Algunas de las monedas del tesoro de Spillings eran impresionantes. Sobre todo una moneda conocida como
Mosemyntet
, o moneda de Moisés, puesta en circulación en el reino Jázaro, que fue el imperio más poderoso de Europa oriental durante los siglos VIII y IX.
Mosemyntet
constituía la primera pieza arqueológica que relacionaba a los jázaros con el judaísmo, lo cual la convertía en una pieza única en el mundo.
Él venía a veces aquí y se pasaba largos ratos sumido en sus fantasías acerca de la moneda, que llevaba la inscripción arábigo-judaica
Musa rasul Allah
, «Moisés es el emisario de Dios». Los expertos interpretaron la inscripción como judía; ésta aludía al Moisés bíblico que guió la salida de los israelitas de Egipto y recogió las tablas de piedra con los diez mandamientos en el monte Sinaí.
Había oído comentar que el tesoro quizá fuera trasladado al Museo de Historia de Estocolmo, donde podría ser admirado por un público más amplio. Un sacrilegio más.
Se sentó en un banco que había junto a la pared para repasar mentalmente su plan una última vez. Aún no había aparecido ni una sola persona.
A lo largo de las paredes había vitrinas con monedas de plata, árabes, alemanas, irlandesas, bohemias, húngaras, italianas y también suecas.
Pero no eran las monedas lo que a él le interesaba. Durante años había robado monedas de lugares bastante más accesibles que el museo, donde indudablemente el robo de una vitrina se descubriría enseguida.
En esta ocasión su objetivo era bastante más pretencioso y había ido precedido de una estricta planificación. El precio que le habían ofrecido era tan elevado que no pudo resistir la tentación, aunque entrañaba un riesgo.
Para él vender tesoros arqueológicos de Gotland no representaba ningún problema. Ya que de todas formas acabarían en la península, bien podía ganarse un dinerillo con ellos. Así al menos tenía algún control de dónde iban a parar. Y el dinero lo destinaba también a objetivos con los que sus antepasados vikingos habrían estado de acuerdo. De esa manera cerraba el círculo, así era como le gustaba verlo. En el fondo consideraba que esos objetos le pertenecían a él, al menos mucho más de lo que les pertenecían a las autoridades que decidían sacarlos de la isla. Él se quedaba con parte de los objetos, tenía sus favoritos.
En una vitrina de cristal, en el centro de la sala, resplandecía un brazalete de oro puro. Constituía el objeto más grande de oro perteneciente al período vikingo hallado en Gotland y lo habían desenterrado en la parroquia de Sundre. El brazalete estaba realizado en oro de veinticuatro quilates y fechado en torno al año 1000. Los hallazgos de piezas de oro de los tiempos vikingos eran muy escasos y allí se encontraba el mayor tesoro, sólo lo separaba de él una pared de cristal.
Se levantó y se dirigió hacia el hueco de la escalera. Miró hacia abajo, hacia la recepción, la chica de la taquilla seguía leyendo. Echó una ojeada a su reloj de pulsera. Eran las doce. Ahora todos estarían, salvo la recepcionista, almorzando. Eso era lo que había previsto. El riesgo de que lo descubrieran era inexistente y su disfraz hacía que nadie pudiera reconocerlo después. Extremó la concentración, se puso unos guantes finos y dio una vuelta rápida por las salas del piso superior. Ni un alma.
Se oyeron voces procedentes de la planta de entrada; los empleados estaban a punto de salir a almorzar. La puerta exterior se cerró de nuevo. Ahora estaba él solo con la recepcionista.
El museo carecía de cámaras de vigilancia, pero desde hacía unos años estaba provisto de alarma. Se había informado de cómo podía desconectarse, así que ese detalle estaba listo.
Sacó un pequeño destornillador del bolsillo y desmontó la vitrina de su base. Mientras tanto, tenía una oreja pendiente de la escalera, no quería que lo pillaran con las manos en la masa. Luego no tuvo más que levantar la parte superior, depositarla con cuidado en el suelo de piedra y coger el brazalete. Volvió a colocar la vitrina en su sitio y bajó tranquilamente por la escalera. La recepcionista aún seguía con la nariz hundida en el libro. Parecía como si estuviera dormida. Salió al exterior sin que nadie reparara en él y desapareció calle abajo.
E
l robo en la Sala de Arte Antiguo trajo como consecuencia que Johan se viera obligado a dejar a Emma y a Elin en la isla de Fårö y volver apresuradamente a Visby. Había hecho un reportaje sobre el suceso para la emisión de
Noticias Regionales
del domingo.
