—De momento la televisión ha conseguido asustar de verdad a la gente tras el reportaje de ayer. El público exige que hagamos todo lo que podamos para encontrar al que mató al caballo. El teléfono no deja de sonar. Me imagino que vamos a tener que dedicar tantas horas a tranquilizar a la gente escandalizada como las que dediquemos a la propia investigación. En cualquier caso, nosotros también tenemos que hablar de este degüello. ¿Qué clase de persona puede hacer una cosa así?
Knutas deslizó la mirada sobre sus colegas.
—Yo creo que parece como si alguien quisiera vengarse personalmente del granjero. O, tal vez, de la mujer o, ¿por qué no?, del hijo mayor… —Norrby, pensativo, se frotó de nuevo la barbilla bien rasurada—. Lo que está claro es que se trata de una amenaza, una
vendetta
grotesca.
—También puede ser que tenga que ver con lo que faltaba en el prado, es decir, la cabeza —observó Knutas—. ¿Para qué quiere el criminal la cabeza? Quizá deberíamos empezar tirando de ese extremo del ovillo. ¿No pensará lucirla como un trofeo y colocarla encima de la chimenea como si fuera una cabeza de alce? Alguien que no guarda la menor relación con la familia Larsson, podría tener motivos para sentir miedo.
—Esto me suena a
El padrino
—afirmó Karin—. ¿Os acordáis del tipo al que le metieron una cabeza de caballo en la cama?
Alrededor de la mesa sus compañeros hicieron muecas de asco.
—Tal vez se ha desarrollado en secreto una mafia de Gotland allá abajo en el sur —bromeó Norrby—. Como en Sicilia.
—Sí, hay varias similitudes entre Gotland y Sicilia —añadió Knutas—. Tenemos muchas ovejas. Y algunos borregos.
E
l avión aterrizó en el aeropuerto de vuelos nacionales de Bromma en Estocolmo pasadas las tres de la tarde. El hombre que llevaba una bolsa de deporte azul oscuro se levantó en cuanto el avión se detuvo. Llevaba gafas ahumadas y una gorra calada profundamente en la cabeza. Por suerte, había tenido dos asientos para él y así evitó el riesgo de que alguien intentase entablar conversación. La azafata debió de notar su antipatía, porque sólo se acercó para ofrecerle discretamente café en una ocasión, después lo dejó en paz. Cuando el taxi se estaba acercando a Estocolmo, se le escapó un suspiro silencioso de expectación. Tenía muchas esperanzas puestas en aquel encuentro.
Le pidió al taxista que se detuviera unas calles antes de llegar a la dirección a la que se dirigía. No podía dejar ninguna huella de su paso por allí. Estocolmo vibraba bajo el calor en pleno verano y las aceras estaban llenas de terrazas donde la gente disfrutaba de un café con leche o de una copa de vino. El agua brillaba abajo, junto a la calle Strandvägen; en los muelles había viejos barcos de vela amarrados al lado de vistosas lanchas motoras y los transbordadores que salían constantemente para transportar a los habitantes de Estocolmo y a los turistas hasta el archipiélago.
Nunca se había sentido cómodo en la capital, pero un día como aquel, incluso él podía entender por qué a ciertas personas les gustaba Estocolmo. En el barrio donde se encontraba, la gente iba bien vestida y no vio a casi nadie sin sus preceptivas gafas de sol. Sonrió burlón, típico de la gente de ciudad. Como si ante el más mínimo contacto con la naturaleza tuvieran que protegerse, equiparse.
Él era un extraño en la ciudad, un forastero. Le costaba comprender que aquellas personas bien vestidas que caminaban deprisa a su alrededor por la calle fueran realmente sus compatriotas. Aquí todos sabían adónde iban.
Aquel ritmo acelerado lo ponía nervioso, todo tenía que ir más y más rápido. Cuando se detuvo en un quiosco para comprar una caja de rapé, mientras rebuscaba en el bolsillo para pagar el importe exacto, advirtió la impaciencia de la dependienta detrás de la caja y cómo crecía la cola detrás de él.
La casa estaba en una de las zonas más elegantes y los árboles que bordeaban la calle ofrecían un marco imponente. Se había aprendido el código de memoria y la puerta de roble macizo se deslizó con una suavidad que lo sorprendió. Dentro, en la escalera estaba todo en silencio. Del techo colgaba una araña de cristal y sobre el suelo había una gruesa alfombra roja que se prolongaba escaleras arriba. La altura del techo era impresionante. La sobria suntuosidad y el silencio amortiguado lo hicieron dudar. Se quedó un rato de pie mirando fijamente los nombres que aparecían en el elegante panel colgado en la pared: Von Rosen, Gyllenstierna, Bauerbusch…
De pronto se sintió como un muchacho apocado. Experimentó la misma sensación de humillación y de falta de dignidad que había sufrido de pequeño. Él no pertenecía a aquel mundo, era como un gato entre los armiños, no estaba a la altura, no era lo suficientemente refinado como para estar en aquel maravilloso y fascinante portal de mármol junto a las distinguidas personas que vivían detrás de aquellas puertas oscurecidas con barniz. Estuvo un rato luchando consigo mismo. No podía darse la vuelta y salir de nuevo a la calle después de hacer un viaje tan largo. Tenía que serenarse y armarse de valor. Lo había hecho antes. Se sentó en el escalón de abajo, apoyó la cabeza en las manos y cerró con fuerza los ojos. Trató de concentrarse, aunque al mismo tiempo le preocupaba que entrara alguien en el portal. Finalmente consiguió levantarse.
