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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (10 page)

BOOK: Nervios
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Pensó en aquellos hombres. No los había conocido y no podía sentir simpatía por ellos, pero sentía curiosidad por saber si el comportamiento con ellos en aquellos últimos segundos fatídicos había sido el adecuado. Loco o no, había tratado de salvarlos, y al hacerlo había destruido su propia locura, aunque había acabado también con la posibilidad de probar su propia cordura.

Notó que la caja volvía a deslizarse y contuvo la respiración, pero aquello no tenía sentido alguno. Con la masa de plomo que le cubría no tenía ninguna importancia cualquier movimiento que realizara.

El isótopo R, pensó. Aquella era la respuesta: el isótopo R o una mezcla que lo contuviera en un alto porcentaje. Se sentía capaz de descifrar con el cerebro el tortuoso proceso de determinar la fórmula exactamente, pero no se preocupó de hacerlo. Se preguntó qué podía suceder si se trataba efectivamente del isótopo R la conclusión a la que llegó le hizo gritar mentalmente que no podía ser. Trató de encontrar algo que negara la evidencia, pero no encontró nada.

Tenía que tratarse del isótopo R, y si era así ya no importaba si moría entonces, si le rescataban milagrosamente o si sobrevivía hasta el momento inevitable en que aquella sustancia traspasara el punto crítico de su proceso en cadena y se autodestruyera.

Entonces revisó de nuevo la situación. Sí que podía tener importancia que un milagro le rescatara a tiempo de allí. Si disponía tiempo, si disponía de conciencia, su cerebro podía todavía completar la investigación y encontrar la respuesta que pondría fin a la amenaza del isótopo R.

Nadie que no fuera él podría encontrar aquella respuesta a tiempo. Tendría que salir de su cerebro, pero éste no soportaría bajo ningún concepto las fuerzas que rodeaban la caja y que la inundarían en el momento en que su cápsula protectora naufragara.

La caja se estaba ladeando ya. Parecía deslizarse y volcar. Algo la golpeó por debajo, la elevó y la volvió a golpear. Esperó con curiosidad, tratando de calcular cuánto tardaría.

Al cabo de unos cuantos segundos tuvo la respuesta. Cuando, por fin, la caja se deslizó como acababa de prever, se sintió casi feliz. Naufragó y se hundió, y apenas pudo darse cuenta del magma que se colaba por las hendiduras de la tapa, pero no tenía ya ningún interés en abrir los ojos con la esperanza de que fuera lo bastante brillante para iluminar su visión.

Una parte de su cerebro quedó en blanco, luego otra siguió el mismo camino y finalmente quedó sólo una débil chispa de conciencia. Por último, logró su última victoria cuando aquella chispa parpadeó y se apagó, dejándole inconsciente.

6

—Póngame con la residencia del doctor Blake, Maple 2337 —le dijo con urgencia el doctor Ferrel a la telefonista. Ésta palideció unos segundos, mientras empezaba a moverse, y luego reprimió un gesto puramente automático en dirección a las clavijas—. He dicho Maple 2337.

—Lo siento, doctor Ferrel, pero no puedo darle ninguna línea con el exterior. Todas las líneas principales están fuera de servicio. —Se oía un zumbido constante en el panel, pero no había nada que indicase si se trataba de las luces blancas de las comunicaciones interiores o las rojas de las líneas con el exterior.

—Pero es que se trata de una emergencia, señorita. Tengo que ponerme en contacto con el doctor Blake.

—Lo lamento, doctor Ferrel. Todas las líneas con el exterior están fuera de servicio. —La muchacha hizo el gesto de ir a desconectar la comunicación pero Ferrel la detuvo.

—Entonces, comuníqueme con Palmer… Si tiene la línea ocupada, córtela y póngame.

Yo cargaré con la responsabilidad.

