Nervios (24 page)

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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Nervios
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Hokusai se secó la frente con gesto pausado.

—Los trajes… Las armaduras de los operarios…

—Ya hace rato que los llevé al convertidor y los eché al magma para evitarnos contratiempos —respondió Jenkins—. Pero, estúpido de mí, me había olvidado por completo de la cajita. O hemos tenido una suerte increíble o todo el material que hizo de metralla era de una composición molecular razonablemente larga de la que ni sé ni tengo intención de saber…

—¡Oh! ¿Qué…?

—¡Jorgenson!

Todos corrieron como un solo hombre desde el otro extremo del quirófano, pero Jenkins fue el primero en llegar a la mesa en que yacía el ingeniero. Jorgenson tenía los ojos abiertos y su mirada parecía a medias normal. Sus manos se movían con considerable lasitud. El muchacho se inclinó sobre el rostro del paciente, y el suyo casi resplandeció por la intensidad de la radiación que quemaba al que tenía debajo.

—Jorgenson, ¿entiende usted lo que le digo?

—¡Uh!

Los ojos del gigante se centraron en Jenkins. Se llevó una mano a la garganta y se la asió, mientras con la otra trataba inútilmente de incorporarse. Al parecer, los efectos secundarios de todo lo que había padecido le habían dejado semiparalizado.

Ferrel todavía no osaba asegurar que aquel hombre se encontrara en el uso de su razón, y por ello tenía la expresión dubitativo. Apartó un poco a Palmer y movió la cabeza negativamente.

—No, espera. Échate un poco atrás y deja que el muchacho lo haga. Él sabe cómo impedir que un hombre en estas condiciones caiga en shock, y tú no. No se debe ir demasiado deprisa…

—Yo… ¿El joven Jenkins? Tenía razón. Yo estaba… equivocado por completo —en algún rincón oculto del enorme corpachón de Jorgenson quedaba todavía alguna reserva de energía y de voluntad. Intentó incorporarse otra vez, con los ojos fijos en Jenkins y la mano puesta aún en aquella garganta que se negaba a obedecer.

Jenkins lo contuvo con suavidad, al tiempo que apartaba los delicados cables del excitador del alcance de aquellas enormes manos.

—Tranquilícese. Se pondrá bien, pero necesita descansar. No se esfuerce.

Jorgenson pareció hacerle caso, pues sus esfuerzos cesaron. Sin embargo, no dejó de asirse la garganta, como si intentara arrancar de allí las palabras que se negaban a brotar de sus labios. Tomó una bocanada de aire más profunda, lo que motivó un salto en las señales del excitador. En aquella ocasión, con gran esfuerzo, unas cuantas palabras confusas y casi inaudibles salieron de su boca.

—Su padre me lo dijo…

—Mi padre ha muerto. Ahora…

—Sí, y usted ya es un hombre. A los doce años, cuando… ¡La planta!

—Tranquilo, Mal.

La voz de Jenkins pretendía ser natural, aunque sus manos, apretadas la una contra la otra, bajo la mesa, habían empalidecido.

—Mal, atienda a lo que voy a decir y no me interrumpa hasta que termine. La planta está bien, pero necesitamos que nos ayude usted. He aquí lo que pasa…

Ferrel no pudo comprender muy bien la serie de frases crípticas que el muchacho soltó a continuación, aunque le parecieron ser parte de alguna extraña forma de taquigrafía para ingenieros; por las apariencias, y por el signo aprobatorio de Hokusai, aquellas palabras resumían la situación con brevedad pero con todo detalle, y Jorgenson prestó mucha atención hasta el término del resumen, con los ojos clavados aún en el joven.

—Maldito lío. Tengo que pensar. ¿Han probado…?

Su garganta pareció no resistir aquella tensión. Empezó a mover la cabeza, como si intentara liberarse de algo. Jenkins colocó una mano en la frente del ingeniero para tranquilizarle. Jorgenson volvió a relajarse, y descansó unos instantes antes de hacer un nuevo esfuerzo.

—¡Uh! Se necesita… ¡Ah! ¡Maldita garganta! Se…

—¿Tiene la solución?

—¡Uh!

El tono era afirmativo, no había duda, pero las manos del gigante asidas a la garganta explicaban claramente lo que sucedía. Aquellos residuos de energía de que disponía se habían agotado y ya era incapaz de articular una respuesta. Jorgenson yacía en la cama respirando pesadamente, agitándose. Al cabo de un momento se relajó otra vez y susurró unas cuantas palabras más, ninguna de ellas articulada inteligiblemente.

Palmer tiró de la manga de Ferrel.

—¿No puedes hacer nada, doctor?

—Lo intentaré —repuso éste. Dispuso una cantidad mínima de droga, tomó el pulso de Jorgenson y decidió por fin aplicar sólo la mitad de la dosis preparada—. Pero no tengo muchas esperanzas; este hombre ha pasado por un verdadero infierno y no le resulta nada conveniente verse sometido a este interrogatorio antes de recuperarse un poco. Si seguirnos presionando un poco más caerá en el delirio y ya no nos dirá nada. De todos modos, creo que se trata tanto de la garganta como de los centros cerebrales del lenguaje.

