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Authors: Lester del Rey

Tags: #Ciencia Ficción

Nervios (16 page)

BOOK: Nervios
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El doctor asintió, aunque apenas había prestado atención a las palabras del gerente.

Se estaba cayendo de cansancio. El cigarrillo le ayudaba a despabilarse, pero lo que más le apetecía en aquellos momentos era una buena taza de uno de aquellos fuertes y olorosos tés de Emma. Emma…

El grito frenético de Jenkins les llegó a los dos repentinamente:

—Doctor, ¡Jorgenson está muerto! ¡No respira en absoluto!

9

Emma Ferrel había pasado la noche sentada frente a la radio y el televisor, alternándolos, abrazada a su bata de ir por casa. Sólo se había levantado una vez para hacerse un poco de té bien cargado en una ocasión en la que se había descubierto a sí misma dando cabezadas.

Pero no había noticias de ningún tipo. A primera hora había habido rumores e incluso se había hablado de un principio de disturbios en la planta atómica que había obligado al gobernador a llamar a la milicia. Ahora sólo se veía, cada hora, una nota filmada en la que el alcalde Walker aseguraba que había estado en la central y que no había nada que temer. En aquella nota apelaba a la calma y a que los trabajadores acudieran a su trabajo como habitualmente. Todo lo que había sabido durante aquella madrugada era que la carretera que conducía a la central estaba cerrada «por obras» y que se necesitaba mucha sangre en el hospital local. La sangre, según sabía, era muy necesaria en los casos de envenenamiento grave por radiación. Frunció el ceño e intentó recordar algo que la había despertado ligeramente durante el breve lapso que había pasado dormitando.

Era algo sobre Blake, pero no recordaba qué era lo que habían dicho exactamente, aunque lo tenía en la punta de la lengua.

Todo lo que podía asegurar era que alguien la había llamado para notificarle que Roger se iba a quedar en la central durante el turno de noche. Más tarde habían vuelto a llamar para decirle que su marido se retrasaría por causa de una operación de urgencia.

Sospechaba que le estaban ocultando algo y no le hacía la más mínima gracia. Ya había oído demasiadas conversaciones sobre los misteriosos pedacitos de átomo que podían salir despedidos, que eran invisibles pero mortíferos si penetraban y se fijaban en los tejidos inermes. En ocasiones se los había imaginado como pequeños «gusanitos» microscópicos con dientecillos salvajes y agudos, aunque ya sabía que no eran precisamente así.

Habían sido aquellos «bichos» los que se habían llevado a su segundo hijo antes incluso de nacer, dijera lo que dijese Roger, y ahora era a éste, a su marido, al que se querían llevar.

Intentó otra vez comunicarse con la planta. Se produjo una larga espera y a continuación la telefonista le dijo en tono cortante que la línea estaba fuera de servicio.

Por pura costumbre, puso agua a hervir para preparar otra taza de té. En aquellos momentos era lo único que la hacía mantenerse con ánimos. Una vez preparado, se sentó y se lo tomó a tragos cortos, sin advertir, hasta que ya lo hubo terminado, que se le había olvidado echar la leche con la que acostumbraba tomarlo… ¿Por qué no había recibido ya el periódico? Ya hacía mucho rato que tenía que haber pasado el muchacho del reparto.

En la pantalla de la televisión apareció uno de sus informadores preferidos, por lo que se apresuró a subir el sonido. Aquella mañana el periodista no parecía en nada diferente de los demás; leyó las noticias sin levantar la vista del guión y anunció a todos que no había nada de qué preocuparse. En resumen, nada que no supiera ya Emma Ferrel.

Ésta recordaba haber oído casi el mismo tono de voz y casi las mismas palabras cuando era una chiquilla y vivía con su familia en una granja a orillas del Missouri.

Recordó que estaba sentada en el tejado de la granja contemplando el agua y el barro que arrasaba todo lo que la familia poseía mientras una radio de transistores anunciaba que todo estaba bajo control, que el río había sido detenido y que las barcas iban a recoger a todos los damnificados casi inmediatamente.

Su madre había muerto de frío y neumonía cuando todo se anunciaba ya como

«controlado».

Emma desconectó el aparato ligeramente perturbada por los ruidos procedentes de la calle. Casi no circulaban coches, y los pocos que lo hacían no parecían emitir los sonidos habituales. Se dirigió a la puerta otra vez en busca del periódico. No estaba, pero vio la razón de que la calle pareciera tan tranquila; no se veía a ningún niño jugando en las aceras ni en los jardines. La calle estaba prácticamente desierta, a excepción de dos mujeres que se apresuraban hacia sus casas con paquetes de comida y un hombre de robusta constitución que se pavoneaba detrás de ellas y que volvía repetidamente la vista atrás. Las voces de aquellas personas llegaron hasta ella y se quedó en el quicio de la puerta escuchándoles.

—…y su marido ni siquiera pudo acercarse al lugar. Está todo lleno de guardias con ametralladoras, ¿sabes?, que hacen retroceder a quien se acerca. Ni siquiera le escucharon cuando les dijo que su hijo trabajaba allí. Como decía Paul, se lo merecía por haber dejado que el chico se metiera a trabajar en aquel sitio.

