C
uando cruzaron la puerta de entrada del albergue advirtieron inmediatamente que se encontraban en un edificio antiguo, aunque lo habían renovado. En el vestíbulo había colgado un tablón de anuncios con las instrucciones acerca de todo, desde fiestas hasta salidas para pescar o las normas para utilizar el lavadero. Desde el piso de arriba llegaba un olor a pan tostado y el sonido amortiguado de voces. La habitación que ocupaban Eva y Martina estaba en la planta baja, casi al final del pasillo. Era estrecha y alargada, con una ventana en una de las paredes. Había una sencilla litera de hierro a cada lado y apenas había espacio para pasar entre ellas. En una de las paredes había un lavabo encastrado con un espejo encima. Todos los rincones estaban abarrotados de cosas; en la amplia repisa de la ventana había un radiocasete junto con botes de laca, neceseres de maquillaje, perfumes, pintauñas, bolsas de patatas fritas y varios CD. La ropa estaba tirada o colgaba de las barras de las camas de arriba. Algunos libros de la época de los vikingos revelaban que las responsables de que aquello estuviera manga por hombro eran estudiantes de arqueología. Knutas desistió en el umbral de la puerta, cuando vio el desorden, y dejó que Karin registrara sola la habitación. De todas formas, los dos no cabían.
Se sentó fuera, encendió la pipa en contra de su costumbre e hizo unas cuantas llamadas para asegurarse de que habían empezado a acordonar la zona. Habló con Erik Sohlman, quien prefería esperar un poco antes de hacer un examen técnico de la habitación. Todavía no tenían ninguna prueba de que se hubiera cometido un delito.
Mientras tanto, Karin fue registrando el cuarto sola. Eva le había explicado cuál era el lado de Martina y Karin empezó a revisar sus cosas metódicamente. Allí estaba el neceser, con el cepillo de dientes y un blíster de píldoras anticonceptivas que revelaba que Martina no había tomado ninguna píldora desde el viernes, es decir, desde el 2 de julio, unos días antes. Si se hubiera marchado voluntariamente, se habría llevado el neceser, pensó Karin, y abrió la maleta que había debajo de la cama. Además de ropa, dentro había unos cuantos libros, un cartón de tabaco empezado y accesorios de maquillaje. En un compartimento halló una fotografía de un chico joven con el pelo moreno y los ojos castaños. Karin dio la vuelta a la foto pero no había nada escrito en la parte de atrás.
Se guardó la foto para poder preguntarle después a Eva y echó un vistazo a su alrededor. En aquella angosta habitación no había mucho más que revisar, aparte de la cama, claro. Retiró con cuidado el edredón de florecillas. Algo crujió y debajo de la almohada encontró una página arrancada de un periódico. Se sentó en el borde de la cama y extendió la página doblada. Era un artículo del periódico
Gotlands Allehanda
que había publicado un reportaje sobre el primer curso de excavación arqueológica del verano. El artículo explicaba a qué se iban a dedicar los alumnos y de dónde eran. Una fotografía mostraba a Staffan Mellgren, el responsable del curso, y a algunos alumnos trabajando en el yacimiento. Karin examinó sorprendida el artículo. ¿Por qué lo guardaba Martina debajo de la almohada?
Ahí es donde suelen guardarse los objetos que uno aprecia o la foto de algún ser amado, quizá en secreto.
Staffan Mellgren sonreía a la cámara, a los demás se los veía al fondo. Debía de doblarle la edad a Martina. Karin sabía que Mellgren estaba casado y tenía hijos. Era una persona conocida en Gotland por su trabajo en la universidad y por las excavaciones arqueológicas. ¿Habría algo entre ellos? ¿Tendría él algo que ver con la desaparición de la chica?
Se apresuró a salir de allí para ir en busca de Knutas.
A
Johan lo despertó un ruido al otro lado de la ventana. Haciendo un esfuerzo, se levantó de la cama y abrió las cortinas.
En la pastelería de enfrente estaban sirviendo el pedido del día. El camión de la panadería estaba aparcado en mitad de la estrecha callejuela y el conductor sacaba cajas y las cargaba en un carro. El pastelero lo recogió y desapareció con gran estrépito por la puerta trasera. Eso significaba que no eran más que las seis. Volvió a la cama lanzando un bufido y se cubrió la cabeza con el edredón. El pan llegaba a las seis los días laborables y los festivos a las ocho, a estas alturas Johan ya estaba al tanto de los horarios. De haber sabido de antemano que este acto de terrorismo iba a tener lugar todas las mañanas, habría exigido a la Televisión Sueca que le buscara otro piso.
Envuelto en el edredón empezó a pensar en Emma y en su hija recién nacida. Durante el fin de semana había estado allí prácticamente todo el tiempo. No le permitieron quedarse a dormir puesto que estaban al completo y Emma tenía que compartir habitación con otras dos mujeres que acababan de ser madres.
El parto era el momento más grande de su vida hasta ese momento. La experiencia de convertirse en padre fue más conmovedora de lo que él podía imaginar.
