En ocasiones Johan estaba sinceramente cansado de Emma; de que no acabara de aceptar que él era su pareja y le permitiera trasladarse a vivir con ella. No es que pensara conformarse con vivir en la casa donde ella y Olle habían creado su vida en común, pero era lo que había para empezar. Por el bien de Sara y de Filip tendría que aceptarlo. Y estaba dispuesto. Pero empezaba a estar harto de la matraca de Emma sobre lo complicada que era su vida. Estaba hasta la coronilla. ¿Y él? Lo había sacrificado todo por ella. Había dejado su trabajo, su piso, sus amigos y toda su vida en Estocolmo para trasladarse a vivir a una isla donde casi no conocía a nadie. Nunca se quejaba. Era como si no hubiera espacio para él.
Al principio le pareció comprensible. Emma estaba en los últimos meses de embarazo y luego llegó el parto, con todo lo que eso implicaba. Pero en algún momento debería estar dispuesta a seguir adelante con su vida y permitirle que ocupara un lugar en ella. Habían discutido la tarde anterior cuando Johan sacó el tema y no habían hablado desde entonces. En ese momento lo que más le apetecía era salir y emborracharse como una cuba.
La llegada de Pia a la redacción interrumpió sus pensamientos.
—Hola.
Dejó la cámara, el trípode y la funda de la cámara.
—¿Dónde has estado?
—Fuera, grabando algunas escenas estivales estupendas. Me parece que podíamos presentarlas como imágenes finales. Eso siempre es divertido y no tenía otra cosa que hacer. Y a ti tampoco se te ocurren ideas brillantes, que digamos.
Le sonrió provocadora y se sentó frente al ordenador para descargar las fotos.
Johan la observaba mientras trabajaba. Pia era guapa, guapa de verdad. Era como si no la hubiera visto antes. Cierto que para su gusto tenía un perfil demasiado punki, pero era dulce y femenina, y al mismo tiempo sabía lo que quería. Eso era algo que Johan apreciaba. Pia siempre tenía opiniones acerca de lo que ocurría en el mundo. Se implicaba. ¿Cuándo habían discutido últimamente Emma y él sobre algún fenómeno social actual? Y, sobre todo, ¿tenía realmente algún interés en saber lo que pasaba a su alrededor? Hasta entonces ni siquiera se le había ocurrido pensarlo. Trató de recordar cuándo había sido la última vez que habían mantenido una discusión política o habían hablado de algún problema mundial actual. Esa reflexión le dio que pensar. El enamoramiento había eclipsado tantas cosas que ni siquiera estaba seguro de cuáles eran las inclinaciones políticas de Emma.
—Qué callado estás. —Pia giró la cabeza y lo miró—. ¿Qué te pasa?
Johan volvió en sí. Se había sumido en sus cavilaciones y seguro que había permanecido sentado, mirándola con cara de tonto sin darse cuenta.
—¡Bah, nada! —contestó encogiéndose de hombros, esos nuevos pensamientos lo indignaban y escocían.
—Parece que necesitas animarte. ¿Salimos a tomar una cerveza?
—Estupendo.
Abandonaron la redacción y salieron a una tarde estival propia del Mediterráneo. Eran poco más de las siete y tanto los restaurantes como los bares comenzaban a llenarse de turistas bronceados con ganas de fiesta. Fueron a un bar de Stora Torget y se sentaron en la terraza.
—¿Qué tal estás, en realidad? —preguntó Pia cuando tuvieron cada uno su cerveza grande, bien fría.
—Bien, creo. Han pasado tantas cosas últimamente que no sé si voy o vengo.
—Ser padre es un enorme desafío, eso está claro —Pia probó un sorbito de cerveza—. Por cierto, ¿por qué no estás esta tarde con Emma y con Elin?
—Emma está en casa con sus otros hijos, Sara y Filip. Han estado de vacaciones con su padre en el extranjero, así que hace tiempo que no se ven. Por eso quería estar a solas con ellos.
—Bueno… Eso es comprensible.
—Sí, pero a veces me parece que no hago más que tener consideración hacia ella y hacia su otra familia.
—¡Uf, eso debe de ser muy jodido! —reconoció Pia—. Como si no fuera ya lo suficientemente complicado mantener una relación de las llamadas «normales» —dijo alzando los ojos.
—Y tú, ¿qué? ¿Cómo lo llevas? —preguntó Johan con curiosidad. Pia nunca le había contado si tenía novio y a él no se le había ocurrido preguntárselo—. ¿Tienes pareja?
—Pareja, lo que se dice pareja, no. Digamos que tonteo con un chico de vez en cuando, cuando nos va bien.
—¿Estás hablando de sexo entre amigos?
—No, él me gusta de verdad pero lo nuestro nunca llegará a nada, no sé si me entiendes. Estamos siempre en el mismo punto y así no vamos a ninguna parte.
—Más o menos como Emma y yo, entonces.
—¡Pero, hombre! ¡Si acabáis de tener una niña!
