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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (11 page)

BOOK: Nervios
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El doctor inyectó el curare con precaución, ajustando la dosis del mejor modo que pudo calcular. Jenkins había trabajado a toda presión y ya había terminado de aplicar la segunda inyección cuando Ferrel levantó la vista de su primer paciente. A pesar de todo, y pese a la rápida acción de la droga, todavía proseguía en parte el descontrol motor.

—Curare —repitió Jenkins.

El cerebro de Ferrel se tensó aún más. Todavía dudaba en arriesgarse a una sobredosis, pero no indicó ninguna contraorden, al tiempo que se sentía aliviado por no tener en sus manos a aquel herido. Jenkins volvió al trabajo y aplicó las inyecciones hasta el límite absoluto de seguridad, e incluso un poco más allá. Uno de los heridos había empezado a gemir de un modo extraño y entrecortado, pues sus pulmones y cuerdas vocales empezaban a perder sincronización, pero bajo el efecto de la droga se calló y al cabo de unos minutos yacía tranquilo, con la debilidad en la respiración que es común en el tratamiento por curare. Los demás todavía se movían ligeramente, pero las violentas convulsiones que eran capaces de romper los huesos habían quedado reducidas a un temblequeo espasmódico, semejante al tiritar normal.

—Que Dios bendiga al hombre que sintetizó el curare —murmuró Jenkins mientras empezaba a limpiar la carne dañada.

El doctor Ferrel podía dar también gracias; con el producto natural había resultado casi imposible su verdadera estandarización y su dosificación exacta. Si se aplicaba un mínimo exceso, la acción en el cuerpo resultaba fatal: el paciente moría por

«agotamiento» de los músculos pectorales en cuestión de minutos. Si se aplicaba demasiado poco, su efecto era prácticamente nulo. Ahora el peligro de la sobredosis y de sus efectos mortales ya no existía, y se podía atender a asuntos de relativa menor importancia como la agonía de aquel hombre, que todavía seguía, pues el curare no ejercía su efecto particular sobre los nervios sensitivos. Inyectó paramorfina y empezó a limpiar las zonas quemadas y a tratarlas con la solución de ácido tánico habitual, al tiempo que le administraba antibióticos que eliminaran una posible infección. De vez en cuando levantaba la mirada hacia Jenkins.

No tenía de qué preocuparse; los nervios del muchacho se habían helado en una especie de calma innata y trabajaba a una velocidad que Ferrel no intentó siquiera emular.

El doctor hizo un gesto y Dodd le tendió el minúsculo indicador de radiaciones, que empezó a pasar sobre el cuerpo, centímetro a centímetro, en busca de restos de material radiactivo casi microscópicos; no esperaba encontrarlos todos en aquel momento, pero sí podía localizar los depósitos más peligrosos y eliminarlos.

Después, las enfermeras se encargarían del proceso, más lento, de lavar los restos que quedaran con los versenos y demás productos químicos, así como de sustituir la sangre caso de estar contaminada. Por fortuna hacía ya años que se había desarrollado la técnica de tratamiento de las dosis masivas de radiación. También tenían suerte de que la mayor parte de aquella radiación fuera de rayos beta, en lugar de neutrones, mucho más peligrosos.

—Jenkins —preguntó—, ¿qué hay de la acción química del I-713? ¿Es básicamente venenoso para el organismo?

—No. Salvo por la radiación, es perfectamente neutro. Todo se queda en la cubierta exterior de protección de electrones. Químicamente es inerte.

Al menos, aquello era un descanso. Las radiaciones ya eran bastante malas por sí solas, pero cuando se añadía el envenenamiento metálico, como en los antiguos casos de radio o mercurio, las cosas eran aún peores. Por otra parte, un elemento inerte disponía también de menos posibilidades de tener afinidad con cualquier tipo de tejido o de establecerse en el calcio de los huesos. Era probable que los versenos eliminaran del cuerpo la mayor parte, y su corta vida media ayudaría a acortar las largas hospitalizaciones y sufrimientos de los hombres. Empezó a moverse hacia el armario donde se almacenaban aquellos productos, pero Jenkins agitó la cabeza.

—¡No va bien! No pueden eliminarse los elementos inertes con agentes congelantes.

El doctor asintió, molesto consigo mismo. Tenía que haberlo sabido; de hecho, se hubiera dado cuenta en seguida si se hubiera parado a pensarlo. Así que lo único que podían hacer era eliminar todo lo que pudieran a mano y dejar que lo restante fuera expulsado por el propio cuerpo de un modo natural. Al menos, tenían suerte en que la vida media fuera bastante corta.

Jenkins se reunió con él ante el último paciente, y reemplazó a Dodd como instrumentista. El doctor hubiera preferido a su enfermera, que estaba acostumbrada a sus mínimos gestos, pero no dijo nada y se asombró más tarde al comprobar la eficacia del muchacho.

—¿Qué hay de otros elementos peligrosos? —preguntó.

