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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (14 page)

BOOK: Nervios
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El rostro de la telefonista dejó paso en la pantalla a una Sue Brown con cara de cansancio y que les miraba.

—¿Qué sucede, doctora?

—Se trata de ese tipo japonés, Hokusai, el que ha estado dirigiendo las cosas por aquí, doctor Ferrel. Le mando para allá con un ataque agudo de apendicitis. Prepare el quirófano.

Jenkins casi se atraganto con el café que intentaba beber, y su voz sofocada pareció a medio camino entre el disgusto y una risa histérica.

—¡Apendicitis, doctor! ¿Qué más vamos a tener?

Podía haber sido peor. La doctora había conectado la pequeña unidad de congelación de la ambulancia y había bajado la temperatura del abdomen tanto para preparar a Hokusai para la intervención como para frenar la infección de modo que el apéndice no se rompiera antes de ingresar en el quirófano. La arrugada cara oriental de Hokusai tenía un tono grisáceo bajo su color oliváceo, pero se las ingeniaba para mantener una leve sonrisa.

—Siento mucho molestarle, doctor Ferrel. Lo siento mucho. Por favor, nada de éter,

¿eh?

Ferrel soltó un gruñido.

—No lo necesitamos, Hoku; usaremos hipotermia, que ya hemos empezado a aplicar.

Por ahí, Jones… Jenkins, si quieres, vete por ahí a descansar un rato.

La doctora Brown se estaba esterilizando y entró de repente en la sala, lista para asistir a la operación.

—Creo que le tendremos que atar, doctor Ferrel. Insiste en que lo único que necesita es un poco de aceite mineral y un poco de menta para el dolor de estómago. ¿Por qué será que las personas más inteligentes son las más estúpidas en estas cosas?

También resultaba un misterio para Ferrel, quien muchas veces se había formulado idéntica pregunta. Rápidamente comprobó la temperatura mientras ponía en funcionamiento con toda rapidez un equipo de crioterapia. Lo encontró todo correcto y empezó.

Hokusai se encogió a la vista del bisturí sobre su piel, pero luego abrió los ojos con Sorpresa al no sentir el dolor que esperaba. Una de las mayores ventajas del trabajo quirúrgico bajo temperaturas adecuadamente bajas consistía en la ausencia total de respuesta nerviosa y la consiguiente ausencia de shocks postoperatorios. Ferrel separó la carne, cortó con precisión y rapidez el apéndice y lo extrajo con una mínima incisión.

Luego, con uno de los numerosos accesorios, realizó una sutura mecánica de la herida y se echó para atrás.

—Ya está listo, Hokusai. Ha tenido suerte de que no se haya perforado. La peritonitis no es muy divertida, aunque podamos cortarla a base de antibióticos. Las salas de la enfermería están llenas, así que tendrá que quedarse unas horas en esta mesa de operaciones hasta que encontremos un lugar para acomodarle; tampoco tendrá a ninguna de estas bellas enfermeras hasta que lleguen por la mañana las dos que faltan. No sé qué haremos con los pacientes.

—Pero doctor Ferrel, dicen que con las intervenciones actuales ya podría levantarme. Y tengo muchísimo trabajo que hacer.

—Ha oído usted que los recién operados de apendicetomía ya no son internados, ¿eh?

Bueno, eso sólo es verdad en parte. Johns y Hopkins empezaron a investigar hace ya mucho sobre ese tema. Sin embargo, mientras la temperatura vuelve a la normalidad tiene que permanecer aquí tumbado. Y después, si quiere moverse un poco, puede hacerlo, pero no puede salir hacia el convertidor. Un poco de ejercicio hace probablemente más bien que mal, pero ha de evitar cualquier tipo de esfuerzo.

—Pero la situación…

—Hágase a la idea, Hokusai. Ahora no puede ayudar en nada, al menos durante unos días. Hasta que se disuelva por completo la sustancia que forma la sutura en los fluidos corporales está usted de baja, y eso lleva alrededor de dos semanas.

El hombrecito se rindió bien a su pesar.

—En ese caso creo que dormiré un poco. Será mejor que llame cuanto antes a Palmer y le comunique la situación. Tiene que enterarse de que no estoy en el convertidor.

Palmer se tomó muy a mal la noticia, con cierta propensión a culpar a Hokusai y a Ferrel de lo que sucedía, cosa por otro lado bastante natural.

—Maldita sea, doctor. Esperaba que Hoku encontrase algún modo de hacer frente a la situación y dominarla. Es uno de los mejores cerebros en esta materia. ¡Lo que faltaba!

Bueno, supongo que no hay nada que hacer. Ya comprendo que no se encuentra en condiciones de trabajar con precisión. Quizá Jorgenson pueda decimos cómo actuar, aunque sea desde una silla de ruedas de convaleciente. ¿Cómo se encuentra? ¿Está en condiciones de poder dar las órdenes precisas a los supervisores para efectuar el trabajo?

—Espera un momento —le cortó Ferrel con la mayor rapidez—. Jorgenson no está aquí.

