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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (19 page)

BOOK: Nervios
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—Es difícil encontrar al hombre adecuado para trabajar aquí, Jenkins. Este trabajo abarca demasiados campos y demasiadas facultades, aunque se pague tan bien.

Revisamos muchas peticiones antes de escoger la tuya, y no me arrepiento de la elección. De hecho, eres mejor tú de lo que lo era Blake cuando se integró en el equipo.

Los registros dan la impresión de que escogiste este empleo deliberadamente.

—Así fue.

Aquella era la respuesta que menos podía esperar el doctor; en toda su experiencia no había conocido a nadie que hubiera intentado conseguir un empleo en la National como médico por el trabajo a realizar. Normalmente trataban de integrarse en aquella empresa al comparar sus ingresos anuales con el sueldo que pagaba la National.

—Así que sabías lo que se requería para entrar y te dedicaste a estudiarlo todo. ¿Puedo preguntarte por qué?

Jenkins se encogió de hombros.

—¿Por qué no? Nos sentará bien desahogarnos un poco. Es una historia algo complicada, pero lo esencial no es difícil de explicar. Papá, mi padrastro, en realidad, era el propietario de una planta atómica. Bastante buena, doctor, aunque no llegara a ser como la National. Cuando tenía quince años trabajaba allí de mecánico y aprendiz de ingeniero, y nos encontrábamos en una precaria situación en cuanto al desarrollo de la medicina radiactiva, por lo que papá insistió en que estudiara medicina en la universidad.

Allí fue donde conocí a Sue, que estaba en el último curso. Entonces tenía dinero para mantenerla, aunque al año siguiente ella dejara la facultad por un magnífico trabajo en la Mayo, mientras yo seguía con los estudios. Sea como fuere… Papá tenía un gran contrato con un nuevo proceso que estaban elaborando. Le costó ciertos equilibrios, pero se procuró el equipo y lo instaló… Sospecho que uno de los controles falló por defecto de fabricación, puesto que el proceso estaba bien preparado. Lo habíamos estado vigilando demasiado para olvidar cualquier posibilidad de accidente. Pero cuando se limpió el solar, tuve que dedicarme exclusivamente a la medicina. Sue era quien nos mantenía a los dos, y todavía fue capaz de conseguirme una plaza de interno en Mayo. No se trataba de medicina nuclear, pero pensé que era capaz de utilizar lo que allí aprendiera, en caso de entrar aquí. Entonces, usted me contrató.

—La National otorga un título en medicina atómica —le recordó el doctor. Todavía era una rama demasiado moderna para tener ya una facultad organizada, y no había mejores maestros en el mundo que Palmer, Hokusai, Jorgenson, etcétera—. Además, te pagan un sueldo mientras estudias.

—Ya… Así se estará bien dentro de diez años. Además, el salario es sólo para una persona soltera. No; cuando me casé con Sue fue con la intención de que no trabajara más; pues bien, Sue lo hizo hasta el día que terminé el internado, pero yo sabía que con un empleo aquí podría seguir manteniéndola. Tratar de ser ingeniero y entrar en las escalas más altas de la pirámide no parecía ser una perspectiva muy agradable. Ahora ya hemos ahorrado un poco y quizá dentro de un tiempo hagamos algo… Pero, doctor, ¿qué significa todo esto? ¿Es que se cree que soy un niñato y me ha de aliviar de una depresión de adolescente?

Ferrel le sonrió.

—Nada de eso, hijo, aunque tenía curiosidad por saberlo. Además, ha dado resultado,

¿no? ¿Acaso no te sientes mejor?

—Casi del todo. Lo único que me preocupa es lo que se está cociendo ahí fuera —repuso—. Desde el camión me hice una idea de la catástrofe. Bueno, quizá me iría bien dormir un poco, pero vuelvo a sentirme bien.

—Perfecto.

Al doctor le había hecho tanto provecho como a Jenkins aquella conversación fuera de lo normal; le dejó también mucho más relajado que todas las vueltas que estaba dándole a sus propios pensamientos.

—Imagínate que ahora vamos ahí dentro y nos quedamos observando cómo va Jorgenson. ¿Has pensado qué podría pasarle a Hokusai?

—¿Hokusai? En este momento está en mi despacho y ya que no le dejamos ir a su puesto, se ha dedicado a hacer cálculos sobre un papel. Me pregunto…

—¿Sobre asuntos de la investigación? Si entras y hablas con él no te mentirá porque es un buen tipo. Según parece no ha habido nadie más en esta central que haya sospechado la posibilidad de todo eso del isótopo R, así que les llevas una buena delantera. Además, con el doctor Blake y las enfermeras y los auxiliares, y sin agobios ni preocupaciones aparte de los tanques, creo que poco puedes hacer por aquí.

