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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (22 page)

BOOK: Nervios
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—Así por encima calculo que la subida de la temperatura puede ser de quince a dieciocho grados. ¡Malo!

—Sí, es demasiado. Jorgenson no soportaría un aumento de más de diez grados en su estado actual. —Jenkins frunció el ceño ante las cifras, al tiempo que con la mano daba nerviosos golpecitos sobre la mesa.

El doctor agitó la cabeza en una expresiva negación.

—No, no es demasiado. Podemos hacer bajar la temperatura de su cuerpo a veintiocho grados con un baño hipotérmico y luego puede subir incluso por encima de los cuarenta, si es necesario, sin peligro alguno. Gracias a Dios, disponemos del equipo para hacerlo.

Si nos hacemos con el equipo de refrigeración de la cafetería e improvisamos unos baños, los médicos voluntarios del hospital de campaña pueden empezar con los demás mientras nosotros nos cuidamos de Jorgenson. Así, al menos, salvaremos a los hombres si es que la planta resulta destruida.

Palmer se quedó mirándolos con la cara perpleja antes de saltar como galvanizado.

—¿Unidades de refrigeración… voluntarios… hospital de campaña? ¿Qué…? Está bien, doctor. ¿Qué quieres exactamente?

Se lanzó al teléfono y empezó a impartir órdenes para que se enviara el I-631 disponible al quirófano, para que se efectuara el traslado del equipo de la cafetería y para unas cuantas cosas más que le iba apuntando Ferrel. Jenkins había salido ya a dar instrucciones parecidas a los médicos recién llegados, pero se presentó de vuelta en el quirófano antes incluso de que Palmer, Ferrel y el japonés Hokusai en su silla de ruedas llegaran allí.

—Blake está a cargo de todo ahí dentro —anunció el muchacho—. Dice que si quiere a Dodd, Meyers, Jones o Sue, las encontrará ahí durmiendo.

—No será necesario. Vosotros —dijo, dirigiéndose a Hokusai y Palmer—, quedaos por ahí, fuera del paso, si queréis ver cómo va.

Al tiempo que decía esto, Jenkins empezaba a conectar las unidades de refrigeración y el baño a la cama en que reposaba Jorgenson. El doctor Ferrel siguió dando instrucciones:

—Prepara la sangre, Jenkins. Le vamos a enfriar hasta donde podamos sin amenazar su seguridad. Tendremos que registrar permanentemente la temperatura y regular los impulsos cardiacos y respiratorios a lo normal en tales condiciones. Por lo que sé, Kubelik debe haber puesto reguladores en alguna parte de ese aparato, pero no sé dónde. Sea como sea, en este momento Jorgenson se está manteniendo por sí mismo.

—Vale más que recemos —añadió Jenkins.

Irrumpió en la sala un hombre con la caja que contenía el isótopo, y el muchacho se la arrebató de las manos antes de que el mensajero hubiera terminado de cruzar el dintel. A continuación preparó una solución, midiendo cuidadosamente el polvo blanquecino y la cantidad de agua necesaria, sin que la tensión restara perfección a sus movimientos, casi automáticos.

—Doctor, si esto no funciona, si Jorgenson ha sufrido daños irreversibles en el cerebro, creo que va a tener que cuidarse de un caso más de locura: el mío. Una esperanza falsa más terminará conmigo.

—No serás el único. ¡Los cuatro nos derrumbaremos! Estamos todos metidos en lo mismo. La temperatura está descendiendo muy bien; voy un poco demasiado rápido pero no hay peligro. Estamos ya en treinta y cuatro.

El termómetro de lectura por control remoto que había insertado en el recto de Jorgenson era especial para el trabajo de crioterapia y daba una respuesta inmediata, en lugar del lento proceso de los termómetros normales para medir la fiebre. Poco a poco, con una lentitud exasperante, la aguja descendía a treinta y dos, y seguía bajando. El doctor tenía clavada en ella los ojos, al tiempo que iba reduciendo el pulso y la respiración a la velocidad adecuada. Había perdido ya la cuenta de las veces que había tenido que obligar a Palmer a echarse atrás, hasta que por fin dejó de intentarlo.

Mientras esperaban, se preguntó cómo les iría a los del hospital de campaña. Ellos todavía disponían de un amplio margen de tiempo para efectuar los arreglos pertinentes en el equipo criogénico y tratar a los hombres por grupos. Les quedaban por lo menos unas diez horas, y además la hipotermia era ya algo normal que se realizaba en todas partes. El único caso que resultaba verdaderamente urgente era el de Jorgenson. La temperatura seguía bajando con mucha rapidez, aunque para el doctor tardara siglos.

Finalmente llegó a veintisiete grados.

—Listo, Jenkins. Inyecta. ¿Vale así?

—No. Creo que será suficiente, pero tengo que ir despacio para equilibrarlo adecuadamente. Demasiado de esto puede ser tan malo como de lo otro. ¿Sube ya la temperatura, doctor?