Tenemos en la enfermería treinta y un pacientes, y no está entre ellos; y en el caso de que fuera uno de los diecisiete muertos ya nos habríamos enterado. Tampoco sabía que Jorgenson estuviera en este proyecto.

—Tenía que estar, puesto que se trataba de su propio trabajo.

—Escucha, Ferrel: alguien me ha asegurado que Jorgenson estaba entre los heridos, pues vieron cómo se lo llevaban en una ambulancia. Compruébalo, y rápido. Si Hokusai sólo está a media capacidad de trabajo, tendré que recurrir a Jorgenson.

—No está aquí. Si estuviera, le reconocería a primera vista por el traje protector. El que te informó lo debió confundir con un tipo enorme de la cámara de seguridad situada al sur, que llevaba un protector normal, no un Tomlin. ¿Qué hay de los que sólo estaban inconscientes o de los que estaban en las inmediaciones del convertidor? No sabes siquiera si estaba dentro cuando ocurrió el accidente, ¿verdad?

Palmer tensó los músculos de la mandíbula.

—¡Tendría que haber sido informado de su paradero por lo menos cincuenta veces!

Todo el mundo sabe que le ando buscando. Tiene que estar en tu edificio.

—¡Que no está, te digo! Otra cosa, ¿qué opinas de enviar a los pacientes que tengo al hospital clínico de la ciudad?

—Ya lo he probado, pero deben haber escuchado algún rumor sobre los efectos radiactivos del I-713 en la carne y se niegan a aceptar el ingreso de uno solo de los pacientes.

Palmer hablaba solamente con la parte externa de su cerebro; las mejillas se le hinchaban como si estuviera mascando sus propios músculos faciales y los encontrara duros.

—Jorgenson, y ahora Hokusai. Y Kellar murió hace ya muchos años. Aparte de éstos, no conozco a nadie más en todo el país capaz de saber exactamente lo que se ha de hacer. Yo lo he intentado y me he perdido en la sexta página. Doctor Ferrel, ¿crees que un hombre enfundado en un traje Tomlin tiene tiempo de desplazarse desde, digamos, el costado del convertidor hasta una de las cámaras de seguridad en un tiempo de unos veinte segundos?

Ferrel lo calculó rápidamente. El traje Tomlin pesaba unos ciento cuarenta kilos y, aunque Jorgenson tuviera una constitución espléndida, era sólo un hombre.

—Bajo la tensión de una emergencia resulta imposible saber lo que un ser humano es capaz de hacer, Palmer, pero no creo que pudiera hacer siquiera la mitad de esa distancia.

—Lo suponía. Y, en el caso de que no haya resultado aplastado por algún desprendimiento, ¿crees que tiene alguna posibilidad de seguir con vida? Esos trajes están diseñados a prueba de toda radiación, o por lo menos así se cree. Llevan aire para veinticuatro horas y son herméticos como los trajes de los astronautas. Absorben mediante filtros el exceso de dióxido de carbono y de humedad. No tienen ningún tipo de abertura. Se supone que deben proteger a un hombre que se halle en el interior de un convertidor de casi cualquier accidente que pueda producirse.

—No le daría más de una oportunidad entre mil millones, pero repito que no hay manera de conocer el límite exacto de lo que se puede hacer; todos los días ocurren milagros.

¿Quieres intentarlo?

—¿Y qué puedo hacer si no? No hay alternativa. Me reuniré contigo en la entrada del número Cuatro lo más pronto posible. Trae todo lo que pueda resultar necesario para empezar a trabajar en seguida. ¡Los segundos cuentan!

El rostro de Palmer se desplazó hacia un lado de la pantalla mientras alargaba la mano hacia el botón, y Ferrel no perdió tiempo en imitar el movimiento.

Según toda lógica no había ninguna posibilidad, ni siquiera teniendo en cuenta el traje Tomlin. Sin embargo, y hasta que tuvieran la total seguridad de que no había nada que hacer, tenían que seguir intentándolo. No se podía despreciar ninguna posibilidad cuando todo un proceso atómico había quedado fuera de control y sobre todo cuando se tenía la certeza casi absoluta de que el resultado de todo ello era el isótopo R (pues Palmer no había ocultado lo desesperado de la situación, aunque tampoco había afirmado nada específicamente). Lo único que estaba totalmente claro era que si Hokusai no podía hacerse cargo del trabajo ningún otro hombre de la National ni de las demás empresas menores que dependían de aquélla disponía siquiera de un cincuenta por ciento del conocimiento de aquel pequeño japonés sobre el tema.

Así pues, todo dependía de Jorgenson. Y éste se encontraba probablemente en algún lugar de aquel infierno semiderruido que en cualquier momento podía partir un tanque y enviar a los hombres a la enfermería con los huesos rotos por su propio caos muscular.

El rostro de Ferrel debía mostrar lo que pensaba, a juzgar por la expresión alarmada de Jenkins.

—Jorgenson todavía está en algún punto del convertidor —dijo Ferrel.

—¡Jorgenson! ¡Pero si es el hombre que…! ¡Dios mío!

