban a sus recién adquiridas armas e intentaban sobreponerse al miedo apretando el cañón contra la espalda de los arrestados.

—¡Cerdo nazi! —decían mientras los golpeaban, como para obtener en un instante el perdón de sus pecados.

Respiró hondo, saboreó el cálido día otoñal pero, en ese mismo momento, apareció el dolor. Retrocedió un paso con pie vacilante. Agua en los pulmones. Dentro de doce meses, tal vez antes, la inflamación y el dolor harían salir el agua que luego se acumularía en los pulmones. Según decían, eso era lo peor.

«Vas a morir.»

Y entonces vino el ataque de tos, tan violento que quienes se hallaban a su lado se apartaron involuntariamente.

Capítulo 4

MINISTERIO DE ASUNTOS EXTERIORES, VICTORIA TERRASSE

5 de Octubre de 1999

El consejero de Asuntos Exteriores Bernt Brandhaug atravesó el pasillo a grandes zancadas. Hacía treinta segundos que había dejado su despacho y tardaría otros cuarenta y cinco en llegar a la sala de reuniones. Alzó los hombros bajo la chaqueta y sintió que la rellenaban más que de sobra y que los músculos de la espalda se tensaban contra el tejido.
Latissimus dorsi
—musculatura de la espalda—. Tenía sesenta años, pero no aparentaba más de cincuenta. No era él hombre que se preocupase por su aspecto, pero estaba convencido de que era un individuo agradable a la vista. Eso sí, sin haberse visto obligado a hacer mucho más que dedicarse al deporte que le gustaba, añadir un par de sesiones de rayos UVA en invierno y quitarse los cabellos grises que de vez en cuando crecían en sus pobladas cejas.

—¡Hola, Lise! —saludó en voz alta al pasar ante la fotocopiadora.

La joven en prácticas dio un respingo y sólo tuvo tiempo de lanzarle una tímida sonrisa antes de que él desapareciese por la siguiente esquina. Lise acababa de terminar la carrera de derecho y era hija de un compañero de carrera. Había empezado a trabajar allí hacía menos de tres semanas. Y, desde aquel instante, supo que el consejero, el más alto funcionario de aquella casa, la conocía. ¿Podría aquel hombre seducirla? Probablemente. No es que fuese a ocurrir. Necesariamente.

Antes de llegar a la puerta abierta, oyó el murmullo de las voces. Miró el reloj: 75 segundos. Y entró. Lanzó una fugaz mirada por la sala y constató que habían acudido los representantes de todas las instancias convocadas.

—Vaya, de modo que tú eres Bjarne Møller, ¿me equivoco? —preguntó al tiempo que, con una amplia sonrisa, le tendía la mano a un hombre alto y delgado que estaba sentado junto a la comisario jefe Anne Størksen—. Y tú eres JG, ¿verdad, Møller? Tengo entendido que participas en la carrera de relevos de Holmenkollen, ¿no?

Aquél era uno de los trucos de Brandhaug: conseguir cierta información sobre las personas a las que veía por primera vez, algún dato que no figurase en sus currículos. Aquello los hacía sentirse inseguros. El hecho de haber usado las siglas JG —la abreviatura de uso interno para referirse al jefe de grupo— le había causado especial satisfacción. Brandhaug se sentó, le hizo un guiño a su viejo amigo Kurt Meirik, jefe del Centro Nacional de Inteligencia, y escrutó a los demás congregados en torno a la mesa.

Nadie sabía aún quién tomaría el mando, pues se trataba de una reunión de representantes del mismo nivel, al menos en teoría, procedentes del gabinete del primer ministro, el distrito policial de Oslo, el servicio secreto de Defensa, las tropas de la reserva militar y su propio gabinete del Ministerio de Asuntos Exteriores. La reunión la habían convocado desde el GPM —el gabinete del primer ministro—, pero no cabía duda de que serían el distrito policial de Oslo, representado por Anne Størksen y el Centro Nacional de Inteligencia, el CNI, con Kurt Meirik al frente, quienes, llegado el momento, asumirían la responsabilidad operacional. El secretario del gabinete del primer ministro parecía dispuesto a tomar las riendas.

Brandhaug cerró los ojos dispuesto a escuchar.

Dejaron de hablar sobre la última vez que se vieron, el murmullo de voces fue silenciándose poco a poco, se oyó el chasquido de la pata de una mesa. Aún no. Un papel que cruje, el clic de los bolígrafos —en reuniones importantes como aquélla, la mayoría de los jefes tomaban sus propias notas como referencia, ante la eventualidad de que después, si algo salía mal, empezasen a culparse unos a otros—. Alguien carraspeó, pero el sonido procedía del lado equivocado de la sala y, además, no había sonado como cuando uno se prepara para empezar a hablar. Alguien tomó aire.

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