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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (17 page)

BOOK: Nervios
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Emma comparó la situación en que se encontraba con su experiencia anterior. El temor a lo desconocido era como una neblina que lo cubría todo.

En aquel momento divisó la casa de los Blake y respiró aliviada. Tenían el coche aparcado frente a ella, y puso el suyo detrás, con la esperanza de no haber hecho el recorrido en vano. A continuación pulsó el timbre de la puerta, o al menos esa fue su intención, ya que el timbre no sonó. Fue a la puerta de la cocina, pero no obtuvo más éxito. Dio varios golpes en la puerta, pero no contestó nadie. Tampoco obtuvo mejor resultado en la puerta de la cocina, aunque allí no estaba corrida la cortina y se podía ver el interior. Se veía un revoltijo de botellas y vasos rotos y en la cocina ardía el fuego bajo un recipiente chamuscado y quebrado.

Regresó a la parte delantera, se quitó una de las sandalias y golpeó con ella el panel de la puerta. Hizo un ruido espantoso, pero no respondió nadie.

De repente se abrió una ventana de la casa de enfrente y la voz de un hombre le gritó de mala manera:

—¡Eh, usted! ¡Lárguese de aquí! ¡No queremos problemas en este lugar! ¡Largo, me oye! Tengo una escopeta y voy a usarla…

Se estaban abriendo otras ventanas. Emma notó que se le enrojecía la cara mientras bajaba los escalones y regresaba al coche. ¿Cómo se les podía ocurrir que deseara meterse en problemas? Por todos los demonios…

Entonces se calmó y comprendió que aquellas gentes debían estar haciendo lo correcto, si era verdad que había tipos creando problemas en aquella zona. Se metió en el coche y lo puso en marcha bajo la mirada recelosa del vecindario. Luego se fue a más velocidad de la que pretendía. No se veía todavía ningún signo de vida en casa de los Blake.

Casi sin pensar, se dirigió hacia la carretera. Puso la radio y la apagó otra vez, disgustada. Sólo unos cuantos coches y algún camión circulaban a aquella hora, y todos los camiones parecían ir cargados de hombres de uniforme y bien armados. En un punto del recorrido divisó unas señales que indicaban que la carretera estaba cortada, pero Emma siguió adelante tras uno de los camiones y nadie la paró. Ya hacía mucho tiempo que había descubierto que viajar con una chapa de identificación como médico en el automóvil ahorraba muchos problemas con sólo actuar espontáneamente como si realmente se estuviera de servicio.

Luego vio a lo lejos el asta que presidía el edificio principal de la planta, en el que ondeaba la bandera. Al menos todavía quedaba algo de la central.

Nuevamente volvió a su cabeza la imagen de los microscópicos gusanos de dientes afilados. Intentó convencerse de que todos ellos habían nacido desdentados, incapaces de devorar y roer sus tejidos, pero no lo consiguió. Notó que le empezaban a sudar las manos, como siempre que se acercaba a aquel lugar. Pero siguió adelante y se aproximó al cruce de la carretera privada de la central. Tenía que llegar allí aunque le mordieran los gusanos. Quizá después de un rato ya no la molestarían más. Al menos, a Roger no parecían atacarle.

En parte ya esperaba que hubiera guardias en la intersección de las carreteras, y ya tenía pensado el único modo de poder pasar. Si la detenían no lo lograría jamás, pero quizás…

Se aproximó todo lo que pudo al camión de los hombres uniformados, bajó la ventanilla y señaló el símbolo de la compañía que llevaba en el parabrisas.

—¡Ferrel, emergencia! —gritó.

Los guardias no pertenecían a la central y con toda probabilidad no sabían si Ferrel era un o una médico.

Antes de que pudieran decidir pararla o no ya los había dejado atrás. Emma miró por el retrovisor y, por lo menos, no la venían siguiendo.

El camión que llevaba delante giró a un lado, se salió de la carretera y se dirigió bamboleándose sobre el césped y la hierba hacia la cima de una colina cercana.

Entonces vio que junto a la entrada principal, al final del camino, había otro control. Allí no serviría el truco, pues con toda seguridad habría gente de la planta haciendo guardia. No merecía la pena intentar ninguna treta. Simplemente llegaría hasta allí y vería lo que pasaba.

Se fijó que el guardia que salió llevaba el uniforme de la National. Apartó los ojos de la planta, donde todos los edificios parecían estar bien excepto uno de los que nunca le habían gustado por su inquietante estructura. Notaba las cositas radiactivas de afilados dientes que la esperaban justo en la parte de dentro de la verja, pero luchó contra ellas y trató de mantener una apariencia natural cuando el guardia se aproximó.

—¡Señora Ferrel! No puede pasar. Son órdenes terminantes. No comprendo cómo ha logrado llegar hasta aquí.

—¿Cómo está mi marido? —preguntó ella. Se quedó mirando al hombre intentando recordar el nombre por el que le había llamado Roger. Al fin le vino a la memoria—. ¿Está bien, Murphy?

El guardia movió una mano nerviosa en el interior de la gorra mientras observaba a la milicia que se estaba instalando en la cima de la colina.