Su madre y su hermano pequeño habían llegado el sábado en avión desde Estocolmo. Estaba loca de contenta por convertirse en abuela. Aquélla era su primera nieta. Desde la muerte del padre de Johan, dos años antes, su vida se había vuelto más solitaria. Johan siempre había mantenido una relación muy estrecha con su madre y sabía que, ahora que trabajaba en Gotland, lo echaba de menos. En calidad de hermano mayor, en muchos aspectos había reemplazado a su padre desde que éste falleció.
Comprendió que con el niño todo iba a ser diferente. A partir de ahora su nueva familia tenía que ser lo primero. De pronto se había convertido en padre de familia y eso implicaba una nueva responsabilidad. La idea lo atraía y lo asustaba al mismo tiempo.
La redacción de Estocolmo había enviado flores, pero Grenfors contaba con que Johan empezara a trabajar justo después del fin de semana. Estaba destinado en la isla y habían acordado que Johan tendría que esperar al otoño para cogerse los días libres por paternidad que le correspondían. Ahora se arrepentía. Sólo deseaba estar al lado de su nueva familia.
El sonido insistente del móvil interrumpió sus reflexiones. Tenía que cambiar la señal de llamada, se dijo mientras se levantaba y buscaba el aparato en el montón de ropa que había encima de la silla. Ahora estaba más pendiente del teléfono que antes. Podía ser Emma.
Quien llamaba era Niklas Appelqvist, uno de los pocos amigos que Johan tenía en Gotland. Aunque Niklas era diez años más joven que él, habían congeniado, en parte porque a ambos les gustaba el rock de los años sesenta. Conoció al joven estudiante de arqueología el año anterior en relación con el seguimiento de un asesinato. Niklas vivía al lado de un fotógrafo de prensa jubilado al que hallaron muerto en el sótano y había ayudado a Johan durante la investigación del caso con datos interesantes. Cuando Johan se trasladó a vivir a la isla empezaron a verse.
—Hola, ¿qué tal?
—De puta madre —soltó, carraspeó y sobreponiéndose al cansancio se sentó en la cama—. El viernes fui padre.
—¿Qué fuerte, no me digas? ¡Enhorabuena! ¿Niño o niña?
—Una niña —dijo Johan, sonriendo.
—¿Fue todo bien?
—Hubo un momento bastante dramático, pero al final logró salir. Es preciosa, pesó 3,7 kilos y midió 51 centímetros.
—¡Qué bien! ¿Cómo está Emma?
—Bien, pero algo cansada, claro.
—Esto hay que celebrarlo —Niklas parecía entusiasmado—. Te invito a una cerveza esta tarde.
—Gracias, pero no puede ser. Tengo que ir a buscar a Emma y a la niña a la maternidad. Tendrá que ser otro día.
—Está bien. Oye, he oído una cosa que igual puede interesarte.
—¿Ah, sí?
—Ha desaparecido una estudiante de arqueología. Participa en el curso de excavación que organiza la universidad. Hay gente de todo el mundo que viene a excavar durante el verano.
—¿Cuánto tiempo lleva desaparecida?
—Desde el sábado por la noche. En el albergue de Warfsholm, que es donde se aloja, están bastante preocupados. Al parecer desapareció el sábado después del concierto de Eldkvarn y desde entonces nadie la ha visto. Conozco a una chica que colabora en ese curso y acaba de contármelo.
—¿Recibes visitas tan temprano?
—Digamos que mejor tan tarde.
—¿Cómo se llama?
—¿La chica que ha desaparecido o la que ha venido a visitarme?
—La que ha desaparecido, claro.
—Martina no sé qué.
Johan lo oyó hablar con alguien al otro lado de la línea.
—Martina Flochten. Es holandesa.
—Flochten —repitió Johan—. ¿Cuántos años tiene?
—Bastante joven, veintipocos.
—Está bien, muchas gracias.
Joder, qué inoportuno. Lo que más deseaba era ir a ver a Emma y al bebé, pero era el único reportero de televisión en la isla. Había que comprobar lo de la desaparición, aunque el asunto parecía bastante flojo. Llamó al hospital y, según la enfermera que atendió el teléfono, Emma y la niña se encontraban bien y ambas dormían en ese momento. Tenían que quedarse en la maternidad más tiempo del previsto porque habían surgido algunos problemas a la hora de dar el pecho a la niña.
La angustia debió de notársele en la voz, porque la enfermera le aseguró que era normal y que no tenía que preocuparse por ello. La lactancia seguro que funcionaría con normalidad dentro de unos días. Johan se preguntó si su vida iba a ser así ahora que era padre. Una preocupación constante por todo.
Eran las nueve menos cuarto. Llamó a Knutas pero le informaron de que el comisario estaría ocupado toda la mañana y ningún otro agente podía ni quería hacer declaraciones acerca de la chica desaparecida. Se duchó, se afeitó, se tomó un café y un bocadillo, y luego llamó a Pia. Pasaría a buscarlo un cuarto de hora más tarde. Decidieron salir inmediatamente hacia el hotel y el albergue juvenil de Warfsholm.