En efecto, y mucho más deprisa de lo que Ferrel hubiera deseado. Al penetrar el líquido en las venas y dispersarse por los imperceptibles depósitos de radiactividad, la aguja empezó a subir, pasó los treinta, los treinta y cinco… Al llegar a treinta y siete dejó de subir y poco a poco empezó a bajar de nuevo mientras el baño criogénico absorbía de las células corporales el calor de la radiación. El contador de radiactividad registraba todavía la presencia de isótopo R, aunque ya mucho más débilmente.

La siguiente inyección fue más pequeña, y la tercera todavía más.

—Ya casi está —comentó Ferrel—. Con la próxima lo habremos logrado.

Habían tenido que utilizar varias inyecciones, lo que les había permitido no tener que someter el cuerpo de Jorgenson a una temperatura demasiado baja, aunque todavía seguía siendo un poco arriesgado. Finalmente, cuando la última gota minúscula de la solución de I-631 hubo entrado en las venas del ingeniero y se dio por terminado el trabajo, el doctor Ferrel hizo un gesto con la cabeza:

—No queda signo alguno de actividad. Acabo de cortar la refrigeración y el cuerpo ha subido a treinta y ocho, y todavía va a subir un poquito más enseguida. Pero estará listo para cuando podamos contrarrestar el efecto del curare, que será dentro de unos treinta minutos. ¿Palmer?

El gerente asintió, les observó desmantelar el equipo hipotérmico y se quedó a presenciar la rutina de eliminar los efectos del curare. Era algo que costaba más tiempo que su aplicación, pero una parte de la tarea era realizada por los propios procesos corporales del paciente, y éste terminó descansando tranquila y normalmente. Por fortuna no se les había ocurrido utilizar paramorfina, pues ésta resultaba mucho más lenta y difícil de eliminar.

—Llamada para el señor Palmer. Señor Palmer, acuda al teléfono.

La voz de la telefonista carecía de su habitual y artificiosa exactitud, y parecía una salmodia nerviosa. Se la veía atenazada, cosa anormal en aquella cara, generalmente inexpresiva.

—Se requiere al teléfono al señor Palmer.

—Aquí Palmer. —El gerente asió el primer teléfono que encontró a mano; no disponía de pantalla y no tenía ninguna indicación de quién era el que llamaba, pero Ferrel advirtió que la tenue esperanza que había aparecido en la cara del ejecutivo tras la recuperación de Jorgenson volvía a desaparecer bajo una expresión de desasosiego—. ¡Compruébenlo!

Salgan de ahí y prepárense para evacuar, pero sigan en sus puestos hasta que les dé nuevas órdenes. Díganles a los hombres que Jorgenson está a punto de recuperarse. Así tendrán algo de qué hablar y no se pondrán más nerviosos.

Luego se volvió al equipo médico.

—Me temo, doctor, que todo esto no haya servido de nada. La masa radiactiva ha empezado a calentarse otra vez y van a tener que abandonar también la zona número tres. Esperaré a que Jorgenson esté bien, pero me temo que incluso si está en condiciones de ayudarnos y conoce la clave del asunto no habrá manera de ponerla en práctica.

12

Palmer se dirigía hacia Briggs y la brigada que iba con éste, dejando atrás el edificio de Administración, cuando de repente se detuvo. Se daba cuenta de que si se presentaba ante todos aquellos hombres sin una auténtica esperanza de controlar la situación, no serviría de nada. Tal como estaban las cosas, Briggs era capaz de dominar a sus hombres y de hacer todo lo que estuviera en su mano en aquellas circunstancias. E incluso, desde la distancia a la que se encontraba, se observaba fácilmente que no había ya mucho que hacer, como no fuera apartarse lo más posible de aquella masa ardiente.

Ya no había posibilidad alguna de que los hombres se acercaran al número Cuatro por el intensísimo calor que despedía el material radiactivo.

Lo único que quedaba por hacer era encontrar la respuesta —bien él mismo, bien Jorgenson —y fuera ésta la que fuese resultaría inútil si no se podía llevar a cabo desde una distancia prudencial y mediante uno de los tanques pesados. Por supuesto, de haber habido el suficiente I-631 podrían haber rociado el magma desde arriba, pero no disponían de suficiente cantidad de aquella especie de antídoto.

Dio la vuelta rápidamente y se cruzó con un grupo de obreros que transportaban escudos protectores adicionales que debían acoplarse a los tractores y a los tanques ligeros. Todos aquellos hombres empezaban a presentar síntomas de desfallecimiento.

Hasta aquel momento, todo el mundo había hecho lo posible por aceptar el reto que se les presentaba y encontrar la solución dentro de sus posibilidades, pero ahora empezaban a abandonar la esperanza. Ya le había llegado a Palmer un informe sobre un grupúsculo que había intentado escapar del recinto de la planta por la puerta de carga, y de otro que aparentemente había intentado forzar la puerta principal. Hasta el momento, los guardas no habían tenido muchas dificultades, pero si los hombres querían realmente escapar de allí, con un sólo tanque tendrían el camino despejado en un instante. Además, en el caso de que se dividieran las opiniones y unos intentaran escapar y otros permanecieran leales, se formarían disturbios y desórdenes que contribuirían a hacer de la zona un infierno. Y aquello sería el caos. La tensión que cualquier hombre era capaz de soportar sin estallar tenía un límite.