—¿Podemos estarlo alguno de nosotros, señora Ferrel? El doctor está ahí, en alguna parte. Que Dios tenga piedad de él. Señora, lo siento pero no puede pasar.

—Muy bien —asintió ella—. Pero no voy a dar la vuelta. Llevaré el coche a un árbol o algo parecido si me hace regresar. ¿Cómo están los niños de su hija, Murphy? —Por fin había logrado identificarle como uno de los pacientes que recibían ayuda médica de su marido fuera de la central.

Él se la quedó mirando, luchando consigo mismo. Finalmente asintió.

—Si no fuera usted la esposa del doctor Ferrel, la enviaría de una patada a Kimberly —dijo, y añadió en tono misterioso—: pero supongo que ahora ya ha visto usted demasiado, así que se queda. Y no me eche a mí la culpa cuando las cosas se pongan feas. Esos muchachos de la milicia están más asustados por quedarse aquí que de jugarse el pescuezo por deserción… En fin, usted lo ha querido. Lo único que le pido es que no salga del coche para nada, o no me hago responsable de lo que le pueda suceder.

Le hizo una seña a otro de los guardias y le dijo:

—Bill, lleva a la señora al aparcamiento de allí, si es que cabe otro coche.

—Hacia delante —dijo Emma con calma—. Tengo que estar donde pueda entrar tan pronto como vuelvan a abrir las puertas.

El segundo guardia levantó las manos y asintió.

En cuanto el hombre la hubo dejado en el aparcamiento entre una asombrosa retahíla de juramentos, se acomodó en el coche y se dispuso a observar la única esquina de la enfermería que podía ver desde aquella posición. Después de todo, no le había resultado tan difícil llegar hasta allí. Sólo le había costado un poco de firmeza y un poco de conversación con Murphy.

10

Dodd estaba a cargo de la respiración artificial, y Jenkins tenía en las manos la mascarilla de oxígeno, que ajustaba a la cara de Jorgenson, antes de que Ferrel llegara a la mesa. Le buscó el pulso que había ido manteniéndose débil pero constante, lo sintió una vez, luego desapareció durante el espacio de tiempo de tres pulsaciones normales, volvió otra vez, más débilmente, y cesó por completo.

—¡Adrenalina!

—¡Métala directamente en el corazón, doctor!

Jenkins empezó a golpear el pecho de Jorgenson, tratando de obligar al corazón a funcionar otra vez. Su voz estaba cerca de la histeria. Palmer avanzó hacia Ferrel, con el puño cerrado.

—Doctor, tienes que…

—¡Largo de aquí!

Las manos de Ferrel adquirieron de pronto vida propia mientras asía frenéticamente los instrumentos, arrancaba los vendajes pectorales del hombre y empezaba a trabajar contra el tiempo, cuando éste llevaba todas las ventajas. No se trataba de cirugía; era más bien una carnicería: los huesos que cortaba con tan poca delicadeza, con golpes salvajes de aquel instrumento, jamás quedarían completamente bien. Pero en aquel momento no podía preocuparse por detalles menores.

Apartó el pedazo de carne y nervios que acababa de abrir.

—Jenkins, contenga esa hemorragia.

A continuación, metió la mano en la cavidad torácica, abriéndose paso apenas entre Dodd y Jenkins; en un momento, las manos se tornaron extraordinariamente delicadas al localizar el corazón y empezar a trabajar en él, con el masaje experimentado y exacto del que conoce cada función del órgano vital. Presión aquí, descanso allí; presión otra vez, con calma, sin precipitarse… No haría ningún bien dejarse llevar por el mismo estado febril que le exigían sus emociones. El oxígeno puro alimentaba sus pulmones y el corazón podía trabajar a menor ritmo con total seguridad. Tranquilo, un latido por segundo, sesenta en un minuto.

Había pasado quizá medio minuto desde que el corazón se parase hasta que el masaje hizo circular de nuevo la sangre; era demasiado poco tiempo para preocuparse por el cerebro, la primera parte que se veía afectada siempre por el colapso circulatorio. A partir de aquel momento, si el corazón latía por sí mismo en un tiempo razonable, la muerte sería burlada de nuevo. ¿Durante cuánto tiempo? No tenía idea. Cuando era estudiante le habían enseñado que diez minutos, luego se había encontrado con un caso de veinte, y mientras estaba de interno había alcanzado un récord de poco más de hora y media, en un enfermo que todavía estaba en pie; pero se trataba de un caso excepcional.

Jorgenson, a la vista estaba, era un espécimen normalmente sano y vigoroso, y había estado en unas condiciones físicas de primer orden, pero con la tortura de aquellas largas horas precedentes, con la radiactividad, los narcóticos y el curare luchando contra él, todavía se necesitaba un milagro más para que siguiera viviendo.

Presión, masaje, relajación; sin darse mucha prisa. ¡Ahí! Por un instante, sus dedos notaron un ligero latido, y luego otro; se volvió a parar. Aun así, mientras el corazón siguiera dando aquellos signos había esperanza, a menos que sus dedos quedaran tan cansados que tuviera que abandonar antes de que el corazón se pudiera poner en acción por sí mismo con total seguridad.