Ferrel se sentía mucho más en paz con el mundo que cuando saliera de telefonear a Palmer al ver ahora a Jenkins dejar el quirófano en dirección a su despacho; la mirada que lanzó Brown, primero hacia el muchacho y luego hacia el doctor, reafirmó el buen ánimo en que se sentía. Aquella chica decía con los ojos mucho más que los demás con la boca. Se dirigió hacia la mesa de operaciones, en la que ahora estaba trabajando Blake en el masaje cardiaco mientras una de las enfermeras recién llegadas se cuidaba del respirador que silbaba rítmicamente mientras los pulmones lo inhalaban y lo expelían. El cuerpo resistiría de este modo un rato más, pero ya estaban llegando al límite que parecía normal según las experiencias anteriores.

Blake alzó la mirada con expresión preocupada.

—No va muy bien, doctor. Durante los últimos minutos no ha hecho nada por sí solo. Iba a llamarte. Yo…

Las últimas palabras se vieron apagadas por un rugido cada vez más potente que venía de encima de sus cabezas, el sonido característico de los aviones de despegue y aterrizaje vertical de gran capacidad durante sus maniobras. Ferrel asintió a la mirada interrogante de Brown, pero no se le ocurrió ponerse a gritar cuando depositó sus manos sobre las de Blake para efectuar el relevo en el delicado trabajo de estimular la acción natural del corazón. Mientras Blake se retiraba, el sonido fue apagándose y el doctor le indicó que saliera con un gesto de la cabeza.

—Es mejor que salgas y supervises el transporte del aparato, y llévate a todos los hombres que puedas reunir para transportarlo, o mejor aún envía a Jones por ellos. Esta máquina es un modelo experimental y muy incómodo; por lo menos debe pesar unos noventa kilos o más.

—Yo mismo lo haré. Jones está ocupado.

El doctor no notaba bajo su mano el menor síntoma de que el corazón diese algún latido por su cuenta bajo sus hábiles manipulaciones, aunque estaba poniendo en ello la máxima habilidad de la que era capaz.

—¿Cuánto hace del último latido?

—Unos cuatro minutos. Doctor, ¿queda todavía alguna posibilidad?

—Es difícil de precisar. A ver qué pasa ahora con la máquina.

El corazón seguía resistiéndose a moverse, aunque la presión y el movimiento mantenían la circulación sanguínea y al menos impedían que las células quedaran privadas de oxígeno y murieran. Con todo cuidado, con toda delicadeza, transmitió todo su pensamiento a los dedos e intentó notar el más ligero latido. Quizás en una ocasión creyó encontrarlo, pero no podía asegurarlo. Todo dependía de lo que tardaran en instalar la máquina y de lo que pudiera sobrevivir un hombre con la simple manipulación. Sobre esto último aún no había estadísticas científicas.

Pero no cabía duda de que una chispa de vida anidaba aún, débil y casi invisible, en el interior de Jorgenson, mientras en el exterior el infierno puesto en marcha por el hombre seguía consumiendo los minutos que le separaban de convertirse en el isótopo de Mahler.

Normalmente el doctor era agnóstico, pero en aquel momento, de modo inconsciente, su mente volvía atrás a la fe simple de la niñez, y escuchaba a Brown que servía de eco a la plegaria que salía de su boca. La segundero del reloj todavía dio vueltas y vueltas antes de que oyeran el sonido de los pies de los hombres por la entrada trasera; mientras, todavía no había notado ningún latido definitivo de aquel corazón. ¿De cuánto tiempo disponía para realizar la operación difícil y nada acostumbrada de poner en funcionamiento el aparato?

Echó una mirada a un lado para ver si ya se había desprovisto a la máquina de su envoltorio protector. El doctor Blake y un par de hombres que con toda seguridad habían llegado en el avión empezaron a trasladar la mole de aspecto pesado del aparato hasta dejarla colocada junto al cuerpo de Jorgenson.

Otra mirada a la máquina le mostró el panel de control, que llevaba una innumerable serie de carretes de inducción y de haces de cable terminados en delgadísimos filamentos de platino que tenían que insertarse adecuadamente para gobernar el movimiento del corazón y de los músculos respiratorios de Jorgenson. Todo estaba cuidadosamente codificado, aunque la complejidad de la máquina casi asustaba. Sobre la consola había unas cuantas hojas que detallaban los códigos, y aquí volvía a aparecer, temible, el número de conceptos. Todo aquello tenía que haberse memorizado con anterioridad, de modo que las hojas sólo fueran guías para cualquier duda que surgiera, pero el doctor no disponía de tiempo y tenía que contentarse con un somero estudio. Si se equivocaba en algún punto, lo único que ocurriría sería que no habría oportunidad de intentarlo de nuevo; si los datos le traicionaban o sus ojos cansados se oscurecían por un instante, no quedaría ya ninguna esperanza para Jorgenson, y éste moriría.

11

—Aplique de nuevo el masaje, Brown —ordenó el doctor—, y manténgalo pase lo que pase. Muy bien. Dodd, ayúdeme, y esté atenta a mis señas. Si sale bien, ya descansaremos después.

