Johan llevaba doce años trabajando como periodista de sucesos en las noticias regionales de SVT, la televisión pública sueca.
Noticias Regionales
cubría la actualidad informativa de las provincias de Estocolmo, Uppsala y Gotland. De este modo, Johan tenía encomendada la información local de la isla de Gotland, y ahí entraba todo: desde unas vacas perdidas hasta el incendio en una escuela pasando por la saturación del servicio de urgencias del hospital. Antes el seguimiento informativo se hacía desde Estocolmo, pero la SVT había decidido, a modo de prueba, restablecer la redacción local durante el verano y Johan había conseguido el trabajo de corresponsal. Llevaba ya dos meses viviendo en la isla y no lo cambiaría por ningún lugar del mundo. El amor lo había conducido hasta aquí y, pese a que aún quedaban muchos obstáculos que salvar, estaba firmemente convencido de que Emma Winarve, la profesora del barrio de Roma, y él acabarían viviendo juntos. Se conocieron y se enamoraron cuando Johan estaba cubriendo la información de un asesinato. Emma estaba casada y tenía dos hijos cuando iniciaron su relación. Ahora acababa de divorciarse y estaba esperando la llegada del hijo de ambos de un día para otro. El hijo de ella y de él.
A Johan aún le costaba hacerse a la idea de que iba a ser padre. Era algo demasiado grande, demasiado intangible. Emma, para gran decepción suya, quiso esperar antes de irse a vivir juntos, dejar pasar el tiempo, como ella decía. Sus hijos Sara y Filip eran todavía muy pequeños. Había que darles tiempo para que pudieran adaptarse a la nueva situación: vivir ahora la mitad del tiempo en casa de su padre y la otra mitad en casa de su madre, que iban a tener un hermanito. Emma quería tomarse las cosas con calma y Johan, como tantas otras veces antes, tuvo que armarse de paciencia. A veces le parecía que hasta ahora toda su relación se basaba en que él la esperara a ella.
En su fuero interno estaba convencido de que avanzaban en la dirección correcta, de que al final acabarían juntos. Lo había creído todo el tiempo y ahora no estaba menos convencido de ello. Emma había decidido tener un hijo suyo, eso era suficiente para él. De momento.
En lo referente a su situación laboral en Gotland, había muchas cosas que le gustaban: la libertad, su colaboración con Pia funcionaba bien, y era agradable librarse de sentir el aliento del redactor jefe en la nuca, si bien, a veces, experimentaba la misma presión pese a que la distancia era grande. Por supuesto, echaba de menos los trabajos importantes relacionados con la delincuencia en Estocolmo, así como su piso y a sus amigos, pero el nuevo rumbo que había tomado su vida hacía que Gotland fuera el lugar donde prefería estar.
Trabajar en una redacción local con un equipo pequeño también tenía muchas ventajas. Disponía de un amplio margen para organizar su trabajo y hallaba una enorme satisfacción en poder decidir él mismo su jornada laboral. Pia y él procuraban hacer un reportaje cada día y eso era suficiente. Ellos se organizaban a su manera. Y mientras enviaran reportajes aceptables y medianamente interesantes, la redacción central estaría satisfecha.
Justo en ese momento estaban pensando en hacer una serie de reportajes sobre los elevados precios de la vivienda. A Johan le sorprendía que hubiera gente que pagara varios millones de coronas por una casita en Visby dentro del recinto amurallado, y que el precio que había que desembolsar por un piso fuera comparable al de los barrios más lujosos de Estocolmo. Por muy atractivo que resultase el centro medieval de Visby existían enormes diferencias en cuanto a la oferta de servicios, trabajo y diversión. Además, a Visby sólo se podía llegar en barco o en avión. Se preguntaba quiénes eran esas dos mil personas adineradas que vivían dentro de la zona amurallada y podían permitirse pagar esos precios exorbitantes, al menos para un isleño medio. Los propios residentes, con salarios normales, no podían ni soñar con vivir en el centro, a no ser que hubiesen heredado una vivienda.
Johan había estado destinado en Gotland desde el 1 de mayo y hasta ahora no le habían faltado ideas para sus reportajes. El desempleo era un gran problema en la isla. A lo largo de los últimos años varias empresas grandes habían reducido sus plantillas o habían echado definitivamente el cierre. Algunas habían trasladado su producción fuera de Gotland. El último golpe duro fue la decisión del Gobierno de desmantelar la P18, la antigua base militar, medida que formaba parte de la gran ola de recortes en defensa que asolaba el país.
Pero ahora, Pia y él llevaban varios días sin que se les ocurriera ningún tema para un reportaje y Johan sentía claramente la presión de Grenfors desde Estocolmo.
Cuando sonó el teléfono, lo cogió sin mucho entusiasmo.
Era su colega, la fotógrafa, y por el tono de voz parecía impaciente. Se dio cuenta de que mientras hablaba iba conduciendo.
—Oye, han encontrado un caballo degollado en un prado.
