Inconscientemente pisó el acelerador. Esperaba que Elin estuviera aún despierta y pudiera jugar con ella un rato antes de que se durmiera. Llamó a la puerta con gran expectación y escondió en la espalda las flores que había comprado.
Cuando se abrió la puerta fue como si le dieran una bofetada. No fue Emma quien abrió sino su ex marido con Filip en brazos. El niño lloraba y tosía y tenía la cara amoratada por el esfuerzo.
—Hola, pasa.
—Hola.
Johan entró en el vestíbulo y se sintió como un idiota.
—Por cierto, ¡enhorabuena! ¡Qué guapa es! —Olle hizo un gesto hacia el interior de la casa.
Por un momento Johan no supo a quién se refería, si a Emma o a Elin.
—Gracias.
Apareció Emma en el hueco de la puerta. Le dio un rápido abrazo y le dio a la niña. Johan se sentía como un pez con la boca abierta tratando de atrapar un poco de aire. No entendía nada.
—Oye, todo se ha complicado. Filip tiene un fuerte ataque de difteria y tenemos que ir con él al hospital. No puedo llevarme a Elin. Uno de nosotros tiene que conducir y el otro ayudar a Filip cuando le da uno de esos ataques de tos. Tendrás que quedarte con ella y con Sara. Me he sacado leche, así que hay leche congelada, sólo tienes que descongelarla y calentarla en el microondas. Sara tampoco ha cenado. Te llamaré desde el hospital. Adiós.
Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, Emma, Olle y Filip habían desaparecido ya por el sendero de gravilla. Y allí estaba él de pie mirando atónito cómo desaparecían en el coche tras una brusca arrancada.
En consecuencia, la noche resultó muy diferente de lo que él se había imaginado. En lugar de disfrutar de una cena romántica con Emma y una botella de vino, le habían dejado por primera vez solo con las niñas. Con Elin no había ningún problema, pero de qué demonios hablaba uno con una niña de ocho años, pensó un poco desesperado mientras el estómago le rugía de hambre. Dejó a Elin en el cochecito que había en la entrada, lo cual hizo que la niña empezara inmediatamente a llorar.
—Es sólo un momento, cariño —la consoló al tiempo que notó cómo le empezaba a doler la cabeza.
En el frigorífico encontró una bolsa de plástico con lo que supuso eran pechugas de pollo en adobo con las que no sabía qué hacer. Tampoco había mucho más. Lo mismo en el congelador. ¿Qué iban a cenar? Tenían que comer algo. Sacó un pequeño envase del frigorífico con la leche materna y lo puso a descongelar en el microondas. Llamó a Sara pero ésta no contestó, así que sacó a Elin del cochecito y empezaron a buscarla por la casa. Johan había estado algunas veces con Sara y con Filip, pero siempre ratos cortos y con la presencia de Emma. Esta situación lo había pillado desprevenido y se sentía torpe, y el hecho de que Elin no callara ni un minuto no contribuía a mejorar la situación ni su dolor de cabeza. Para colmo de males el cachorro no paraba de saltar a sus pies y Johan tenía un miedo terrible a tropezar con él y que Elin se le cayera al suelo. En aquel momento tenía el cerebro paralizado, era incapaz de recordar cómo se llamaba el perro.
Finalmente encontró a Sara debajo de la mesa del cuarto de estar.
La niña no había visto que él la había descubierto y durante unos segundos estuvo allí sin saber qué hacer. Luego se agachó de manera que quedó casi tumbado debajo de la mesa con Elin en brazos. El perro se puso tan contento que no cabía en sí de gozo, y entusiasmado los llenó a Elin y a él de lametones. Elin empezó a gritar de nuevo.
—Hola —le dijo a Sara, que se tapaba ostensiblemente los oídos.
¡Menudo comienzo! En realidad, después de un largo día de trabajo, no le quedaban fuerzas para ocuparse de un bebé que no paraba de llorar, de un cachorro histérico y de una niña de ocho años que se cerraba en banda. Además, muerto de hambre. Era una persona que no podía estar mucho tiempo sin comer, porque entonces el nivel de azúcar en sangre le bajaba a los pies y se ponía de muy mal humor.