—¿Del isótopo 713? Son bastante inertes en su mayoría, y los que no lo son no están lo bastante concentrados como para preocupar. Eso si todavía se trata del I-713, porque si no…

Si no, terminó mentalmente la frase el doctor, no merecería la pena preocuparse de un posible envenenamiento. El isótopo R, cuyo período de degeneración era desconocido, se convertiría en el isótopo de Mahler, que se descomponía en una billonésima de segundo.

Tuvo una visión dantesca de multitud de hombres llenos de una fina ducha de aquel elemento, y cuyos cuerpos explotaban de repente con una violencia indescriptible; Jenkins debía haber estado pensando en aquello mismo. Durante un segundo se quedaron quietos y se miraron en silencio, pero ninguno de los dos osó hablar.

Ferrel se movió en busca de la sonda, Jenkins se encogió de hombros y ambos volvieron a su trabajo y a sus pensamientos.

Era una visión imposible de imaginar y que quizá verían o no; si ocurría tal explosión atómica, sería problemático lo que pudiera suceder con aquella enfermería. Nadie sabía cuál era la cantidad exacta que había utilizado Maicewicz en su experimento, excepto que era la mínima que podía utilizar para sus trabajos, por lo que no se pudo hacer un cálculo estimativa de los daños que producía. Los cuerpos que había sobre las mesas de operaciones, las pequeñas tiras de carne quemada extraídas que contenían los minúsculos glóbulos de la sustancia radiactiva, incluso los instrumentos que habían estado en contacto con los cuerpos eran bombas de tiempo que esperaban para explotar.

Los propios dedos de Ferrel tomaron la misma apariencia que antes había helado a Jenkins. Siguió con su trabajo, obligando a su mente a concentrarse en las dificultades que tenía delante.

Podían haber sido minutos u horas más tarde cuando el último vendaje quedó listo y los tres huesos rotos del caso más grave estuvieron colocados. Meyers y Dodd, así como Jones, se hacían cargo de los hombres y les colocaban en las pequeñas salas de espera.

Los dos médicos se quedaron solos, evitando cuidadosamente cada uno los ojos del otro, y esperaron sin saber exactamente qué.

Fuera, el zumbido continuo llegó hasta sus oídos junto con el ruido sordo de algo que se movía por las avenidas de la central. Con un impulso involuntario corrieron hacia la puerta lateral y miraron al exterior. Había caído la noche pero las luces brillantes de las enormes torres que rodeaban la valla hacían resplandecer los detalles luminosos de toda la planta. Vieron cómo un tanque se alejaba y los demás edificios les obstaculizaron la visión.

Desde la puerta principal de la central cortó el aire un penetrante silbido y se oyeron las voces de varios hombres, aunque sus palabras eran incomprensibles. Siguieron unas sílabas cortantes y crispadas, y Jenkins se hizo a sí mismo un gesto de asentimiento.

—Diez a uno —empezó —a que… No, no hace falta apostar. Ahí están.

Quedó a la vista una escuadra de hombres que desfilaba desde la esquina de uno de los edificios, en un intento de lograr un poco de precisión en sus movimientos. Llevaban uniformes de la milicia estatal y cada uno llevaba su fusil. Bajo la dirección de un sargento, se repartieron de modo que quedó cada uno de guardia a la entrada de cada edificio. Uno se dirigió hacia la enfermería. Ferrel se abalanzó sobre el teléfono para ponerse en contacto con Palmer y protestar, pero el soldado siguió adelante hasta otro edificio. Llevaba la cara sin afeitar y en sus ojos se leía una especie de miedo.

—Así que era de eso de lo que estaba hablando Palmer con el gobernador —murmuró Ferrel—. No vale la pena preguntarles nada, supongo; deben saber menos del asunto que cualquiera de nosotros. Vamos adentro, sentémonos y descansemos un poco. Me pregunto qué puede hacer aquí el ejército, a no ser que Palmer crea que alguien de la planta se vaya a volver loco y cause problemas.

Jenkins le siguió al despacho y aceptó un cigarrillo con gesto automático mientras se dejaba caer en un sillón. El doctor estaba paladeando lo bien que le sentaba dar a los músculos y huesos de su cuerpo aquella posibilidad de descansar, y empezaba a darse cuenta de que habían permanecido en el quirófano mucho más de lo que había imaginado.

—¿Qué te parece una copa?

—Uf… ¿Cree que será conveniente, doctor? A lo mejor dentro de un minuto tenemos que estar listos otra vez.

Ferrel sonrió y asintió.

—No te irá mal. Estamos tan cerca de la crisis que nos sentará mejor quemarnos un poco por dentro que dejar que nuestros nervios estallen.

Vertió dos generosos tragos de bourbon, que bastaron para que de inmediato un suave calorcillo les recorriera el cuerpo y relajara sus nervios, sometidos a una tensión excesiva.

—Me pregunto por qué Beel llevará tanto rato fuera.