Palmer notaba su propio estado de excitación nerviosa. Prueba de ello era que no cesaba de pensar en más y más planes fantásticos, aunque la parte de su cerebro que todavía funcionaba con lógica le decía que cualquier solución acertada debía buscarse en lo más simple, en lugar de en lo más complicado. La transmutación no se había logrado mediante unos pases mágicos, sino con el estudio y la aplicación de los elementos correctos en los momentos precisos. El mecanismo que regía el convertidor era más sencillo que el del antiguo ciclotrón, y sin embargo era capaz de fabricar neutrones a kilos y mesones en el grado de concentración que desearan.

Se dirigió a su despacho. Se le pasó por la cabeza darse una ducha rápida allí. No por relajarse haría más, pero sí estaría en situación de hacer que sus hombres rindieran más.

En cuanto entró en el antedespacho se dio cuenta de que se había equivocado de lleno. La cara de Thelma, su secretaria, era todo un poema. Todavía aguardaban ante ella todas las llamadas dirigidas a él, y que sólo la habilidad de la muchacha había logrado esquivar.

—¿Qué hay? —preguntó agriamente.

—El alcalde Walker otra vez —repuso ella—. Es el peor de todos.

Palmer descolgó en su despacho, al tiempo que tomaba una botella del cajón inferior.

No era lo mismo que una ducha pero necesitaba algo para seguir funcionando.

—Muy bien, Walker —dijo—. Tiene usted línea, pero hay mucha gente esperando, así que vaya rápido. ¿Qué le pasa?

El gerente todavía maldecía la mala suerte que había llevado a Walker a su despacho en el mismo instante en que se había iniciado todo el fregado pero, al menos, el hombre estaba haciendo todo lo posible por ceñirse al tema y esbozar la situación exterior con la mayor brevedad posible.

La ciudad de Kimberly se le estaba escapando ya de las manos. Palmer se sentía razonablemente seguro de que Guilden, el director de la cadena de periódicos, no había sido el responsable de las patentes falsedades contenidas en la primera plana del periódico, ni del reparto clandestino de ejemplares una vez el número de periódicos fuera secuestrado mediante una orden tajante del gobernador; aquella maniobra tenía la apariencia de ser llevada a cabo por algún fanático, y Guilden no había llegado nunca a tanto en su nivel informativo habitual. Pero aquello poco importaba. El secuestro había convencido a los detractores de las centrales de que lo que contaba era verdadero, y el hecho de que la información no diera ningún tipo de detalles les impulsaba a leer cualquier cosa que imaginaran en los ejemplares que circulaban bajo mano. Las reuniones multitudinarias hacían el resto. Hasta el momento no se habían registrado escenas de auténtica violencia, pero el nivel del miedo no tardaría en subir hasta tal extremo que sería inevitable una explosión en todas direcciones, aunque de modo principal en contra de la central.

Palmer interrumpió a Walker.

—Lo siento, pero no puedo hacer nada, Walker. Y tal como están las cosas quizá no quede nadie mañana que pueda lamentarlo. ¡Estamos apunto de rendimos!

El alcalde palideció y pareció a punto de derrumbarse, pero sorprendentemente se rehizo en unos instantes. Dio un fuerte suspiro, sonrió y movió la cabeza con gesto grave.

—Supongo que nos avisará usted si lo hacen, ¿no? ¿Cree que una situación favorable aquí en la ciudad podría servirles de algo?

—No lo sé. Quizás ayude, con la débil esperanza que nos queda.

—Muy bien —Walker parecía de repente dueño de sí mismo otra vez—. En ese caso nos las apañaremos para mantenerlo todo en orden. Si hay algo que pueda hacer, no dude en hacérmelo saber.

Luego cortó la comunicación.

Aquella conversación le demostró a Palmer algo de lo que había estado seguro desde el principio. Si se informaba verazmente de la situación, un hombre era capaz de casi todo. Pero cuando el ataque surgía de las sombras y no se sabía contra qué se estaba luchando, cualquiera se derrumbaba y se volvía loco. Todo aquel encubrimiento de la situación que había exigido el gobernador había resultado un error desde el primer momento. Probablemente aquello se podía hacer en los asuntos urgentes de poca importancia o en la política habitual, pero no en una situación tan grave como aquella.

Sin embargo, no había sido culpa sólo de los políticos. Todo había empezado con las propias centrales. No se había intentado explicar al público los hechos reales, sino que se les había llenado la cabeza con palabras incomprensibles y con matemáticas abstrusas; no se había tenido en cuenta que siempre hay modos de explicar una cosa para que resulte comprensible para la gran mayoría de las personas, si se les concede un poco de tiempo. En lugar de buscar a aquellos que pudieran exponer con claridad las teorías atómicas, se las había convertido en secretos cada vez más lindantes con el esoterismo.

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