Pia tenía por costumbre saltarse las frases de saludo, que a ella le parecían innecesarias, sobre todo si tenía prisa y algo importante que decir.
—¿Cuándo?
—Esta mañana. Lo encontraron dos niñas en un prado cerca de Petesviken, ¿sabes dónde está?
—Ni idea.
—Está al sur de Gotland, en la costa oeste, a unos sesenta kilómetros de Visby.
—¿Cómo te has enterado?
—Tengo una amiga que vive allí. Me ha llamado.
—¿Quién es el dueño del caballo?
—Una familia de granjeros normal y corriente.
Será mejor que salgamos enseguida. ¿Cuánto tardas en llegar aquí?
—Estoy delante de la oficina.
Johan colgó el teléfono y marcó inmediatamente el número directo del comisario Knutas. No obtuvo respuesta y en la centralita le comunicaron que la Brigada de Homicidios estaría ocupada toda la mañana.
Aquello parecía una locura, un caballo degollado, pero era precisamente lo que necesitaba. Cogió deprisa y corriendo un bloc y un bolígrafo, y cerró la puerta de la redacción. Decidió esperar antes de llamar a Grenfors, disfrutaba cuando dejaba en ascuas al jefe.
E
staba sentado en la cocina y pensaba que era increíble cómo podía cambiar el aspecto de una habitación dependiendo de quiénes se encontrasen en ella y de lo que acontecía allí. La tristeza que irradiaban antes las paredes y el sentimiento de culpa y vergüenza que caían desde el techo encima de su cabeza habían desaparecido. Antes los muros se estrechaban amenazadores cuando estaba sentado en su sitio de siempre. La comida que había en la mesa no le proporcionaba ninguna alegría, ningún placer, sino que se agrandaba en la boca hasta el punto de que le costaba tragarla. Un plato de angustia oculto bajo la salsa de la carne.
Ahora era diferente, podía hacer lo que quisiera. Se había preparado un desayuno consistente, el esfuerzo realizado por la mañana exigía un desayuno en condiciones.
En el plato, delante de él, había tres gruesas rebanadas de pan blanco tostadas, con rodajas de salchichas de Falun y huevos nadando en la grasa. Lo aderezó todo con un buen chorretón de kétchup, sal y pimienta. El gato maullaba ansioso y se frotaba contra sus piernas. Le tiró una rodaja de salchicha.
El reloj que había en la pared marcaba las diez menos cuarto. A través del polvoriento cristal de la ventana contempló cómo brillaba el sol fuera en el patio. Comió con apetito y bebió leche fría. Cuando terminó apartó el plato y eructó sonoramente. Se recostó en el respaldo de la silla y cogió un pellizco de rapé.
Estaba cansado, le dolían los brazos. Aquello había sido más complicado de lo que había calculado. Por un momento casi creyó que no iba a ser capaz de hacerlo. Pero al final lo había conseguido. El trabajo posterior le había llevado su tiempo, pero ya estaba listo.
Se levantó y recogió el plato, retiró escrupulosamente los restos de comida bajo el grifo y lo fregó.
De pronto se sintió muy cansado, tenía que acostarse. Abrió la puerta al gato y éste desapareció sin hacer ruido. Luego subió la desvencijada escalera que conducía al piso de arriba y entró en la habitación que estaba al fondo. Nunca había sido reparada tras el incendio. Las manchas de hollín seguían en las paredes e incluso los restos carbonizados de la cama quemada estaban amontonados en un rincón. Le pareció que aún podía percibir un ligero olor al humo del fuego. Quizá fueran figuraciones suyas. En el suelo había un viejo colchón en el cual se acostó. Se sentía bien en aquel cuarto, lo invadió un sosiego que no solía encontrar en otros sitios, y se durmió plácidamente.
K
nutas no dejaba nunca de sorprenderse de la rapidez con la que se extendía una noticia. Lo habían llamado periodistas, tanto de la radio local como de la televisión y de los periódicos, y querían saber lo que había ocurrido. En Gotland, un caballo degollado era una noticia importante. Sabía por experiencia que nada conmovía tanto a la gente como el maltrato a los animales.
No había acabado de pensarlo cuando ya tenía al otro lado del hilo telefónico a la organización Amigos de los Animales, y seguro que llamarían también otras asociaciones defensoras de los derechos de los animales. El portavoz de la policía, Lars Norrby, estaba de vacaciones, así que Knutas tenía que ocuparse él solo de los periodistas. Redactó una nota de prensa escueta y ordenó a la centralita que no le pasaran llamadas en las próximas horas.
De vuelta en la comisaría después de la excursión matutina a Petesviken, se compró un bocadillo en el expendedor automático de la cafetería; ya podía olvidarse del almuerzo. Knutas había convocado a sus colaboradores más próximos para una reunión a la una. Gracias a que ahora contaban con dos técnicos en la Brigada de Homicidios, Sohlman, tras examinar el lugar del crimen, podría regresar a tiempo para participar en la reunión.