El lunes por la mañana el redactor jefe había dejado claro que quería un seguimiento de la noticia que incluyera la conmoción y las reacciones con el siguiente enfoque: ¿Cómo ha podido ocurrir algo así? Todo listo y empaquetado en su mollera de redactor, pensó Johan sarcástico, aunque estaba de acuerdo en que era razonable que se hiciera un seguimiento de la noticia. A él lo asombraba más el hecho de que el ladrón hubiera podido desconectar la alarma, ¿se trataba de un robo perpetrado desde dentro? Y en ese caso, ¿cuántos robos semejantes se habían llevado a cabo con anterioridad? Había pedido al archivo copias con los recortes de robos de tesoros arqueológicos en Gotland aparecidos en la prensa y las copias habían llegado por fax. La mayoría se refería a personas llegadas del extranjero con detectores de metales que saqueaban los tesoros de plata de la isla.
En un ejemplar del
Gotlands Tidningar
de hacía seis meses, encontró un artículo que le llamó la atención: «Presunto robo en el almacén del Museo Provincial».
Ninguna de las personas a las que había entrevistado en relación con el robo había mencionado que habían desaparecido objetos en ocasiones anteriores. En realidad el artículo hablaba de los robos en el almacén situado en otra parte de la ciudad y por eso quizá no fuera tan raro que nadie hubiese dicho nada. Lógicamente no querrían dar a los robos más publicidad de la necesaria.
El artículo trataba de la desaparición de varias monedas del almacén donde se guardaban todos los hallazgos arqueológicos que no estaban expuestos. La Sala de Arte Antiguo sólo tenía espacio para mostrar una pequeña parte de todo lo que se desenterraba en la isla. En el artículo entrevistaban a Eskil Rondahl, responsable del depósito, a quien el asunto de la desaparición de las monedas le parecía grave.
Johan buscó el número de teléfono del almacén y le pasaron con Rondahl.
Se escuchó una voz áspera y seca en el otro extremo del hilo.
—¿Sí?
—Me llamo Johan Berg y llamo de
Noticias Regionales
, de la Televisión Sueca.
Silencio. Johan continuó:
—Llamo a propósito del artículo publicado en el
Gotland-Tidningar
hace medio año que trataba del robo de monedas del almacén.
—¿Ah, sí?
—¿Lo recuerda? Usted es la persona a quien entrevistaban en el artículo.
—Sí, ya lo sé. Aquel robo quedó resuelto.
—¿Cómo?
—Resulta que no se había cometido ningún robo. Aparecieron las monedas que faltaban. Habían ido a parar a otro sitio, sencillamente.
—¿Cómo que habían ido a parar a otro sitio?
—La razón fue un descuido del que me hago responsable. Cuando nos llegan monedas, las depositamos en la sección de seguridad especial, donde guardamos los objetos valiosos y aquellos más susceptibles de ser robados. En ese proceso se extravió un cajón con monedas, pero lo encontramos después. Sí, fue bastante embarazoso para mí, así que es una historia que prefiero olvidar.
—Lo comprendo. ¿Han sufrido otros robos?
—De los que podamos estar seguros, no, pero sí que ocurre a veces que desaparecen cosas.
—Pero ése es un tema serio, la gente no puede ir por ahí robando cosas que tienen mil años de antigüedad, ¿no? ¿Qué piensa la policía de ello?
—No les preocupa especialmente. No hay ningún policía comprometido con el tema de los robos de restos arqueológicos, semejantes asuntos están en la cola de su lista de prioridades —refunfuñó Rondahl—. Y ahora por desgracia no dispongo de más tiempo.
Johan le dio las gracias y colgó el teléfono.
La conversación le había dejado algo desconcertado. ¿Se estaban cometiendo robos sin que nadie se ocupara de ello?
Llamó a la universidad y pidió que le pasaran con un arqueólogo. Sólo pudieron localizar a Aron Bjarke, profesor de teoría. Johan le refirió el artículo que había leído y lo que le había dicho Eskil Rondahl.
Bjarke corroboró en parte la descripción.
—Es posible que se robe algún objeto aislado sin que nadie lo descubra, pero lo peor no es que desaparezcan pequeños objetos aquí y allá. El mayor problema son los buscavidas que vienen hasta Gotland para buscar tesoros de plata. Hace unos años se aprobó una nueva ley para poner fin a los saqueos. En la actualidad está prohibido utilizar detectores de metales en Gotland sin un permiso especial del Gobierno Civil. El año pasado la policía detuvo a dos ingleses sorprendidos con las manos en la masa cuando buscaban tesoros con un detector de metales.
—¿Adónde van a parar las piezas robadas?
—Hay coleccionistas en todo el mundo dispuestos a pagar sumas considerables por un adorno de plata, por ejemplo, o por una moneda de hace mil años. Por no hablar de todas las maravillosas joyas que encontramos del período vikingo. Es evidente que hay un gran mercado y mucho dinero en juego.
—¿Se siguen produciendo robos?
—Con toda seguridad, sólo que la policía no se interesa por ellos.
—¿Puede hablarme de algún caso concreto que conozca?
Bjarke guardó silencio un instante.
—No, la verdad es que no puedo. En este momento, no.