Sin embargo, casi al instante Jorgenson inició una leve recuperación e intentó hablar otra vez, reuniendo todas las fuerzas que le quedaban para un último intento. Silabeó las palabras que pronunciaba con aspereza y con una forzada claridad, pero sin inflexión de voz alguna.

—Primera… variable… a los… doce… el agua… lo para…

Sus ojos, centrados todo el rato en Jenkins, se cerraron de nuevo, y el gigante quedó tranquilo, sin intentar ya luchar contra la inconsciencia que le vencía.

Hokusai, Palmer y Jenkins se echaron un poco atrás, mirándose entre ellos con expresión interrogativa. El pequeño japonés hizo al principio signos negativos con la cabeza, frunció el ceño y repitió aquellas palabras incomprensibles, todo lo cual fue imitado casi exactamente por el gerente.

—¡Desvaríos debidos al delirio!

—¡Jorgenson, la gran esperanza blanca!

Jenkins tenía los hombros abatidos y el sudor bañaba su rostro, cadavérico de fatiga y desesperación.

—¡Maldita sea, doctor, deje de mirarme así! ¡No puedo sacarme un milagro de la manga!

—Quizá no, pero resulta que de todos los presentes tú eres quien ha demostrado tener una imaginación más activa, siempre que dejas de utilizarla para atemorizarte a ti mismo.

Pues bien, ahora te veo en un apuro y todavía confío en ti. ¿Quieres apostar algo a que al chico se le ocurre algo, Hokusai?

Aquello era una estupidez para subnormales y el doctor lo comprendía, pero durante aquellas largas horas que habían pasado juntos le había adquirido un misterioso respeto al muchacho y una cierta dependencia de aquel estado de nervios del joven que no se podía asimilar al temor, sino más bien a los preparativos de un caballo pura sangre para lanzarse desde atrás en la recta de llegada. Hokusai era demasiado lento y metódico, y Palmer había tenido demasiadas preocupaciones con las autoridades de fuera de la planta para poder destinarle su completa atención a lo que era la fase más urgente de todo el problema; sólo quedaba el muchacho, atenazado por la falta de confianza en sí mismo.

Hokusai no daba muestras de haber entendido en absoluto el juego del doctor, pero alzó ligeramente las cejas.

—No, no apuesto. Doctor Jenkins, estoy a su disposición.

Palmer observó brevemente al muchacho, cuyo rostro reflejaba una incrédula confusión, pero él carecía tanto de la ignorancia de Ferrel sobre la técnica atómica como del fatalismo oriental de Hokusai. Echó una última mirada al inconsciente Jorgenson y cruzó la habitación hasta alcanzar el teléfono.

—Si quieren ponerse a jugar, háganlo. Yo voy a ordenar inmediatamente la evacuación.

—¡Aguarde! —Jenkins despertaba, tanto física como mentalmente—. ¡Espere, Palmer!

Gracias, doctor. Ha logrado usted sacarme el miedo del cuerpo, y me ha hecho recordar algo que sucedió hace mucho tiempo. Creo que sé lo que Jorgenson estaba tratando de decirnos. Y quizá sea la respuesta. Tiene que serio, pues a estas alturas no hay ya nada más que nos pueda salvar.

—Señorita, comuníqueme con el gobernador.

Palmer había escuchado las palabras de Jenkins, pero no parecía dispuesto a dejar en paz el teléfono.

—Jorgenson no ha dicho nada. Era incapaz de hacerlo. ¡Si se le ha ocurrido a usted alguna de sus brillantes ideas, olvídela! Ya no hay tiempo para jugar a presentimientos, o, por lo menos, hasta que se haya puesto a salvo todo el personal. Admito que es usted un aficionado muy inteligente, pero no es un especialista.

—Si envía fuera a los hombres no habrá nada que hacer, no habrá nadie para hacer el trabajo —la mano de Jenkins alcanzó el receptor telefónico y lo arrancó de las manos de Palmer—. Señorita, cancele la llamada; no es necesaria. Palmer, tiene que escucharme: no se puede evacuar medio continente, ni podemos esperar a que se produzca la explosión para saber cuál es el área exacta que necesitaríamos evacuar. Se trata de una apuesta, pero usted trata de jugarse cincuenta millones de personas contra unos simples cientos de miles. ¡Deme una oportunidad!

—Le doy exactamente un minuto para que me convenza, Jenkins, y más le vale que sea así. ¡Es muy posible que la explosión no afecte a un área superior a los setenta y cinco kilómetros a la redonda!

—Es posible. Además, no se lo puedo explicar todo en un minuto —rugió el muchacho, tremendamente tenso—. Bueno, le he oído quejarse de que un hombre llamado Kellar hubiera muerto. ¿Depositaría usted su confianza en él si estuviera aquí? ¿Lo haría en un hombre que hubiera trabajado a sus órdenes en casi todos sus proyectos?

—Por supuesto, pero usted no es Kellar y resulta que éste era un lobo solitario; el único que trabajó con él fue Jorgenson, y cuando ambos se pelearon y Jorgenson vino a trabajar aquí no admitió a nadie más en su laboratorio. —Palmer volvió a coger el teléfono

-. No sirve, Jenkins.