Sin embargo, ahora era consciente de que él y sus necesidades debían pasar a un segundo plano. Intentó preguntarle a Sara si había alguna pizzería en Roma. La chiquilla aún tenía las manos apretadas con fuerza contra los oídos. Entonces Johan le colocó al bebé llorando encima de las rodillas y lo soltó. Instintivamente Sara bajó las manos y lo cogió.
—Hola. Tengo hambre —dijo Johan—. Estaba pensando llamar y pedir una pizza. ¿Quieres tú otra?
La chica no contestó.
—¡Qué bien coges a Elin! —la felicitó—. ¿Estás contenta de haber tenido una hermanita?
La niña lo miró con desconfianza, pero sin decir nada. Johan se puso en pie.
—Bueno, ahora voy a llamar para hacer el pedido. Yo quiero uno de esos deliciosos
calzone
y una Coca-Cola grande. ¿Qué te gusta a ti? ¿Una
capricciosa
?
—No —contestó Sara—. Hawai.
—Entonces pido una para ti. ¿Puedes sostener en brazos a Elin mientras yo llamo?
—De acuerdo.
Sara parecía algo más contenta.
—Bien, pues podemos coger el cochecito e ir a buscar las pizzas —le propuso Johan—. ¿Sabes llevar el cochecito?
—Sí, claro.
—Bien, pues nos llevamos al perro para que él también pueda dar un paseo.
—Ella. Es una perra. Se llama
Ester
.
—Qué nombre tan bonito —mintió Johan—. Ahora voy a coger yo a Elin, solamente le voy a cambiar el pañal y le voy a dar un poco de biberón antes de salir. Mientras tanto tú puedes poner la mesa, porque yo no sé dónde guardáis los platos y esas cosas. Sólo vengo aquí de visita. ¿Comemos delante de la tele?
—Sí. —A Sara se le iluminó la cara—. Mamá no nos suele dejar nunca —explicó—. Ni papá tampoco.
—Pero por un día podemos hacer una excepción —dijo Johan—. Ahora que sólo estamos tú y yo y Elin.
—Y
Ester
.
—Sí, claro,
Ester
también. ¿Sabes si ha comido?
—Sí, mamá le puso comida antes.
—Qué bien. Entonces por lo menos hay alguien con el estómago lleno.
A
parte del leve murmullo del televisor, la casa estaba en silencio cuando Emma entró sigilosamente dos horas más tarde. Al principio se asustó, pero cuando miró hacia el sofá del cuarto de estar se tranquilizó. En el amplio sofá de esquina estaba Johan echado hacia atrás y roncando con la boca abierta. A su lado estaban Sara y
Ester
, atravesadas de cualquier manera, profundamente dormidas. Y en la cuna, que Johan había colocado a su lado, dormía Elin.
K
nutas había prometido ir a pasar el día al campo, pero ya a la hora del desayuno se dio cuenta de que no tenía el sosiego necesario para ir allí ni para hacer nada. Hasta ahora la pista del proyecto de construcción del complejo hotelero no había dado ningún resultado. Tanto Karin como Wittberg iban a dedicar el fin de semana a seguir investigando ese asunto, ellos mismos se habían ofrecido para trabajar y Knutas sentía que debía hacer lo mismo. Llamó a Line y se lo explicó. Sus padres habían llegado desde Dinamarca para visitarlos, así que de todos modos tenían la casa llena. Le aseguró que se las podían arreglar bien sin él.
Puso una cafetera extra de café y acarició al gato mientras esperaba a que estuviese listo. Observó con disgusto cómo amarilleaba el césped y se propuso tratar de regarlo por la tarde. En cuanto al caso de Martina Flochten, tenía la impresión de que no habían avanzado gran cosa, al menos de momento. Al día siguiente tenía que hablar con Gunnar Ambjörnsson tan pronto como volviera a casa después de su viaje.