—Muy bien. —Se volcó sobre las clavijas—. Lo lamento, una llamada de emergencia del doctor Ferrel. Manténgase a la espera y le volveré a comunicar.

Tras esto la cara de Palmer llenó la pantalla y en aquella ocasión el gerente no hizo ningún esfuerzo por ocultar su expresión preocupada.

—¿De qué se trata, Ferrel?

—Quiero que venga Blake. Vamos a necesitarle. La telefonista me ha dicho…

—Sí, sí —asintió Palmer, atajándole—. Yo he estado tratando de localizarlo ya, pero en su casa no responden. ¿Tienes alguna idea de dónde encontrarlo?

—Prueba en el Bluebird o en cualquiera de esos clubs nocturnos. ¡Maldita sea! ¿Por qué tenía que ser precisamente hoy el aniversario de bodas de Blake? Y marcharse sin decir dónde se le podría localizar…

Palmer volvió a hablar.

—Ya he llamado a los clubs y restaurantes, pero no hay manera. Ahora lo intentaremos con los cines y teatros; un segundo… No, tampoco está ahí, Ferrel, últimas noticias: no hay respuesta.

—¿Y si hiciéramos una llamada general por la radio?

—Me gustaría, Ferrel, pero no puedo hacerlo. —El gerente había dudado una fracción de segundo, pero su respuesta había sido firme—. ¡Ah!, también avisaré a tu esposa de que no vas a ir a casa. ¡Señorita! ¿Está ahí? ¡Póngame otra vez con el gobernador!

No tenía sentido ponerse a discutir con una pantalla en blanco, concluyó el doctor. Si a Palmer le parecía mal una llamada por radio, sería por algo, aunque ya se había hecho alguna vez. «Todas las líneas principales fuera de servicio… Avisaremos a tu esposa…»

El gobernador… ¡Ni siquiera estaban preocupándose de ocultar lo sucedido!

La cara de Jenkins hizo una especie de mueca y dijo:

—Así que estamos aislados, ¿eh? Ya lo sabía; Meyers acaba de llegar con unos cuantos detalles.

Le hizo un gesto con la cabeza a la enfermera, que salía en aquel instante del vestuario y trataba de arreglarse un poco el uniforme. Su cara, casi bonita, parecía estar más confusa que preocupada.

—Estaba a punto de dejar la central, doctor, cuando oí mi nombre por los altavoces, pero tuve que esperar mucho hasta que me dejaron entrar en el recinto otra vez.

¡Estamos realmente encerrados aquí! He visto en todas las puertas hombres armados con pistolas que hacían volver sobre sus pasos a todo el que intentaba salir sin dar ninguna explicación. Simplemente tienen órdenes de que nadie entre o salga de la central hasta que el señor Palmer lo autorice. Es como una prisión. ¿Cree usted que…? ¿Sabe usted lo que está pasando?

—Sé tanto como usted, Meyers. Todo lo que sé es lo que me ha dicho Palmer, que ha habido algún descuido en una de las puertas del Tres o del Cuatro —respondió Ferrel—.

Probablemente se trata de medidas de precaución. Sea como sea, tendrá usted paga doble. Yo no me preocuparía demasiado todavía.

—Sí, doctor Ferrel.

La muchacha asintió y se volvió en dirección a la sala principal, pero su mirada no reflejaba confianza alguna. El doctor se dio cuenta de que ni él ni Jenkins daban una impresión de confianza en aquel momento.

—Jenkins —dijo en cuanto la enfermera abandonó el lugar—, si sabe algo que yo no sepa, suéltelo, por el amor de Dios. Nunca he visto algo parecido a esta situación.

Jenkins pareció vacilar. Luego se asintió a sí mismo y, por primera vez, trató al doctor de tú.

—Doctor, no lo sé. Sé sólo lo suficiente para no tener la seguridad que tú tienes. ¡Lo cierto es que estoy asustado como una gallina!