—Exacto. Quédate aquí y cuídate de los casos musculares que puedan ir llegando; Brown, quiero que venga allí conmigo otra vez. Traiga todo lo que podamos necesitar en el caso de que no le pudiéramos traer inmediatamente; prepare uno de los vehículos, póngalo todo dentro y salga para allá el doble de rápido que pueda. Yo voy por la ambulancia.

Aceptó el botiquín de urgencias que Brown le tendió, se metió en la boca una tableta estimulante sin preocuparse de acompañarla con un trago de agua y salió disparado hacia la ambulancia.

—¡Vamos al número Cuatro, y rápido!

Palmer acababa de bajar de la motocicleta que le había conducido hasta allí en el momento en que los médicos daban la vuelta al edificio del número Tres y quedaban frente a la valla de seguridad que mantenía a los curiosos a distancia del número Cuatro.

El gerente divisó al doctor, le hizo un gesto con la cabeza y se dirigió hacia él apartando a los hombres que se arremolinaban a su alrededor. Mientras, gritaba órdenes a diestro y siniestro. En cuanto la ambulancia paró, saltó junto a Ferrel.

Bien Ferrel, ve por ahí y métete en un traje protector lo más deprisa que puedas.

Vamos a entrar con los tanques, se pueda o no. Briggs, saca todo eso de ahí delante, despeja una vía hacia el interior como puedas y utiliza otra vez la grúa grande.

Necesitaremos a todos los hombres que podamos. Dales varas de acero y diles que busquen todo lo que sea suficientemente sólido y grande para ser un hombre. Que cada uno pase dentro sólo cinco minutos. Creo que lo podrán resistir. Volveré dentro de un momento.

El doctor advirtió la masa confusa de máquinas y tanques de todo tipo que se apretujaban frente a las paredes —o lo que quedaba de ellas —del convertidor. Vio cómo sacaban por un lado todo lo que podían encontrar en el interior y dejaban una abertura en el lugar donde había estado la puerta principal del edificio, y que ahora se estaba limpiando para que la grúa atacara los obstáculos más difíciles. Resultaba obvio que habían estado ocupados en algún intento de apagar el fuego atómico del interior, pero el conocimiento que tenían de la técnica atómica no era mucho y no podía comprender muy bien lo que estaban haciendo. El equipo empleado fue apartado por los tanques sin desmantelarlo y muchos hombres corrieron hacia la sección acotada por las vallas, algunos de ellos ya acorazados y los otros colocándose las últimas piezas mientras corrían. Ferrel se introdujo en uno de los trajes con la ayuda de uno de los empleados y se preguntó qué podría hacer encerrado allí dentro en el caso de que fuera necesario hacer algo.

Palmer ya se había colocado también el traje y esperaba junto al tanque. Era un vehículo bajo y fuertemente acorazado, equipado en su parte delantera con una pala excavadora y un garfio, del que colgaban unos brazos móviles.

—Por aquí, doctor.

El doctor le siguió al interior de la máquina y Palmer asió los mandos al tiempo que conectaba la radio de onda corta y empezaba a gritar órdenes por ella a los demás tanques que comenzaban a avanzar tras sus pesadas huellas. El rumor apagado del motor aumentó de volumen y el tanque inició la marcha bajo la dirección del gerente.

—No había conducido uno de éstos desde una demostración que hicimos en un picnic hace unos siete años —refunfuñó, mientras asía con fuerza los controles e iniciaba un prolongado giro hacia la izquierda—, aunque cuando era un simple ingeniero era muy buen conductor. Esa maldita estática de ahí fuera hace casi inservible la radio, pero creo que podremos entendernos mínimamente. Según los cálculos más aproximados, Jorgenson debía estar cerca del control principal cuando empezó el jaleo, y debió dirigirse hacia la cámara sur. Calculaste que le encontraríamos a mitad de camino entre esos puntos, ¿no?

—Posiblemente. Quizás un poco más cerca del segundo —asintió el doctor.

—¡Bien! Y hemos de contar también que el magma lo haya arrastrado un poco.

Tenemos que intentar llegar hasta ese lugar —prosiguió. Conectó otra vez la radio—.

Briggs, haga que esos hombres se acerquen lo más que puedan. Que sondeen con las varas a unos diez metros del pilar que todavía se sostiene. ¿Es posible acercarse más?

La respuesta llegó llena de interferencias y no se pudo escuchar todo lo que decía el supervisor, pero Palmer captó el sentido general de lo que decía. Frunció el ceño.

—Está bien, está bien. Si no se puede, no se puede; manténgalos fuera del alcance del magma y a la espera de entrar… No, a la mierda con la seguridad. Páseme el altavoz general.

Esperó hasta que la voz de Briggs le avisó de que ya podía hablar y entonces se inclinó hacia adelante como si se fuera a comer el micrófono.

—¡Necesito voluntarios! Jorgenson está en algún punto de ese caos y la única esperanza que nos queda es encontrarlo. Necesito unos cuantos malditos locos que sean lo bastante estúpidos para arriesgarse cinco minutos ahí dentro cada uno. Casados o solteros, no me importa. Cualquier idiota que… ¡Cuidado, estúpido!

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