Decidió subir las escaleras hasta el cuarto piso, aunque había ascensor. Nunca había podido soportar los ascensores. Se detuvo delante de la puerta para recuperar el aliento. Fijó su mirada en la reluciente placa de latón con el nombre grabado en elegantes letras. Se sintió otra vez inseguro. Se habían visto antes, por supuesto, pero no aquí. Apenas se conocían. ¿Y si el hombre que lo esperaba no estaba solo? Con los dedos temblorosos consiguió sacar un pañuelo del bolsillo interior. No se oía ningún ruido en los pisos de los vecinos. Ninguna señal de vida.
El malestar volvió a apoderarse de él y aumentó rápidamente, se le nubló la vista. «Otra vez no», pensó.
Las sobrias paredes se contraían a su alrededor, se acercaban. En la cabeza los pensamientos se le dispararon en todas las direcciones. No lo superaría, tenía que dar la vuelta. Las puertas eran enemigos, se alzaban como muros que lo dejaban fuera, no querían acogerlo dentro. Era como si la maceta de cerámica de la ventana, con una vistosa azalea blanca, lo observara con ironía: «Tú aquí no tienes nada que hacer, vuelve al corral del que has salido».
Se quedó como paralizado y se concentró en la respiración, intentando acompasar los latidos del corazón. Había sufrido trastornos de pánico desde que era pequeño. Se iba a marchar, acababa de decidirlo. Pero primero debía recobrar las fuerzas, concentrarse para no desmayarse. Estaría bueno. Que lo encontraran aquí, tirado en el suelo. Menuda impresión.
Desde abajo oyó cómo se abría y volvía a cerrarse la puerta del portal. Esperó angustiado. La casa tenía cinco pisos y él se encontraba en el cuarto. Con un poco de mala suerte el que acababa de entrar iría al quinto.
De pronto oyó pasos en la escalera. Si la persona que subía iba hasta el cuarto o hasta el quinto, se encontrarían inevitablemente. Los pasos se oían cada vez más nítidos, en cualquier momento iba a aparecer alguien por las escaleras y él quería evitar a toda costa que lo vieran allí. Se secó rápidamente el sudor de la frente y respiró profundamente. Tenía que entrar ya, obligarse a actuar con normalidad. Resuelto, llamó al timbre.
L
as salas de la maternidad eran todas parecidas. Emma se preguntaba si había sido en esa sala donde había dado a luz a Sara y a Filip. Habían pasado casi diez años desde entonces. A ella le pareció una eternidad, mientras unos brazos expertos la trasladaban a una camilla de partos. Ya había dilatado siete centímetros y todo ocurrió deprisa. La matrona era joven e iba vestida de blanco, tenía unos ojos bondadosos y el cabello rubio recogido en un moño. Mientras registraba las contracciones en la curva, le acariciaba el brazo a Emma para tranquilizarla.
—Te vamos a tumbar aquí ahora mismo, no falta mucho. Enseguida habrás dilatado del todo.
El dolor aparecía como un corrimiento de tierras e iba cobrando fuerza gradualmente, se le nublaba la vista cuando estallaba en fuegos artificiales de dolor para luego ir desapareciendo poco a poco. Una pequeña pausa para respirar antes de que se le echara encima la siguiente contracción. Iban y venían, como las olas al otro lado de la ventana.
Aunque Johan se encontraba a tan sólo cinco minutos del hospital, Emma no lo había llamado cuando empezó a dilatar, tal como le había prometido. Era todo tan complicado que se había convencido a sí misma de que lo mejor sería dar a luz sola, pero ahora se arrepentía. Que Johan era el padre de su hijo era un hecho irrevocable, ¿por qué no dejar que la apoyara ahora? Su orgullo rayaba con la terquedad de una mula. Aquí estaba ella abandonada a su dolor y todo por su culpa. Había tomado la decisión de no permitir que él estuviera presente y compartiera con ella aquel momento. Habría podido cogerle la mano, tranquilizarla y masajearle la dolorida espalda.
Respiraba siguiendo las pautas que le habían enseñado en el curso de preparación cuando estaba embarazada de Sara. Qué diferencia. Olle y ella estaban tan felices entonces. Su rostro le cruzó por la mente. Habían practicado juntos la respiración, se habían preparado durante varias semanas para superar el dolor de las contracciones y Emma le había enseñado cómo quería que le diera el masaje.