—Quizás ese tanque que hemos visto sea la explicación. Se habrá hecho demasiado peligroso que los hombres sigan trabajando sólo con sus ropas y deben haber empezado a excavar en los convertidores con los tanques. Si es así, sea lo que sea lo que estén haciendo será una tarea ardua y lenta. Debe de haber gran cantidad de radiación o de calor, si es que no pueden hacerle frente con los trajes protectores. Tenía la esperanza de que pudieran abrirse paso rápidamente por la puerta principal y acercarse al convertidor, pero no parece que vaya a ser así. Si lo logran podrán empezar a tomar las medidas pertinentes antes de que… ¡Sue!

Ferrel alzó la mirada hacia la recién llegada, que ya iba preparada para entrar en el quirófano, y se sintió lo bastante viejo como para reprimir la pequeña vibración de agrado que le recorrió. No le extrañaba que la cara de Jenkins se iluminara al hablar de ella. Sue no era alta, pero tenía la figura esbelta de una chica de mayor estatura y carecía de las redondeces y curvas que poseen la mayor parte de las chicas no muy altas. Su expresión de profunda competencia profesional no escondía en absoluto la hermosura de su rostro.

Se veía con claridad que era varios años mayor que Jenkins, pero cuando éste se levantó para darle la bienvenida su cara adquirió una expresión suave que la hizo parecer llena de juventud al lado del muchacho.

—¿Es usted el doctor Ferrel? —preguntó la chica, mientras se volvía hacia él—. Temo que llegue tarde. Tuve ligeros problemas para que me dejaran entrar, así que fui directamente a prepararme antes de molestarles. Si quiere usted ver mis credenciales, aunque sólo sea para que no dude de mi competencia…

Las extrajo de una cartera de piel y las depositó sobre la mesa. Ferrel les echó un vistazo; parecía que aquella enfermera era mejor de lo que aparentaba. En la práctica no era una enfermera, sino lo que venía a ser una doctora en enfermería. Durante años se precisaron profesionales-puente entre el médico y la enfermera que dispusieran de técnica y habilidad generales en ambas cosas, pero la carrera actual sólo había sido reconocida en la década anterior y todavía era limitado el número de graduados. Asintió y le devolvió los papeles.

—Nos servirá, doctora…

—Brown. Es mi nombre profesional, doctor Ferrel. Y todo el mundo acostumbra llamarme simplemente enfermera Brown.

Jenkins interrumpió las formalidades.

—Sue, ¿has oído ahí fuera algo de lo que está pasando?

—Sólo rumores, pero eran confusos y además no tuve oportunidad de oír mucho. Los que más explicaciones me dieron fueron los guardias que empezaron a despejar el aparcamiento. Todo lo que sé es que hablan de evacuar la ciudad y todas las casas en un radio de setenta y cinco kilómetros, aunque no hay nada oficial. Uno de los guardias me dijo que iban a enviar a las tropas federales para declarar la ley marcial en toda la zona, pero por la radio no han dicho nada.

Jenkins se la llevó luego a que conociera la enfermería y presentarla a Jones y a las enfermeras. Ferrel se sentó a esperar que sonara nuevamente la sirena e intentó adivinar qué estaba sucediendo fuera de la central. Trató de desentrañar el artículo del Weekly Ray pero finalmente se rindió; la teoría atómica había avanzado demasiado desde que dejara de mirar los libros de estudio y todos aquellos signos le resultaban prácticamente desconocidos. Era capaz de entender la conducta de los elementos normales y la fisión del uranio, pero todo el moderno proceso de compresión de los átomos hasta formar los nuevos y complicados isótopos sólo le producía dolores de cabeza. Al parecer, tenía que confiar en Jenkins. Y mientras, ¿qué debía estar entreteniendo tanto la ambulancia?

Hacía ya mucho rato que tendría que haber sonado aquella estridente sirena.

Sin embargo, no fue una camilla lo que se presentó a continuación, sino un grupo de cinco hombres, de los que dos transportaban a un tercero en unas angarillas, mientras el cuarto sostenía en pie al quinto. Jenkins recogió al que sus compañeros llevaban y Brown le ayudó; era parecido a los anteriores casos pero sin aquellas brutales quemaduras por el contacto con el metal caliente. Ferrel se volvió hacia los recién llegados.

—¿Dónde están Beel y el vehículo?

Mientras formulaba la pregunta examinaba la pierna del transportado, y empezaba a trabajar con él sin trasladarlo a la mesa de operaciones. En apariencia, un fragmento de material radiactivo del tamaño de un guisante le había penetrado un poco más de un centímetro en la carne blanda del bajo muslo, y el hueso se había roto a consecuencia de las violentas contracciones musculares del propio sujeto debidas al estímulo de la radiación. No era una fractura limpia pero, al parecer, la fuerza de aquellos movimientos había agarrotado los nervios de la zona y la pierna estaba fláccida e insensible; el sujeto estaba echado y observaba, desde el relajado estado semicomatoso en que se encontraba, con los labios forzados en una extraña sonrisa, pero no se acobardó cuando le rasparon la herida. Ferrel trabajaba a través de un pequeño escudo de plomo y con los brazos enfundados también en pesados guantes del mismo material. Los retazos de carne e isótopo que extraía los depositaba también en una caja del pesado metal.

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