La mano de éste se hizo de nuevo con el aparato y lo puso fuera del alcance del gerente.

—Yo no fui a trabajar con él, Palmer. Cuando Jorgenson temió realizar uno de los experimentos, yo tenía doce años; tres años después los asuntos se le pusieron tan complicados a papá que ya no pudo llevarlos a cabo él solo, pero decidió realizarlos en familia, y por eso me inició. Yo soy hijastro de Kellar.

Todas las piezas encajaron entonces en el pensamiento del doctor, que se reprendió a sí mismo mentalmente por no haber comprendido antes lo que resultaba obvio.

—¿Así que por eso te conoce Jorgenson, eh? Ya decía yo que era chocante. Jaque, Palmer.

Hubo un ligero instante de duda en el gerente. Luego hizo un gesto con los hombros y se dio por vencido.

—Muy bien; soy un estúpido al hacerle caso, Jenkins, pero me temo que sea demasiado tarde para intentar cualquier otra cosa. Y que conste que nunca olvidé que estaba arriesgando esta ciudad contra medio continente. ¿Qué necesita?

—Hombres; sobre todo albañiles, y unos cuantos voluntarios para un trabajo sucio.

Quiero todos los teléfonos, extractores de tubos y conductores huecos y todo humo, repetidores telefónicos, lo que se pueda trasladar de los demás convertidores; que los conecten lo más cerca que puedan del número Cuatro. Que los coloquen de manera que se puedan llevar hasta encima mismo del magma mediante grúas. No sé cómo, pero los hombres de los talleres lo sabrán mejor que yo. Hay una especie de riachuelo cerca de la central; haga salir de las proximidades a todo el que esté ahí y haga conectar al agua todas las salidas telefónicas. ¿Dónde termina, en una especie de marisma?

—Sí, a un par de kilómetros al sur; no nos hemos preocupado en absoluto del funcionamiento del equipo de drenaje porque a nosotros no nos importa en absoluto la tierra y las marismas sirven de vertedero como cualquier otra zona.

Cuando la planta empezó a utilizar el riachuelo como salida para sus productos de desecho, se armó un jaleo tan impresionante que la National se vio forzada a adquirir todo el terreno adyacente y a apaciguar los temores de los propietarios sobre la radiactividad mediante fuertes sumas de dinero. Desde entonces todo el terreno había pertenecido sobre todo a las hierbas y a los conejos.

—Supongo que en unos cuantos kilómetros no habrá nadie, excepto algunos pescadores o tramperos que no saben que lo utilizamos. Enviaré a la milicia a que los asuste un poco.

—Perfecto. Resultará ideal, porque las marismas retendrán mejor el material radiactivo.

Bueno, ¿qué hay de aquel material supertérmico que se producía el año pasado? ¿Queda algo por ahí?

—En la central no mucho, pero en el almacén quedan varias toneladas que esperan todavía que el ejército se haga cargo de ellas. Es un material muy peligroso. ¿Sabe algo de cómo funciona?

—Lo suficiente para saber qué es lo que necesito —respondió Jenkins indicando el ejemplar del Weekly Ray que todavía seguía donde él lo había dejado.

El doctor recordó que había echado una ojeada a la parte divulgativa del artículo. El material supertérmico estaba confeccionado por dos tipos de átomos superpesados que se mantenían separados el uno del otro. Ninguno de ambos era activo o importante por sí solo, pero juntos reaccionaban atómicamente liberando una tremenda cantidad de calor y, en comparación, muy pocas radiaciones perjudiciales.

—Es la fuente de calor más concentrada de que se puede disponer, y es precisamente calor lo que más voy a necesitar. ¿Cómo se guarda? ¿Cómo lo distribuyen?

—Envasado en botes de cinco kilos. Algunos de esos botes tienen cables de contacto, otros conexiones eléctricas y otros unas frágiles separaciones que se rompen con el impacto, iniciando la reacción. Hokusai se lo puede explicar. Es el padre de ese producto.

—Palmer se dirigió al teléfono y se volvió un instante—. ¿Algo más? Pues si ya está salga para allá enseguida. Cuando llegue usted al número Cuatro ya tendrá a los hombres dispuestos. Yo también iré en cuanto haya dado las órdenes.

El doctor vio marchar a Hokusai y Jenkins, a los que siguió a los pocos instantes Palmer, y se quedó solo en la enfermería con Jorgenson y sus propios pensamientos, que no eran muy agradables. El doctor se sentía demasiado lejos del círculo de iniciados para saber qué tramaban, pero estaba demasiado metido en él para ignorar los peligros que corrían. En aquel momento pensó que le haría bien un poco de trabajo.

Dio un gruñido de disgusto y tomó una de las muestras sanguíneas que se tenían que analizar. No le costó mucho esfuerzo prepararla y ponerla en el microscopio. Estudió las células. No había posibilidad de error: el exceso de leucocitos y el estado de muchas de las células jóvenes no daba lugar a dudas. Todo indicaba una leucemia mielítica crónica.

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