Se volvió a la máquina y su precipitada ojeada le mostró que los técnicos ya habían efectuado las conexiones eléctricas. Los apartó a un lado con brusquedad y puso en funcionamiento las ondas supersónicas y los rayos ultravioleta… Se había hecho imposible mantener el teatro de operaciones en el debido estado de asepsia.

—¡Doctor Ferrel! ¡Espere un…

Uno de los hombres que seguramente procedían del avión avanzaba hacia el doctor.

Este no tenía tiempo que perder en instrucciones de última hora. Se volvió hacia Jorgenson, al tiempo que, presa de los nervios, señalaba a Jones.

—Quite a esos hombres de en medio. ¡Y empiece a preparar sangre para remplazar la de Jorgenson cuando se termine!

—No. Espere un momento, doctor Ferrel —se escuchó de nuevo al mismo hombre, esta vez con más insistencia.

El doctor frunció el ceño al tiempo que trataba de estudiar la primera hoja de instrucciones.

—Blake, eche una mano a Jones con estos hombres. Y si insisten en crear problemas, llame a los guardias. Bien, Brown, muy bien. Preparada, Dodd.

Ferrel se preguntó, en un rincón de su mente alejado de la acción que en aquel momento tenía lugar, si iba a poder enorgullecerse de haber sido uno de los mejores cirujanos del mundo como poco antes había hecho ante Jenkins; en otros tiempos había sido verdad, lo sabía sin necesidad de acudir a falsas modestias, pero de aquello hacía mucho, y en la presente ocasión se trataba de otro trabajo endiabladamente más difícil.

Sentía en su interior una chispa de la antigua fascinación con que Kubelik había hecho su demostración con un perro en la convención, y sentía que conservaba todavía un buen recuerdo de lo efectuado en aquella ocasión. Sus manos también parecían hábiles como en los mejores tiempos. Sin embargo, para ser un gran cirujano era preciso poseer un

«algo» muy especial, y Ferrel desconfiaba de conservarlo todavía.

Luego, cuando sus dedos empezaron a efectuar los movimientos microscópicos necesarios y Dodd se convirtió en dos manos suyas más, dejó de preocuparse por todo ello. Fuera lo que fuese, notaba que surgía de su interior, y que en algún lugar se convertía en una pura alegría que iba mucho más allá de la urgencia de su labor. Era probablemente la última ocasión en que lo sentiría, y si la operación tenía éxito, sería probablemente algo que conservaría con los pocos tesoros mentales que le quedaban todavía de su antiguo éxito. El hombre que tenía ante sí dejó de ser Jorgenson, la enfermería, excesivamente llena, se convirtió de nuevo en el centro principal de operaciones de la misma clínica Mayo que había producido a Brown y aquella extraña máquina, y sus dedos fueron otra vez los del Gran Ferrel, el muchacho prodigio de Mayo que cada mañana realizaba un par de operaciones imposibles antes del desayuno sin que se le despeinara un solo cabello.

En parte, sus sentimientos se debían a la propia máquina. Ésta estaba construida a mano y mostraba señales de haber sido repasada y retocada innumerables veces. No disponía de cubierta decorativa, ni de simetría que le proporcionara más adelante un poco de gracia, ni ningún diseño comercial. Enorme, compacta, con algunas partes en el desorden más absoluto, semejaba más un artilugio de una cámara de torturas de la inquisición que un prodigio de la ciencia. Pero funcionaba, él lo había comprobado. En aquella masa ingente de piezas varias se generaban pequeñas corrientes eléctricas que se modulaban para simular los impulsos normales de los nervios, que se integraban para producir la respiración y la circulación que necesitaba el cuerpo; había dispositivos de exploración que se colocaban sobre ciertos vasos sanguíneos y que comprobaban el porcentaje de oxígeno y la dilatación de venas y arterias. Tenía también una especie de cerebro, un complejo calculador que remplazaba las órdenes que debiera dar el cerebro que ya no estaba en funcionamiento o que no podía enviar los mensajes adecuados a los órganos que debía controlar.

Los periódicos se habían referido a él como el «supermarcapasos», pero tal definición era una estupidez. El marcapasos controlaba sólo el corazón, induciendo una respuesta en éste. El aparato de Kubelik regulaba al mismo tiempo el corazón y los pulmones, exigiendo una respuesta. En el caso de Jorgenson, un marcapasos normal no hubiera servido de nada.

El excitador era el producto de una combinación genial de la medicina y la electrónica.

Sin embargo, pese a lo maravilloso que resultaba, tan sólo representaba algo secundario en comparación con la técnica desarrollada por Kubelik para seleccionar y conectar únicamente aquellos nervios y haces nerviosos que resultaban necesarios, y que abría grandes posibilidades quirúrgicas para lo que a priori se podía considerar un imposible. Y en aquel momento, con el esfuerzo que representaba seguir el código que Kubelik debía conocer, con toda certeza, de carrerilla, Ferrel trataba de duplicar la tremenda tarea desarrollada por otro hombre.

Brown le interrumpió, y tal interrupción en mitad de aquella operación tan delicada indicaba con toda claridad la tensión bajo la que se encontraba.

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