—Sí, claro —dijo Susanna Mellgren con voz contenida—. ¿Pero qué tiene que ver Staffan con todo eso?
Knutas no contestó a su pregunta.
K
nutas, Erik Sohlman y Karin salieron juntos hacia Lärbro.
La granja estaba a un par de kilómetros del pueblo propiamente dicho y contaba con una vivienda, un pequeño cobertizo de madera que al parecer servía de taller y un establo. Veinte gallinas daban vueltas plácidamente alrededor picoteando la hierba seca del verano.
Susanna Mellgren abrió la puerta tras la primera llamada. Era una mujer alta, con el cabello negro y corto, vestida con unos pantalones vaqueros y una camiseta. A Knutas le pareció guapa con aquellos ojos negros y la piel aceitunada. No puede ser cien por cien sueca, alcanzó a pensar antes de que ella le tendiera la mano y lo saludara.
—¿Puede enseñarnos dónde encontraron la estaca con la cabeza del caballo? —le pidió.
—Claro, síganme.
Caminó delante de ellos hacia el establo. Las gallinas cacareaban y se arremolinaban a su alrededor.
—Fue justo aquí, al lado de la puerta del gallinero —explicó señalando la pared.
—¿Y no han visto últimamente a ninguna persona desconocida rondando por aquí?
—No, ni Staffan ni yo hemos visto a nadie. He preguntado a los niños, con un poco de habilidad, claro, porque en realidad no saben lo que ha pasado, pero parece que tampoco han visto nada raro. Quien haya colocado la cabeza del caballo tiene que haberlo hecho entre las ocho y las nueve de la noche. Un poco antes de las ocho salí a buscar a los niños, que estaban jugando fuera, y entonces no vi a nadie. Luego, poco después de las nueve, llegó Staffan a casa.
—Bien —dijo Knutas dándole ánimos y lo apuntó en su bloc—. Cuanto menos margen de tiempo haya, más fácil nos resultará a nosotros. Hay algo que quiero pedirle: no le cuente esto a nadie, es importante que no salga a la luz. Sobre todo por los niños.
—Lo comprendo —dijo Susanna Mellgren algo insegura—. Aunque mi madre…
—No importa, siempre y cuando no lo vaya contando por ahí. Bueno, ¿dónde está esa cabeza de caballo?
—Hay que andar un poco —contestó.
—Será mejor que vayamos con el coche, nos llevaremos la cabeza —aclaró Sohlman.
—¿Ah, sí?
La mujer parecía indecisa y su mirada dejó traslucir una nueva inquietud.
—Sí, claro, hay que examinarla con detenimiento. Al comparar las muestras procedentes de la cabeza con las del cuerpo del caballo degollado, tal vez podamos, en el mejor de los casos, obtener alguna evidencia que nos ayude a resolver el caso —le explicó Sohlman pedagógicamente.
—Antes de marcharnos me gustaría echar un vistazo a su casa. ¿Le importa? —inquirió Knutas.
—No, claro que no.
Susanna Mellgren los guió hasta el interior de la vivienda. Era una casa de estilo tradicional con los suelos tratados con aceites naturales, muebles rústicos y una decoración en la que predominaban los tonos blancos, lo que le daba un aspecto luminoso y hogareño. Los amplios alféizares estaban cubiertos con macetas de barro, con tallas de madera y esculturas de cerámica de diferentes tamaños. Había ropa, pelotas y juguetes esparcidos por todas partes. En la cocina había una señora mayor sentada leyéndole un cuento al niño que tenía en sus rodillas. Levantó la vista y saludó cortésmente a los agentes con una inclinación de cabeza cuando éstos aparecieron en el hueco de la puerta.
—Es mi madre —explicó Susanna—. Ha venido hoy para ayudarme con los niños.
Fueron con dos coches. Karin acompañó a Susanna en el primero y Sohlman y Knutas las siguieron en el otro.
Después de conducir varios kilómetros por la carretera asfaltada que se alejaba de Lärbro torcieron y entraron en un camino rural. Susanna detuvo el vehículo junto a una tierra de cultivo y unos árboles que se alzaban al lado del camino, bordeado por una cuneta.
La mujer bajó a la cuneta y empezó a retirar hierba y ramas.
Knutas y Sohlman no tardaron en seguir sus pasos y ayudarla. Karin prefirió quedarse en el borde del camino mirando. Le costaba mucho soportar la presencia de cuerpos muertos, ya fueran de animales o de personas. Ingenuamente había pensado que con el tiempo llegaría a acostumbrarse, pero aquella aversión más bien había empeorado con los años. Cuanto más veía, más insoportable le parecía.
Cuando la cabeza estuvo al descubierto, salieron de la cuneta y la observaron desde el camino.
—No cabe la menor duda, ¿no os parece? —preguntó Knutas.
—Está claro que se trata de un poni de Gotland y parece que es la cabeza del caballo de Petesviken, no hay duda —afirmó Sohlman.
—Pues está muy bien conservada —farfulló Karin en el pañuelo que tenía apretado contra la boca—. Y no huele mucho, ¿no?
—No, ha estado congelada, como la cabeza que apareció en casa de Ambjörnsson.