H
abían pasado casi dos semanas desde el robo en la Sala de Arte Antiguo. Aún no habían detenido a nadie, ni por el asesinato de Martina, ni por los incidentes con las cabezas de caballo, ni por el robo. Knutas no creía que existiera realmente relación alguna entre los delitos, pero había pedido a la persona que estaba al frente de la investigación del robo que lo mantuviera informado en todo momento de los progresos de las pesquisas. No obstante, todos esos casos tenían una cosa en común: su resolución parecía muy lejana.
Knutas había considerado que no podía viajar a Dinamarca para reunirse con su familia, que pasaba allí las vacaciones, mientras el asesinato de Martina Flochten siguiera sin resolverse. Lo cual no impedía que echara de menos unas vacaciones con golf y pesca y poder sentarse en la terraza con una copa de vino y un buen libro. Estaba agotado y comenzaba a sentirse frustrado de verdad. Nada salía como él esperaba. Cuando apareció la cabeza cortada del caballo en casa de Gunnar Ambjörnsson, pensó que el trabajo de investigación quizá despegaría, pero no había sido así. Line y los niños habían vuelto de las vacaciones, morenos y descansados, sin que él tuviera ninguna noticia alentadora que dar sobre la marcha de la investigación.
El hecho era, en resumidas cuentas, que la policía no había hecho ningún progreso. Los pocos vecinos de Ambjörnsson que se encontraban en casa la tarde en que se produjo el incidente no habían visto ni oído nada, a excepción de una señora mayor que había observado la presencia de un coche desconocido en la calle. De qué marca o qué modelo, eso no lo sabía, sólo que era rojo y grande. Quizá fuera el coche del agresor, una cabeza de caballo no era una cosa con la que uno pudiera ir por ahí dando vueltas a pie. La policía todavía no había recibido ninguna notificación denunciando la desaparición de un caballo o el hallazgo del cuerpo maltratado de un caballo. Knutas se preguntaba cómo era posible. Sólo conocía un lugar donde un caballo podría desaparecer sin que nadie lo descubriera enseguida y ese lugar era la reserva de ponis de Gotland del páramo de Lojsta; la única pega era que la cabeza no pertenecía a esa especie.
La policía no quiso emitir ninguna orden de búsqueda porque en ese caso el incidente habría salido a la luz pública. Una cabeza de caballo clavada en el extremo de una estaca colocada en la puerta de un alto cargo político provocaría sin duda gran inquietud, tanto entre los turistas como entre los residentes. En el peor de los casos podría significar un golpe mortal para la construcción del complejo hotelero. Los capitales extranjeros quizá se retrajeran y Gotland no podía permitirse eso. Knutas se había reunido tanto con el jefe de la policía provincial como con el gobernador civil y con el presidente de la comisión municipal de gobierno, y todos coincidían en que el incidente debía mantenerse en secreto.
Que los medios no se hubieran enterado del asunto era tan sorprendente como providencial. Quizá tuviera que ver con el hecho de que el delito hubiera ocurrido justo en la época veraniega. Muchos de los periodistas locales con amplias redes de contactos estaban de vacaciones y sus puestos los ocupaban sustitutos. Knutas estaba muy impresionado de que todos los implicados hubieran mantenido efectivamente su promesa de no decir nada.
En cambio, con el trabajo de la policía no se sentía tan satisfecho. En lo referido al trágico y brutal asesinato de Martina Flochten se movían todavía a ciegas. La policía había interrogado a los pocos conocidos que la joven tenía en la isla, entre ellos a Jacob Dahlén, el dueño del hotel. Por desgracia sus declaraciones no sirvieron para hacer avanzar la investigación y aseguró que ese verano ni siquiera había visto a Martina.
Tampoco los colegas de la Policía Nacional habían aportado nada particularmente interesante. Agneta Larsvik se había ido a pasar el fin de semana a Estocolmo y Kihlgård, aunque era un tipo competente, en esta ocasión su aportación al trabajo policial había sido, por decirlo suavemente, más limitada que de costumbre. Sin embargo, había conseguido una cosa, animar a Karin. Había estado mucho más contenta desde que él llegó a Gotland. A veces a Knutas le daba por pensar que entre ellos dos había algo, pero seguro que no era más que su sensiblería habitual cuando se trataba de Karin.
J
ohan y Pia habían preparado una serie de reportajes sobre el recalentamiento del mercado inmobiliario en Visby, que habían sido muy bien acogidos por la redacción de
Noticias Regionales
en Estocolmo. En pleno verano era difícil encontrar temas interesantes que no trataran del turismo, el ocio nocturno o la calidad de las playas.
En Estocolmo, Grenfors, el redactor jefe, estaba de vacaciones y lo sustituía una reportera que solía incorporarse como redactora cuando era necesario. Por lo general, dejaba a Johan trabajar en paz. Él sólo podría disfrutar de algunos días sueltos libres, puesto que tenía un trabajo temporal de verano en Gotland. Hasta septiembre no podía contar con coger días de vacaciones. Con cautela le había comentado a Emma que sería divertido que pudieran viajar juntos a algún sitio. Ella parecía indecisa. Elin quizá era demasiado pequeña para volar.