Se juntaron en una sala amplia y luminosa con una gran mesa en el centro. Hacía poco que habían renovado las dependencias policiales y el nuevo mobiliario era sencillo, de estilo escandinavo. Knutas se sentía mejor con los viejos muebles de pino raídos. De todos modos, las vistas eran las mismas, a través de las ventanas panorámicas se podía contemplar el aparcamiento del supermercado Coop Forum, la muralla y el mar.
—Se ha cometido una auténtica atrocidad —comenzó Knutas, y contó a sus compañeros la escena que habían contemplado en Petesviken—. Hemos acordonado el prado y la zona colindante —prosiguió—. Un camino rural atraviesa el prado y allí estamos buscando las posibles huellas de algún vehículo. Si el autor o los autores de esto se han llevado la cabeza del caballo, es de suponer que han utilizado un coche. En estos momentos nuestros hombres están interrogando a los vecinos y a la gente que vive en los alrededores, así que ya veremos lo que averiguamos a lo largo del día.
—¿Cómo han matado al caballo? —preguntó Karin.
—Eso podrá explicarlo mejor Erik —respondió Knutas volviéndose hacia el técnico.
—Vamos a ver unas imágenes del caballo. Prepárate, Karin —advirtió Sohlman—, pueden resultar bastante desagradables.
Se dirigió precisamente a ella, no porque fuera la más sensible ante la presencia de sangre, sino porque le gustaban mucho los animales.
El técnico empezó a proyectar las imágenes del maltrecho cuerpo del caballo.
—Como podéis ver, le han cercenado el cuello, o mejor dicho, se lo han cortado con un cuchillo o con un hacha. El veterinario, Ake Tornsjö, ya ha examinado al caballo y va a realizar un reconocimiento más a fondo, pero nos ha explicado cómo cree que han sucedido los hechos. Según él, el autor del crimen, si es que es obra de una persona, seguramente dejó primero inconsciente al caballo golpeándolo con fuerza en la frente, probablemente con un martillo, un mazo o un hacha. Luego, cuando el caballo se cayó desplomado, sirviéndose de un cuchillo grande, tipo machete, le cortó el cuello, y eso es lo que ha matado al caballo, o sea, la pérdida de sangre. Para separar la cabeza de las vértebras, las ha destrozado. Hemos encontrado restos de huesos machacados y me atrevería a aventurar que se usó un hacha. Las marcas halladas en el suelo apuntan a que el caballo permaneció un tiempo con vida después del primer golpe. Estuvo aquí tendido y pataleando en su agonía, aplastó la hierba y removió la tierra. La zona alrededor del cuello aparece desgarrada y llena de salpicaduras, lo cual indica que al autor le llevó su tiempo; tenía muy bien planeado cómo iba a hacerlo, pero carece de conocimientos profundos acerca de la anatomía de un caballo.
—Qué bien, entonces podemos descartar a todos los veterinarios —rezongó Wittberg.
—Hay una cosa que no me cuadra —continuó Sohlman sin inmutarse—. Al cortar la arteria carótida, el caballo debería haber perdido una enorme cantidad de sangre. Y, ciertamente, se puede observar que la sangre ha corrido por el cuello y el cuerpo del animal, pero en el suelo sólo aparece un charquito insignificante. Casi nada. Y aunque la sangre se haya filtrado en la tierra, el charco debería ser mayor.
Los demás miraron desconcertados al técnico.
—¿Cómo se explica eso? —quiso saber Karin.
—Lo único que se me ocurre es que el autor del crimen ha recogido la sangre.
—¿Por qué iba a querer hacer una cosa así? —replicó Wittberg.
—No tengo ni la más remota idea. —Sohlman, pensativo, se pasó la mano por la barbilla—. El dueño del caballo lo vio por última vez ayer por la noche a eso de las once. El veterinario opina que llevaba por lo menos cinco o seis horas muerto cuando lo encontraron las niñas, por lo que la fechoría se produjo probablemente hacia la medianoche o en las horas siguientes. El prado y la zona colindante están siendo rastreados con perros para tratar de localizar la cabeza; hasta el momento no ha dado ningún resultado. Hemos ampliado la zona de búsqueda.
Karin hizo una mueca.
—Qué repulsivo. Así pues, el autor del crimen se ha llevado la cabeza y la sangre —afirmó—. ¿Qué sabemos del caballo?
Knutas miró sus papeles.
—Un poni de quince años, castrado, así pues, un capón. Un caballo manso y servicial del que la policía no tenía noticias hasta ahora.
Wittberg sonrió burlón. A Karin no le hizo tanta gracia.
—¿Y el dueño?
—Se llama Jörgen Larsson, casado y con tres hijos. Se hizo cargo de la granja hace diez años y la lleva a medias con su hermano. Se trata de una explotación familiar, los padres siguen viviendo en uno de los edificios aledaños. La granja es bastante grande, tienen cuarenta vacas y un montón de terneros. No parece que haya cosas raras en la familia, se han dedicado a las tareas agrícolas tranquilamente durante mucho tiempo. Ni Jörgen Larsson ni ningún otro miembro de la familia aparecen en el registro de delincuentes.