E
l domingo por la tarde Knutas intentó varias veces ponerse en contacto con Mellgren pero no consiguió dar con él. No contestaba al móvil y cuando habló con Susanna Mellgren a última hora de la tarde, seguía sin noticias de su marido.
Todo el asunto era, cuando menos, desconcertante. Mellgren había sufrido la misma experiencia terrorífica que Gunnar Ambjörnsson. Sin embargo, según su mujer, no parecía particularmente preocupado.
Knutas había salido de casa sin desayunar. Tenía prisa por llegar a la comisaría. Ya en el trabajo se sacó una taza de café y un bocadillo de las máquinas expendedoras. Un panecillo de centeno con queso y unos trozos secos de pimiento eran lo único que quedaba. Y había estado allí todo el fin de semana, claro.
Sonó el teléfono de su despacho justo cuando estaba tratando de sacar el bocadillo del estrecho compartimento. Mientras iba por el pasillo para coger el teléfono se le cayó la mitad del café al suelo, soltó una maldición y sólo pidió que no le hubiera salpicado nada en los pantalones.
Era Staffan Mellgren.
—Siento no haber podido llamar antes, pero he estado muy ocupado y se me olvidó el móvil en casa —se disculpó.
—¿Por qué demonios no dijo nada de la cabeza de caballo?
—Me sentí aterrado, no sabía qué hacer.
—¿Sabe si hay alguien que quiera hacerle daño?
—No lo creo.
—¿Ha estado involucrado en alguna pelea o ha discutido con alguien últimamente?
—No.
Así que Mellgren aseguraba ahora que se sintió aterrado. Eso encajaba mal con la versión de su mujer. Sin duda, estaba ocultando algo.
—¿Es decir, que no tiene ni idea de por qué esa cabeza de caballo acabó en su casa?
—Cierto.
—¿Me quiere contar la verdadera razón por la que no llamó a la policía cuando descubrió la cabeza del caballo?
—¡Por Dios! ¿Es que no oye lo que le digo? —bramó Mellgren indignado—. Quedé conmocionado y no supe qué hacer. Entonces recordé que una de mis alumnas había sido asesinada y me pregunté si podía existir alguna relación entre ambas cosas.
—¿Qué relación podría haber, según usted?
—¿Cómo cojones quiere que lo sepa?
—Este asunto de la cabeza del caballo no puede, bajo ningún pretexto, salir a la luz pública. ¿Se lo han contado a alguien?
—No, claro que no.
—No se lo digan a nadie, por el amor de Dios, de lo contrario tendrán un periodista detrás de cada arbusto.
—Susanna y yo ya hemos hablado de ello, y los niños no saben nada. Los únicos que lo saben son sus padres y no dirán nada.
—Está bien. Ahora voy a hacerle otra pregunta, y quiero que sea sincero de una vez por todas. ¿Qué relación había realmente entre Martina y usted?
Mellgren suspiró de modo ostensible.
—Ya se lo he dicho, no había nada entre nosotros.
—Ya me ha mentido anteriormente a la cara cuando afirmaba que todo estaba bien entre su mujer y usted —le soltó Knutas irritado—. Su mujer ha confesado sus infidelidades, que continuamente tiene nuevas aventuras. Perdone la franqueza, pero me parece que tiene, por decirlo suavemente, un matrimonio bastante mediocre. ¿Por qué iba a creerlo ahora?
Knutas no obtuvo ninguna respuesta. Mellgren ya había colgado el teléfono.
K
nutas abrió la reunión de la Brigada de Homicidios contando lo de la cabeza del caballo en casa de Mellgren.
—¿Qué es lo que está pasando aquí en realidad? —gritó Kihlgård tan indignado que las migas de pan formaron remolinos. Tenía la boca llena de pan de centeno de Gotland recién salido del horno.
—Sí, parece que esto no hace más que complicarse —suspiró Knutas—. Mellgren encontró la cabeza de caballo clavada en la punta de una estaca al lado del gallinero el sábado por la noche. Nosotros no tuvimos conocimiento de ello hasta ayer por la tarde, cuando llamó su mujer. Al parecer él quería que lo mantuvieran en secreto.
—¿Y eso por qué? —preguntó Kihlgård.
—Él me ha dicho que se sintió presa del pánico y no sabía qué hacer. Al mismo tiempo Susanna Mellgren asegura que parecía de lo más tranquilo cuando encontraron la cabeza. Las versiones de ambos son diametralmente opuestas. Hay algo que no encaja, es evidente. Pero ese asunto en concreto de momento lo dejaremos a un lado. Lo que quiero discutir antes de nada es qué significado tiene el hecho de que Mellgren haya sufrido el mismo incidente esperpéntico que Gunnar Ambjörnsson.
—Se trata de una amenaza, igual que la cabeza aparecida en casa de Ambjörnsson —constató Norrby sin más.
—Aunque él, que sepamos, no ha recibido ninguna otra advertencia después —terció Wittberg.
—¡Qué raro! —exclamó Karin poniendo los ojos en blanco—. Pero si ha estado en el extranjero desde entonces.