—Es sólo cuestión de minutos —dijo la enfermera con delicadeza humedeciéndole a Emma la frente sudorosa con un paño.
—Quiero que venga Johan —gimoteó Emma—. El padre.
—Bien. ¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?
—Llámalo al móvil, por favor.
La joven comprendió la situación y salió corriendo. Volvió enseguida con un teléfono inalámbrico en la mano. Emma le dio el número.
N
o sabía cuánto tiempo había pasado cuando se abrió la puerta y vio aparecer la cara de Johan, tenso y preocupado. Él le cogió la mano.
—¿Qué tal?
—Perdona —le dijo antes de que le viniera una contracción aún más fuerte que le impidió seguir la conversación. Le apretó la mano con todas sus fuerzas. «Me voy a morir, —pensó—. Me muero».
—Ya has dilatado del todo —explicó la comadrona—. Ahora respira, respira. No puedes empezar a empujar aún.
Emma respiraba como un perro sediento. Los dolores del parto la desgarraban, obligándola a rendirse. Tuvo que esforzarse al máximo para no ceder.
—No empujes —repitió la comadrona.
En una neblina Emma vio cómo entraba el ginecólogo y se sentaba allí abajo entre sus piernas abiertas. Ella tenía una sábana colocada encima, que le libraba, al menos, de tener que verlo. Había pensado dar a luz de pie o, al menos, en cuclillas. Menuda broma. No le quedaban fuerzas en las piernas.
De vez en cuando, en medio de aquel estado de aturdimiento, Emma reparaba en la presencia de Johan a su lado, en la mano que le cogía la suya.
Perdió la noción del tiempo y del espacio, oía su propia respiración histérica, sólo eso podía evitar que empujara. De pronto fue como si saliera despedido todo lo que podía expulsar su cuerpo. Comprendió vagamente que se lo había hecho encima, sin inmutarse lo más mínimo. Aquello era una cuestión de vida o muerte.
—No empujes, no empujes.
Las insistentes palabras de la comadrona le resonaban en los oídos.
Emma escuchó de pronto una voz que le pareció conocida. Había entrado otra comadrona en la sala. Reconoció su acento danés de los partos anteriores.
—Ahora vamos a hacerlo de esta forma.
Emma dejó de preocuparse de lo que pasaba a su alrededor, había caído en una especie de vacío en el que no sentía ningún dolor. Puede que fuera lo mejor morir aquí y ahora. Aquel pensamiento fue como una liberación.
Nunca se está tan cerca de la muerte como cuando se da vida, pensó.
A
quella noche hacía un calor excepcional. El aire era pesado y la ventilación en aquel edificio, de más de cien años, prácticamente inexistente. El albergue juvenil de Warfsholm recordaba a las casas de los mayoristas del siglo XIX, pero originalmente se construyó como balneario. Estaba retirado, justo al lado del agua, y constituía un anexo del edificio principal, que incluía hotel y restaurante. Se encontraba situado en el cabo, unos cientos de metros más allá.
Delante del albergue se extendía un césped bien cortado, con algunos muebles de jardín, un pequeño aparcamiento y un bosque de enebros de casi dos metros de altura que crecía formando una especie de laberinto antes de que los cañaverales y el agua tomaran el relevo. Por la parte de atrás se alzaba sobre el agua un puente de madera de casi doscientos cincuenta metros de longitud que conducía hasta el puerto y la carretera que iba al centro comarcal de Klintehamn.
A aquella hora reinaban el silencio y la tranquilidad.
Los huéspedes habían estado al fresco hasta tarde disfrutando de la calidez de la noche, pero ya se habían ido todos a la cama. El alumbrado exterior iluminaba los alrededores del edificio. No es que hiciera falta, en esta época del año las noches eran claras, nunca oscurecía del todo.
El pasillo de la planta baja estaba desierto. Las puertas de las habitaciones estaban decoradas con sencillos letreros pintados a mano: «Grotlingbo», «Hablingbo», «Havdhem»…, cada una bautizada con el nombre de una parroquia de Gotland. Las puertas estaban cerradas y a través de las sólidas paredes no se oía ni un ruido.
Martina Flochten sudaba en su cama. Dormía en bragas, había sacado el edredón de la funda y había abierto la ventana de par en par, pero no ayudaba mucho. Eva parecía que dormía profundamente al otro lado de la angosta habitación.
Algo había despertado a Martina. Quizá el calor. Permanecía quieta escuchando la acompasada respiración de su compañera. Ojalá pudiera dormir así. Tenía sed y ganas de hacer pis, así que al final renunció a la esperanza de quedarse dormida. Se levantó de la cama dando un suspiro, se puso una camiseta encima y miró por la ventana. Las copas de los árboles, el césped y, más allá, los cañaverales al borde del agua estaban sumidos en una vaga neblina. El sol descansaba por debajo del horizonte, pero la luz se negaba a desaparecer del todo.
Reinaba el silencio, a esas horas no se oía ni a las gaviotas. Una mirada al reloj digital de la mesa la informó de que eran las dos menos diez.