—Sí, es verdad. Pero por alguna extraña razón me parece que eso no ha significado tanto para la relación en sí. Por raro que pueda sonar. Emma tiene mil argumentos para justificar por qué no quiere que nos mudemos a vivir juntos, por ejemplo.
—Tienes que darle tiempo, estoy segura de que lo entiendes. Su vida ha saltado en pedazos y tiene otros dos hijos en los que pensar. Más el problema de hacer que funcionen las cosas con su ex. No es tan raro que no pueda salir volando. Elin sólo tiene unas semanas, ¿no?
—Sí, claro dijo Johan, sorprendido de que Pía no le hubiera dado la razón.
Con lo bien que le vendría un poco de apoyo en ese momento. Vació la cerveza y se levantó.
—¿Quieres tomar otra?
—Claro.
La barra estaba abarrotada de gente y la música a tope. Johan disfrutaba de la animación de la ciudad. Visby era un hervidero de gente en verano y de no haber sido por Emma seguro que habría salido todas las noches. Mientras esperaba para pedir recorrió la barra con la vista.
De repente vio a alguien que le resultó conocido. El hombre estaba de espaldas a Johan hablando con una chica guapa y rubia que no podía tener más de veinticinco años. Ella le sonreía y daba sorbitos a un vaso que parecía contener vino espumoso o quizá champán. Al brindar con la joven que lo acompañaba se volvió lo suficiente como para que Johan pudiera verlo de perfil.
Era Staffan Mellgren.
A
l día siguiente Staffan Mellgren se quedó bastante tiempo en la zona de excavaciones. La noche anterior se le había hecho tarde. Estaba cansado y con resaca, pero prefería trabajar antes que tener que explicarle a Susanna por qué se había quedado a dormir en la ciudad. Aunque sospechaba que su esposa sabía lo que hacía y que no le preocupaba lo más mínimo si veía a otras mujeres, era como si disfrutara fingiendo lo contrario. Interpretaba el papel de esposa crédula, injustamente tratada, sólo por el placer de verlo sufrir.
En el coche, de camino a casa, llamó a Susanna, quien tras la discusión de rigor aceptó el pretexto de que tenía mucho trabajo extra y, ofendida, le echó en cara que era la tercera vez que no cenaba en casa aquella semana. Él le siguió el juego y le explicó que tenía mucho que hacer durante las excavaciones propiamente dichas del curso. Cosa que por otra parte era totalmente cierta. Y más en esta ocasión, ya que las excavaciones se habían retrasado como consecuencia de la muerte de Martina Flochten y de la conmoción y el ambiente que se había creado entre los estudiantes que participaban en ese curso. Algunos decidieron dejarlo, pero la mayoría seguía, algo por lo cual les estaba muy agradecido. Habían pasado tres semanas desde el asesinato y aún recordaban constantemente lo sucedido. El hecho de que no hubieran detenido a ningún culpable no contribuía precisamente a mejorar la situación. Eso era lo que Mellgren trataba de explicarle a su esposa, pero ella no se tragaba la píldora y lo acusaba de descuidar a su familia. Staffan había perdido ya la cuenta de las veces que se lo había dicho. Se arrepentía más que nada de haberla llamado y trató de ablandarla ofreciéndose a echar de comer a las gallinas cuando llegara a casa.
Vivían en Lärbro, unos treinta kilómetros al norte de Visby, así que aún tenía que conducir un trecho. Puso el volumen del estéreo a tope y disfrutó de la música. Le ayudaba a relajarse.
Se preguntó cuándo desapareció el amor entre ellos. No recordaba cuándo fue la última vez que vio algo de calor en su mirada. Vivía en un frío matrimonio ficticio en el que hacía mucho tiempo que se les atragantó la risa. Quizá fuera inevitable el divorcio, pero él era demasiado cobarde para dar el primer paso.
Lo retenían los niños. Eran tan pequeños todavía, el mayor sólo tenía diez años. No tenía fuerzas ni ganas de romper su matrimonio justo ahora. Eso tendría que esperar. Entre tanto tendría que hacer lo que pudiera para soportarlo. Y eso era lo que hacía.
Cuando giró y entró en el patio todo estaba en silencio. A esas horas los niños estarían acostados. Lo mejor sería ir directamente al gallinero.
Su granja tenía vistas sobre los prados y los campos de cultivo. Contempló la casa de piedra revocada en blanco, las ventanas pintadas de azul con sus cortinas y macetas, y el porche con sus filigranas de madera. A un lado estaba el taller donde su mujer moldeaba sus cacharros de barro, tenía hasta su propio horno. ¡Cuánto la había admirado antes por ello! ¿Cuándo fue la última vez que hablaron de sus tiestos?
El ruinoso establo que habían proyectado pintar durante el verano seguía como estaba. De momento los planes se habían quedado en eso. ¿Para qué iban a pintar? ¿Qué sentido tenía hacerlo? Ninguno.
De pronto lo invadió la melancolía y se sentó en el banco que había fuera del taller de alfarería y apoyó la cabeza entre las manos. Enseguida iría a echar de comer a las gallinas, sólo tenía que sacar fuerzas primero. Habían convertido la mitad del establo en gallinero. Aunque ahora ya diera igual. Al principio, cuando estaban enamorados y dejaron Visby para vivir en el campo, la idea de tener un gallinero les pareció muy romántica a los dos. Después fueron pasando los años, el romanticismo desapareció y las gallinas se quedaron allí.