E
l hotel consistía en un edifico de madera amarillo de principios del siglo pasado, con una hermosa torre, y estaba situado en un saliente al borde del mar. A uno de los lados del edificio se extendía una playa de arena paradisiaca y más allá se divisaba la reserva de aves de Vivesholm, una lengua de tierra que se adentraba directamente en el mar. Hacia el otro lado se encontraba el puerto, cuyos silos y generadores constituían un acusado contraste con el mar.
Cuando Johan y Pia se bajaron del coche en el aparcamiento descubrieron un vehículo de la policía y dos agentes que caminaban por la playa y hablaban con las familias. Bajaron hasta la playa y admiraron la vista de las islas Stora y Lilla Karlsö, conocidas como las islas de los pájaros.
—¿Qué es eso? —preguntó Johan señalando algo que sobresalía por encima del agua justo después de la bocana del puerto.
—Son los restos de un buque de carga que se llamaba
Benguela
que naufragó ahí mismo. Hará por lo menos veinte años de aquello.
—¿Qué ocurrió?
—Venía de Södertälje y se dirigía a Klintehamn. El accidente fue en invierno, creo que de madrugada, había niebla y fuertes vientos y encalló de tal manera que no consiguieron sacarlo a flote.
—¿Qué pasó con la tripulación?
—Creo que se salvaron todos, la verdad.
—¿Por qué no lo han remolcado nunca?
—Hubo algún agujero legal debido al cual no se pudieron exigir responsabilidades de ello a la compañía naviera y el dueño alegó que no tenía dinero para remolcar el barco. Por eso se quedó ahí.
—Increíble. —Johan meneó la cabeza.
—¿A que sí? Antes se veía más. Se estará oxidando del todo, seguro que no tardará mucho en desaparecer por completo bajo la superficie.
Dejaron tranquilos de momento a los policías y subieron hasta la entrada del hotel, donde habían concertado una cita con la dueña, Kerstin Bodin.
Era una mujer enjuta, de cabello moreno, que les sonrió amablemente, aunque se la veía cansada.
Se sentaron en la terraza de la cafetería con vistas al puerto. Pia no podía estarse quieta y desapareció con la cámara.
—Es tan desagradable —dijo Kerstin—. Claro, no es seguro que le haya sucedido nada malo, pero figúrense. Yo estoy aterrada de que puedan encontrarla ahogada por aquí en el agua —añadió—. ¿Quién sabe?, por lo visto estaba bastante bebida cuando se marchó.
—¿Conoce usted a Martina?
—Hablamos bastante. Tengo más relación con ella que con muchos otros. Es muy agradable, una chica abierta y alegre, además su madre era de Gotland y Martina ha estado en la isla muchas veces.
—¿De dónde era su madre?
—De Hemse. Tanto su madre como los abuelos han muerto y Martina me ha dicho que no tiene otros familiares en la isla. Pero ella suele venir aquí todos los años a pasar alguna semana de vacaciones.
—¿Sabe dónde suele alojarse cuando está aquí?
—Creo que la familia casi siempre se hospeda en el Hotel Wisby, por lo visto suelen reservar allí una suite especial. Me ha contado que su padre conoce al dueño.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo se llama el dueño, o la dueña? —añadió Johan inmediatamente al darse cuenta de que estaba sentado delante de la propietaria de un hotel.
Kerstin sonrió discretamente.
—Se llama Jacob Dahlén. Estábamos en la misma clase en primaria.
—Puede que Martina esté allí.
—No lo creo —respondió Kerstin meneando la cabeza—. En ese caso, ¿por qué no ha llamado? Tiene que darse cuenta de lo preocupados que estamos todos.
—Sí, eso es verdad —reconoció Johan.
La relación con el dueño del hotel de Visby parecía interesante, lo investigaría después.
Kerstin sacó su teléfono móvil del bolsillo superior de su blusa y marcó un número. Cuando obtuvo respuesta, se levantó y se alejó hacia la valla que rodeaba la terraza, dio un salto y se sentó a hablar. Allí sentada y balanceando las piernas, parecía una niña pequeña. Johan al instante empezó a pensar en su hija recién nacida. Dentro de unos años podría sentarse así. Kerstin regresó a la mesa.
—Jacob Dahlén no sabe nada —anunció—. Se ha quedado sorprendido, me ha dicho que ni siquiera sabía que Martina se encontraba aquí, en Gotland.
L
a fotografía, que aparecía en la página del periódico que Karin encontró debajo de la almohada, hizo que decidieran bajar hasta Fröjel, que se encontraba a menos de diez kilómetros de Warfsholm, para hablar con Staffan Mellgren, el responsable de la excavación.
Al llegar a la iglesia, Knutas se desvió de la carretera principal y aparcó delante de la antigua escuela. El edificio lo ocupaban ahora un café y un pequeño local de exposiciones donde se mostraban las excavaciones arqueológicas.