—Déjame ver tus manos, —contestó Ferrel. Aquello era una manía suya, y él lo sabía, pero también sabía que no era una medida exenta de justificación. Jenkins se las mostró de inmediato, y el doctor comprobó que no temblaban. El muchacho alargó el brazo de modo que la ancha manga de la bata se le deslizó hasta más atrás del codo, y Ferrel asintió; de sus sobacos no se desprendía sudor alguno que denotara que su estado nervioso fuera peor de lo que su cara reflejaba—. Muy bien hijo; ya no me preocupa lo asustado que te encuentres. Yo también lo estoy. Pero sin Blake y sin las demás enfermeras y auxiliares aquí, voy a necesitar todo lo que puedas dar de ti.

—Doctor…

—¿Sí?

—Si confía en mí, puedo conseguir que venga otra enfermera, y además muy buena.

Los pacientes que van a venir no van a ser menos graves ni menos difíciles, y ella no trabaja en este momento. No pensé que pudiera hacemos falta, pero si se entera de que la hemos necesitado y no la hemos llamado, me arrancará la piel a tiras. ¿Quiere usted que la llame?

—No se pueden efectuar llamadas telefónicas al exterior —le recordó el doctor. Era la primera ocasión en que veía en los ojos del muchacho un auténtico entusiasmo y, fuera buena o mala enfermera, aquella mujer sería obviamente de gran valor para darle ánimos a Jenkins—. Pero si puedes ponerte en contacto con ella, hazlo; en estas condiciones cualquier enfermera será bien recibida. ¿Es tu novia?

—No, mi esposa —Jenkins se dirigió al despacho—. Y no necesito la línea exterior.

Cuando la llamé para decirle que me quedaría aquí el tumo de noche, dijo que vendría a esperarme, así que en este momento está en el aparcamiento de ahí fuera

—Pues llevará un buen rato esperando —observó el doctor con sequedad.

Jenkins sonrió brevemente y por un segundo su rostro pareció casi infantil.

—Ya lo esperaba. Además, si le preocupa su capacidad, le diré que es enfermera de quirófano del doctor Bayard, en la clínica Mayo. Gracias a ella pude estudiar en la escuela de medicina.

La sirena se aproximaba otra vez cuando Jenkins regresó. Todavía seguía con sus pequeñas muestras de tensión en la cara, pero su aspecto general era más relajado.

Asintió.

—Se lo he pedido a Palmer, y él está de acuerdo en transmitir la orden y dejarla entrar sin más preguntas. La telefonista tiene órdenes estrictas de pasar cualquiera de nuestras llamadas a Palmer con prioridad absoluta, por lo que parece…

El doctor asintió y aguzó el oído ante el zumbido de la sirena, que fue acercándose y que finalmente se apagó con un silbido acre.

Al darse cuenta de que Jones se dirigía apresuradamente hacia la puerta trasera notó que su estado de tensión se relajaba de repente; el trabajo, aun bajo la presión de la emergencia, era siempre mejor que estar sentado mano sobre mano esperando que se presentaran las dificultades. Vio entrar las dos camillas, cada una de ellas con dos heridos y escuchó a Beel balbucearle algo al celador, totalmente perdida la flema habitual del conductor de la ambulancia.

—Lo dejo. Mañana me despido. No soporto seguir viendo cómo sacan cadáver tras cadáver para que me los lleve. No, así no. Ni siquiera sé por qué vuelvo allí; aunque puedan, no sé por qué siguen metiéndose en esa ratonera. De ahora en adelante me dedicaré a conducir camiones, ya lo veréis.

Ferrel dejó que siguiera despotricando, consciente de que el hombre se encontraba al borde de la histeria. No tenía tiempo ahora para hablar con Beel, pues un amasijo de carne roja le esperaba bajo el visor de una de las armaduras de protección.

—Quíteles toda esa ropa en cuanto pueda, Jones —ordenó—. Por lo menos quíteles el traje protector. ¿Ha preparado la crema de ácido tánico, enfermera?