La que así hablaba era la mujer de más edad. La segunda empezó a decir algo, pero el hombre la interrumpió:

—Como sigan así las cosas voy a empezar a estar de acuerdo con esos que hablan de subir ahí y acabar con esa planta antes de que un día nos levantemos todos muertos de algo raro. Sabe Dios qué estarán haciendo. Como decía ese tipo en el mitin…

—¡Estúpidos ignorantes! —replicó la mujer más joven—. Si esos atómicos de mierda hubieran obedecido las leyes y se hubieran largado cuando era el momento…

Emma cerró la puerta y trató de distinguir entre aquella sarta de palabras llenas de odio lo que en realidad había acontecido. Desde luego, aquella conversación le había resultado más instructiva que todo lo que había escuchado por la radio. La planta se hallaba rodeada por guardias de no sabía qué tipo y nadie podía entrar. O bien era peligroso acercarse o la gente que estaba dentro estaba recibiendo protección de personas como el marido de aquella mujer, o lo que aquel hombre fuese. Y aquello también quería decir que todavía proseguía en la planta algún tipo de actividad o de trabajo.

De repente recordó la frase de la radio que había escuchado a medias: «Se requiere al doctor Blake que se presente en el trabajo inmediatamente». Sólo eso. Pero no debía haber muchos doctores Blake en la ciudad; además, ¿a cuántos se les podía requerir «en el trabajo»? Los médicos tenían prácticas o acudían a hospitales o consultas, no «al trabajo». Quizás aquello significaba que nadie había podido encontrar al doctor Blake.

Descolgó nuevamente el teléfono. Hubo otra prolongada espera hasta que se oyó el tono para marcar. Luego, el teléfono sonó varios minutos sin que nadie contestara, lo que significaba que o bien Blake ya había salido o que Roger todavía estaba solo en la planta.

Entonces recordó que era el aniversario de bodas de los Blake, y que las celebraciones de aquel matrimonio no solían ser muy «normales». Quizá les había sucedido algo o simplemente habían decidido no contestar el teléfono. En ocasiones como aquella eran capaces de cualquier cosa.

Cruzó cojeando el salón y desde la cocina echó una mirada al garaje. En alguna ocasión, antes de su operación de la cadera, había conducido el automóvil. Quizá no bien del todo, pero sin que nunca tuviera un accidente, e incluso en ocasiones había conducido con Roger al lado sin que éste pusiera demasiadas objeciones a su manera de llevar el coche. Incluso tenía aún el carnet de conducir, que había ido renovando cada cierto tiempo y que probaba su habilidad en la conducción de automóviles. Además, no se trataba de uno de aquellos vehículos a turbina tan difíciles. Quizás era un poco torpe al volante, pero con aquel tráfico tan fluido…

Decidida, se dirigió a las escaleras tras encender el hornillo del café. No le gustaba, pero había oído que el café iba muy bien antes de conducir; quizá fuera lo mismo que con el té, pero no lo sabía. Subió las escaleras con la mayor velocidad que su cojera le permitía, se puso la primera blusa que encontró y una falda cualquiera y se calzó unas sandalias bien fuertes. Omitió las medias y el maquillaje. Casi se olvidó de la ropa interior, pero al pensarlo se sintió mal y finalmente se puso unas bragas. Luego se pasó el peine por los cabellos, se hizo un pequeño moño sin adornos y se colocó un par de pasadores para sostenerlo.

Cuando bajó el café estaba hirviendo, pero se las ingenió para enfriarlo un poco y se lo bebió.

Perdió algunos minutos buscando las llaves de repuesto antes de descubrir que Roger había dejado las suyas puestas en el coche, como acostumbraba a hacer casi con demasiada frecuencia. Comprobó los mandos, vio que el coche arrancaba con facilidad y respiró con alivio al ver que los cambios de marcha seguían como los recordaba. Sin embargo, el indicador de la gasolina marcaba casi vacío. Se echó hacia atrás en el asiento con cautela, preocupada por los guardabarros. No podía dominar bien el pedal del freno con su pierna mala, pero siempre podía recurrir al freno de mano en caso de apuro.

Salió a la calle y dobló la esquina a velocidad moderada. Se quedó sorprendida al ver la tienda de comestibles llena de gente. Una rápida mirada le mostró que aquellas personas estaban interesadas sobre todo en comprar alimentos envasados. Junto a la tienda, el salón de belleza estaba cerrado, al igual que la barbería. Sin embargo, la ferretería estaba abierta y se veía en el exterior un rótulo pintado recientemente que anunciaba la venta de armas en el interior.

En la gasolinera estaban haciendo un buen negocio, pero sólo estaba allí el propietario.

Le llenó el depósito, pero movió negativamente la cabeza al ver la tarjeta de crédito que Emma sacó de la guantera.

—Hoy sólo acepto dinero en metálico. Hay demasiada gente que está haciendo las maletas y se va. Ya han pasado por aquí al menos un par de docenas en ese plan—.