Sentía cómo se le escapaba la vida mientras él permanecía en el borde mirando. Los días llegaban y se iban sin que ocurriera nada. Su mujer y él continuaban con sus pequeñas discusiones habituales, no tenían ninguna vida sexual y las cosas cotidianas se sucedían unas a otras en una corriente sin fin.
Ahora hacía bastante tiempo que no tenían una bronca de verdad, no les quedaban ganas ni para discutir. Sólo aquella acritud y un creciente distanciamiento. Y no es que él necesitara su cariño. Ya no lo necesitaba.
Se levantó y cruzó lentamente el patio en dirección al gallinero. La noche era hermosa y apacible. El perfume a jazmín procedente de los arbustos que había delante de la casa se mezclaba con el olor a gallinaza.
Las gallinas daban vueltas por el patio picoteando acá y allá con suaves cloqueos. Esta noche estaban más calladas que de costumbre.
De repente advirtió que había algo que asomaba por encima de la puerta abierta del establo. Estaba demasiado lejos para poder ver lo que era, pero allí había algo, eso estaba claro. De vez en cuando se vislumbraba tras el balanceo de las ramas del arce que daba sombra al edificio por ese lado.
Sin saber por qué vaciló y se detuvo. Miró inseguro a su alrededor pero no pudo descubrir a nadie. De golpe se extendió por el patio una atmósfera ominosa.
Cuando se acercó lo suficiente lo invadió el miedo. A primera vista le costó comprender lo que veía. Poco a poco lo vio con claridad y su cerebro captó el sentido.
La presencia de la sanguinolenta cabeza de caballo le produjo un choque al principio, pero no tardó mucho en comprender exactamente qué significaba todo eso.
E
l calor estival hacía que la gente caminara con desidia y que Knutas se tuviera que cambiar de camisa varias veces al día. Sus pensamientos fluían como sirope viscoso, a menudo extraviados, y la solución de la excepcional investigación parecía más lejana que nunca.
Line y los niños estaban en la casa de veraneo, pero no soportaba la idea de estar allí sin hacer nada.
Desde primeros de junio no había llovido ni un solo día, lo cual no contribuía a mejorar su irritación. Estaba de un humor pésimo y, cuando sonó el teléfono, emitió un rugido a modo de saludo.
—Hola, mi nombre es Susanna Mellgren.
—Hola.
—Mi marido, Staffan Mellgren, es el responsable de las excavaciones en Fröjel —explicó la mujer.
—Ah, sí, claro —se apresuró a decir Knutas, que al principio no había caído en la cuenta.
—No quiere que llame, pero creo que debo hacerlo.
—¿Y eso?
—Ayer por la noche encontramos una cosa muy rara fuera del gallinero.
—¿Ah, sí?
—Había una cabeza de caballo clavada en el extremo de un palo.
Knutas se espabiló de inmediato.
—Alguien debió de colocarla ahí por la tarde. Staffan la descubrió cuando volvió a casa después del trabajo.
—¿Qué aspecto tenía?
—Estaba colocada en un palo de madera bastante grueso, en realidad no sé qué tipo de palo es, pero alguien había clavado en el extremo superior la cabeza de un caballo degollado. Un caballo de verdad.
—¿Dónde se encontraba ese palo?
—Tenemos un viejo establo que usamos en parte como gallinero. Estaba delante de la puerta, apoyado contra la pared, totalmente a la vista.
—¿Cuándo sucedió eso?
—Ayer por la noche.
—¿Y no ha llamado hasta ahora?
Knutas miró el reloj. Eran las dos y cuarto.
—Lo siento, pero Staffan no quería contárselo a nadie. Dijo que sólo serviría para asustar a los niños, y que no quería darle mayor importancia. Parece bastante tranquilo, la verdad. Como si no fuera importante. Pero yo considero que es muy desagradable y por eso he pensado que debía ponerme en contacto con la policía, diga lo que diga él.
—Ha hecho usted bien en llamar. ¿Sigue ahí la cabeza de caballo?
—No. Staffan se la llevó de aquí y la tiró en una zanja. No quería que la vieran los niños. Ellos ni se han enterado de lo que ha ocurrido.
—¿Sabe dónde la ha tirado?
—Sí, de hecho he ido allí a echarle un vistazo. La he cubierto con hierba y ramas para que ningún animal pudiera destruir las huellas.
—Nosotros, por supuesto, debemos ir hasta allí para verla inmediatamente.
—Está bien. Staffan salió esta mañana temprano y dijo que iba a estar fuera todo el día. No quiso decirme adónde iba. Preferiría que no se enterara de que he llamado.
—Lo siento, pero me temo que eso va a ser imposible —respondió Knutas—. Estamos investigando un delito anterior contra un caballo, además del asesinato de la joven que participaba en su curso. Parecen demasiadas casualidades para no relacionar todos estos casos. Espero que lo comprenda.