—Volverá dentro de una semana —cortó Knutas—. Y la seguridad de estas personas puede estar amenazada. Deberíamos sopesar la conveniencia de ponerles vigilancia.
—¿Disponemos de recursos para hacerlo? —preguntó Karin arqueando las cejas.
—En realidad, no.
—Pero ¿realmente hay motivos para considerar que Mellgren está amenazado? —objetó Wittberg—. Quizá esté él mismo implicado en esto. ¿Por qué no denunció inmediatamente el incidente? ¿Y por qué se mostró tan frío? Eso, al menos a mí, me resulta sospechoso.
—Absolutamente —afirmó Karin—. Mellgren tiene que tener un muerto en el armario. Disculpa la metáfora.
—Además ha tenido un montón de aventuras. ¿No podría tratarse de alguna amante vengativa?
Kihlgård parecía entusiasmado con su hipótesis conspiratoria.
—¿Y que también tenía una relación con Ambjörnsson? —replicó Karin—. ¿Estás hablando de una mujer enamorada que en un momento de pasión mata caballos y los degüella para colocar luego las cabezas empaladas en las casas de sus antiguos amantes? No suena muy creíble, la verdad.
Le dio un codazo cariñoso en el costado a su colega.
—No infravalores nunca la fuerza del amor —la pinchó Kihlgård con voz solemne amenazándola con el índice como un predicador mormón.
—Dejaos ahora de tonterías —interrumpió Knutas enojado—. Esto no es el patio de recreo. Tenemos que recabar más información acerca de Mellgren. ¿Quién es en realidad? ¿Qué hace en su tiempo libre? ¿Está metido en política? ¿Qué relación puede haber entre él y Ambjörnsson?
—Sí, merece la pena investigarlo. Quizá se enfrentaron a propósito en alguno de los proyectos urbanísticos. En los proyectos inmobiliarios se suele consultar a los arqueólogos —sugirió Kihlgård.
—Aquí, en Gotland, tienen que hacerlo en casi todas las construcciones —explicó Karin—. La isla está literalmente plagada de tesoros arqueológicos.
—Otra cosa que merece la pena indagar, como bien dice Wittberg, es por qué permaneció indiferente después de descubrir la cabeza de caballo, eso es al menos lo que afirma su mujer —dijo Knutas—. Pero a mí me ha dicho que se sintió presa del pánico, y que por eso no se puso inmediatamente en contacto con la policía.
—Muy extraño —Kihlgård se rascó la cabeza—. Ese tipo miente, está claro.
—Debe de ser un tipo duro de verdad —terció Karin—. Primero su mujer se ve expuesta al espanto de que le coloquen en su casa una cabeza de caballo clavada en una estaca y ¿qué hace su marido? Se larga y la deja sola, aterrada y conmocionada, con los cuatro niños. Y por si no fuera suficiente, ¡se niega a decir adonde va!
—Pasa totalmente de ella, eso es evidente —constató Wittberg.
—Ya habíamos sido capaces de llegar a esa conclusión —dijo Knutas—. Pero ¿adonde fue con tanta prisa?
L
levaba un espejo invisible en la mano en el que veía a sus padres. A veces sus caras desaparecían; hiciera lo que hiciese, no conseguía que volvieran a aparecer. Había sufrido una interferencia.
A primera hora de la tarde, cuando estaba pintando la áspera superficie de la fachada con pasadas rítmicas, y en el aire se respiraba paz y tranquilidad, apareció el hombre por detrás de la fachada lateral de la casa.
No es que aquello fuera ninguna sorpresa para él, esperaba al visitante. El encuentro habría podido acabar en desastre, pero había logrado contener su ira. Habían conversado y estaba enojado porque el intruso había conseguido su propósito de alterarlo.
Cuando se marchó, se sintió destrozado y le llevó un buen rato volver a encontrar un cierto equilibrio. Entonces su convicción se fortaleció y en su imaginación pudo saborear por adelantado la dulzura de la venganza.
Se sentó en el montículo que había formado hacía sólo unas semanas, otro lugar sagrado que le transmitía paz interior.
La tierra ocultaba sus secretos, la verdad palpitaba bajo su superficie pugnando por salir al exterior. Pronto llegaría el momento. El laberinto por el que había peregrinado a lo largo de toda su vida estaba a punto de abrirse. Las esquinas y los recovecos, los desvíos y callejones sin salida, los oscuros escondrijos, todo salía a la luz, se volvía claro y sencillo y le infundía esperanzas en una vida mucho mejor.
Pensó en un poema que había leído en la escuela y que tenía guardado desde entonces. Lo había escrito Carl Jonas Love Almqvist, «No estás solo»:
«Si entre mil estrellas sólo una te mira, confía en lo que te dice esa estrella, cree en el brillo de sus ojos…»
.
A él lo miraron, no sólo una, sino varias.
J
usto cuando Knutas estaba empezando a pensar en dejarlo por ese día e irse a casa, llamaron a la puerta. Era Agneta Larsvik. La mujer, habitualmente tan prudente, tenía una expresión de excitación en la mirada y se movía con gestos agitados al sentarse en la silla de las visitas de Knutas.