Luego, mientras Emma contaba las monedas, el hombre se aproximó más a la ventanilla y le habló en voz baja—. ¿Quiere un periódico de hoy?

Sacó uno de debajo del mono y señaló la fecha.

—Sólo por un pavo. No crea, es barato. Esos soldados o lo que sean han secuestrado casi todos los que han salido de las rotativas.

—Sí, no he recibido el mío esta mañana.

Emma consideró lo que debía hacer. Pudo ver sólo una parte del titular de la primera plana, pero no llegó a leer nada. Un dólar le parecía mucho, pero…

—Quizá también secuestraron el suyo. Hasta los han recogido de los porches en algunos lugares, según he oído. A pesar de todo, un amigo que tengo en el Republican me pasó algunos. ¿Lo quiere?

Emma asintió y lo dejó en el asiento mientras se preguntaba qué debía decir para que se hiciera toda una tirada y luego fuera retirada de la venta y distribución. El titular hizo desaparecer de su mente todo lo demás:

¡EXPLOTA UNA CENTRAL NUCLEAR!

Edificio demolido.

Obreros retenidos a la fuerza en la planta.

Indicios de que el alcalde está involucrado.

Se veía una fotografía de la central desde el aire que parecía una mala instantánea conseguida con las primeras luces de la mañana, y en ella se indicaba con una flecha el punto en que había tenido lugar la supuesta explosión. Leyó rápidamente el texto y se apoderó de ella el temor, al que reemplazó inmediatamente la angustia. ¡Todo aquello no era sino una enorme especulación! Los del periódico no sabían más que ella misma, y no había nada comprobado. No le extrañaba ahora que se hubiera secuestrado aquella edición. ¡No volvería a leer aquel periodicucho! En los últimos tiempos sólo lo compraba por los editoriales, e incluso éstos habían ido de mal en peor cada día, sobre todo desde que había pasado a formar parte de aquella cadena de periódicos contra la que siempre echaba pestes su marido.

Puso de nuevo en movimiento el coche y se dirigió hacia el centro de la ciudad. Echó el periódico por la ventanilla al doblar la primera esquina. Luego deseó haberlo quemado o algo así; vio a un muchacho que se precipitaba a rescatarlo y a una multitud que se reunía en torno a él mientras se alejaba del lugar.

Había muy poco tráfico. Todos los bares estaban haciendo buen negocio, pero muchas de las otras tiendas estaban cerradas o desiertas. Sólo se veía a unos cuantos chicos, muy pocos y de la peor ralea, e incluso entre los adultos se notaba muy escaso movimiento; la mayor parte de la gente estaba reunida en grupos, discutiendo. La calle principal parecía fantasmagórica, y ni siquiera estaba el guardia urbano habitual en la esquina de los atascos.

Pasó por una calle que había sido cerrada con cuatro bloques de piedra y en la que una apiñada multitud escuchaba los gritos que un amplificador recogía de la intervención de alguien en cuya voz se advertía una gran cólera. Había una pancarta que indicaba que la reunión era de «Protesta Ciudadana».

Emma salió del sector comercial. De nuevo las cosas aparecían calmadas. Unos cuantos coches la adelantaron, dos de ellos cargados con toda clase de utensilios y toda una familia. Asimismo eran menos frecuentes las grandes marcas en forma de equis que había visto en gran número por el centro adheridas a las ventanas, acompañadas de frases muy duras contra los empleados de la planta atómica, a los que se pedía que se marcharan. ¡Como si no fueran ellos los que estaban en su casa, aquí, en Kimberly!

Se fijó en una muchacha que corría por la acera arrastrando con ella a dos niños que lloraban desconsoladamente. La cara de la muchacha también estaba llena de lágrimas.

Emma frenó con suavidad y sacó la cabeza por la ventanilla.

—¿Puedo ayudarla? Suba…

La muchacha le pidió que la llevara a una dirección que murmuró. Subió al coche con sus hijos y se dedicó a mirar taciturna por la ventanilla. Finalmente, en señal de desafío, anunció:

—Soy la esposa de un empleado de la central.

—Muy bien, yo soy la esposa del doctor —le contestó Emma.

Aquella respuesta pareció contentar a la muchacha; inmediatamente empezó a tranquilizar a los niños, e incluso intentó un amago de sonrisa cuando por fin llegaron a un bloque de pisos, donde bajaron tras cerciorarse de que no había nadie cerca.

Efectivamente, no había nadie a la vista.

Emma suspiró, pero ya no le preocupaba aquella situación. Cuando tenía ocho años le había sucedido algo parecido: había pasado algo que no recordaba con exactitud, muchos hombres se habían empezado a disfrazar con sábanas blancas y fundas de almohada sobre las cabezas mientras la gente de color se retiraba en todas partes donde una se los encontraba. Había ocurrido algo terrible y siguieron pasando cosas parecidas durante una temporada, hasta que por fin todo se calmó. No recordaba muchos detalles, pero todavía sentía la impresión que le había producido el pánico, no el miedo de algo que está frente a una sino el temor a algo desconocido que deja notar su presencia.

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