—¡Jenkins!

—Dígame.

—¿Ha hecho alguna vez masaje cardiaco?

—He hecho prácticas en la escuela, en un maniquí, pero nunca de verdad. Bueno, en la disección de un perro, cinco minutos. Yo… creo que es mejor que no confíe en mí.

—Quizá tenga que hacerlo. Si lo hizo con un perro durante cinco minutos, lo podrá hacer con un hombre. Probablemente. Ya sabe lo que nos va en esto.

Jenkins asintió, con el mismo gesto tenso que había utilizado antes.

—Ya lo sé. Por eso no me atrevo. Le dije que le avisaría cuando estuviese a punto de desfallecer; pues bien, ¡no voy a tardar mucho!

¿Era posible que un hombre pudiera medir su debilidad, cuánto le faltaba para desmoronarse? El doctor no lo sabía; sospechaba que la propia conciencia de su estado nervioso aceleraría todavía más su desfallecimiento, si es que tenía lugar, pero Jenkins era un caso singular, con los nervios tensos que asomaban por todo su cuerpo, con una apariencia de serenidad que pocos hombres más adultos podrían igualar. Si tenía que utilizarlo, lo haría. No había otra respuesta.

Los dedos del doctor comenzaban a resultar pesados; no cansados aún, pero ya con signos de próxima fatiga. Unos cuantos minutos más y tendría que parar. Volvió el latido: uno…, dos…, tres… Luego, nada. Tenía que haber alguna solución para aquello, era imposible resistir el tiempo que aquello podía durar, aun si se turnaban él y Jenkins. Sólo Michel de Mayo podría… ¡Mayo! Si pudieran traer a tiempo el aparato que había visto experimentar en la última convención médica, tenía la respuesta.

—Jenkins, llama a Mayo… Me temo que tendrás que conseguir permiso de Palmer…

Pregunta por Kubelik, y pásame comunicación donde pueda comunicar con él.

Escuchó la voz de Jenkins, a un nivel bastante alto al principio, y luego con una profundidad emotiva que hubiera juzgado imposible en un muchacho. Dodd le miró rápidamente e inició una sonrisa, aunque sin dejar la respiración. Nada podía hacerla sonrojar, aunque debiera.

Jenkins irrumpió en el quirófano.

—¡No hay nada que hacer, doctor! No se puede localizar a Palmer y esa estúpida de la centralita no quiere hacerme caso.

El doctor se estudió las manos en silencio, cavilando, y de repente supo qué hacer. Si volvía a dejar salir al muchacho, no iba a resistir mucho más con el masaje.

—Bien, Jenkins. En ese caso tendrás que ponerte en mi lugar. Bueno, listo. Acércate lentamente a esta posición y pon tus dedos sobre los míos. Ahora, coge el ritmo, con calma. No corras. Lo harás, ¡tienes que hacerlo! Hasta ahora lo has hecho todo mejor de lo que yo podía esperar, y no tienes por qué desconfiar de ti mismo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, doc. Lo intentaré pero, por el amor de Dios, no sé qué está tramando, pero vuelva pronto. ¡No le miento en lo del desfallecimiento! Será mejor que llame usted a Meyer para sustituir a Dodd y que haga volver a Sue; es el mejor tónico nervioso que conozco.

—Dodd, hágalo.

—El doctor tomó una jeringa hipodérmica, la llenó rápidamente de agua a la que una gota de iodina le daba un color marrón amarillento, obligó a sus cansadas piernas a un ligero trote al dirigirse a la puerta lateral y se dirigió a Comunicaciones. Quizá la telefonista fuera tozuda, pero siempre había maneras de tratar a la gente.

Sin embargo, no había contado con la guardia instalada en el exterior de Comunicaciones.

—¡Alto!

—Es asunto de vida o muerte. Soy el médico.

—No entre. Son órdenes.

La amenaza de la bayoneta no fue suficiente, al parecer; se llevó el rifle al hombro y adelantó la barbilla con la terquedad estúpida que da la autoridad de poca monta y la fe en las órdenes.

—No hay nadie enfermo aquí, y hay muchos teléfonos por ahí. ¡Dé media vuelta, rápido!

¡El doctor dio un paso hacia delante y se escuchó un ligero cuando saltó el seguro; aquel estúpido era capaz de hacer lo que decía. Ferrel le esquivó y alargó la jeringa hasta el rostro del guardia.

—¿No has visto nunca una de éstas lanzar el curare? Te tocará antes de que tu bala me mate.

—¿Curare? —Los ojos del guardia echaron una rápida mirada a la aguja y la duda asomó a ellos. El hombre frunció el ceño—. Es ese veneno que se pone en las flechas,

¿no?

—Así es… Veneno de cobra, ¿sabes? Una gota sobre la piel y mueres en diez segundos. —Tales afirmaciones eran notorias falsedades, pero el doctor contaba con la ignorancia supersticiosa del hombre medio respecto a los venenos—. Con esta aguja: te puedo rociar muy fácilmente, y resultará una muerte rápida, pero no agradable. ¿Quieres bajar el rifle?

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