—Sí, doctor —respondió Meyers.

Jenkins estaba ayudando activamente a Jones a despojar a los heridos de los trajes y cascos.

Ferrel puso en marcha de nuevo los ultrasonidos para esterilizar los trajes metálicos, pues no se podía perder mucho tiempo en hacer una asepsia demasiado delicada; en teoría, los ultrasonidos y los rayos ultravioleta proporcionaban la suficiente y Ferrel tenía que confiar en ello, aunque no le gustara mucho. Jenkins acabó lo que estaba haciendo, se volvió en busca de unos guantes limpios, apenas estuvo un momento bajo el líquido antiséptico y por último se secó apresuradamente. Dodd le siguió, mientras Jones introducía tres de los heridos en el quirófano, que ya estaba preparado. El cuarto hombre había muerto por el camino.

Iba a ser un trabajo difícil y confuso. En los puntos en que la carne había tocado el metal de los trajes, e incluso en los que habían estado cerca del mismo, las quemaduras eran graves; la carne casi estaba carbonizada. Pero aquello era lo menos importante; había pruebas clarísimas de quemaduras por radiación de tercer grado, que probablemente no se habían detenido en la epidermis sino que habían penetrado a través de la carne y de los huesos hasta afectar algunos órganos vitales. El doctor dirigió una mirada dubitativa a Jones. Este le mostró uno de los distintivos que había arrancado del traje del sujeto; estaba totalmente negro, lo que significaba que el margen de seguridad se había sobrepasado con mucho.

Y todavía peor, las contracciones musculares espasmódicas y dolorosas indicaban que el material radiactivo había invadido la carne y actuaba directamente sobre los nervios que controlaban los impulsos motores. Jenkins echó una mirada impaciente al cuerpo que se retorcía bajo sus ojos y su rostro adquirió un color blanco amarillento; o era el primer ejemplo auténtico de las posibilidades de un accidente atómico o se trataba de algo nuevo que aprender sobre el tema. Su débil voz no tradujo ningún tono de sorpresa.

—Primero fue un chorro de radiación gamma. Ahora es un emisor de rayos beta.

¡Imagínense!

Apretó las manos y lanzó una mirada involuntaria en la dirección en que se encontraban los convertidores. Luego pareció reaccionar:

—Curare —dijo finalmente, en tono forzado, pero firme.

Meyers le tendió la hipodérmica y él la introdujo con los dedos totalmente serenos, más incluso de lo que normalmente los tenía, con la falta absoluta de temor que embarga a un hombre bajo la tensión de una emergencia. Ferrel dirigió la mirada a su propio caso, confortado y preocupado al mismo tiempo. Era demasiada coincidencia que Jenkins hubiera sugerido la necesidad del curare con tanta precisión.

Por la envergadura de las convulsiones musculares sólo había una explicación coherente: de alguna manera, la radiactividad se había abierto paso no sólo entre los filtros de aire sino también entre las junturas del traje protector, casi herméticas, y había actuado directamente sobre la carne del sujeto.

Había sólo unos cuantos isótopos superpesados capaces de emitir radiaciones beta —electrones de alta energía— en cantidades masivas, y aquella sustancia era una de ellas.

Ahora aquellas partículas radiactivas estaban saturando las terminaciones nerviosas de aquella radiación y bloqueaban los impulsos normales del cerebro y de la médula espinal, lo que producía órdenes anárquicas que obligaban a los músculos a retorcerse y saltar sin armonía, sin estructura ni razón, sin seguir ninguna de las normas habituales del cuerpo humano. Era como si los controles de respuesta negativa de los nervios se hubieran convertido en positivos. El paralelo más cercano que podía establecerse era el del hombre esquizofrénico bajo un shock de metrozol, o el de los casos graves de envenenamiento por estricnina.

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