Knutas decidió dejar a un lado todas las posibles conexiones y concentrarse sólo en Staffan Mellgren. Si su mujer no era la autora del asesinato, entonces quizá la relación de Mellgren con Martina no tuviera nada que ver con su muerte. La policía seguramente se había aferrado demasiado a esa pista. El comisario decidió prescindir de las relaciones amorosas de Mellgren en sus próximas pesquisas.
¿Qué más había en la vida de Mellgren para que alguien quisiera matarlo? Debía averiguar más cosas de él. Trató de ponerse en contacto con su mujer a través de varios números de teléfono pero no lo consiguió. Querría que la dejaran en paz después de todo el alboroto. Trataría de hablar con ella después.
En vez de eso, probó con la universidad, pero allí no cogía nadie el teléfono un sábado. Knutas hojeó los papeles que tenía del responsable de las excavaciones y encontró en ellos el número de teléfono del domicilio de Aron Bjarke. Quizá supiera más cosas; de la vida amorosa de Mellgren estaba muy bien informado y era un tipo abierto con el que parecía fácil hablar.
Aron Bjarke estaba en casa. Vivía en el centro, en la calle Skogränd, dentro de la zona amurallada, y decidieron verse allí.
—Voy a poner la cafetera, podemos sentarnos en el jardín —dijo Bjarke. Como si hubieran quedado para tomar un café.
Knutas fue paseando hasta allí. Soplaba una suave brisa, así que el paseo no fue tan insufriblemente caluroso. Dejó la chaqueta en casa. Subió a través de Söderport y continuó por la calle Adelsgatan. Serían las diez pasadas y la mayoría de las tiendas acababan de abrir, de momento las calles estaban casi vacías. Cruzó Stora Torget, donde los dueños de los puestos estaban colocando la mercancía y preparándose para las ventas del día. El contraste con las ruinas de la iglesia Sankta Karin, del siglo XII, que se encontraban al lado era manifiesto.
La casa de Aron Bjarke era pequeña y estaba tan hundida que la puerta estaba completamente torcida. Las ventanas estaban tan bajas que sólo había unos pocos decímetros de altura desde el alféizar hasta la calle, donde habían plantado rosales a lo largo de la fachada. Al profesor de arqueología parecía gustarle la jardinería.
Bjarke abrió la puerta tras la primera llamada, no tenía timbre. Knutas tuvo que agacharse al entrar para no darse en la cabeza. Dentro los techos eran bajos y la casa bastante sombría.
De camino hacia el jardín, en la parte de atrás de la casa, Knutas echó una ojeada curiosa a la cocina. Era luminosa y de estilo rústico, con armarios blancos de madera, una pequeña mesa de alas abatibles y cortinas a cuadros azules y blancos. En el alféizar de las ventanas había varios objetos decorativos colocados en fila. El cuarto de estar tenía también el techo bajo con vigas a la vista y estaba decorado con muebles antiguos.
—Qué bonito lo tiene —comentó Knutas—. ¿Le interesan las antigüedades?
—No mucho, la verdad. La mayoría es heredado.
En la parte trasera había un pequeño jardín, donde se sentaron.
La bandeja con el café ya estaba encima de la mesa y Bjarke lo sirvió sin preguntar si Knutas quería o no. Con el café había servido un platito con galletitas de chocolate.
—En realidad he venido aquí para hablar de Staffan Mellgren —comenzó Knutas.
—¿Ah, sí? Sí, es terrible lo que ha ocurrido, totalmente incomprensible. Da miedo pensarlo, una alumna y un profesor asesinados, uno se pregunta si será el siguiente. Seguro que es lo que piensan todos, hay mucha preocupación tanto entre los profesores como entre los alumnos de la universidad.
—Lo comprendo —cortó Knutas.
A lo largo de toda la semana habían llamado a la policía personas que estaban preocupadas, desde padres que tenían a sus hijos estudiando en la universidad hasta la Asociación Empresarial, alarmada por la huida del turismo, pasando por todos aquellos relacionados con la universidad, que llamaban al borde de un ataque de nervios para exigir que la policía detuviera inmediatamente al asesino. Era comprensible, por supuesto, pero la policía tenía otras cosas que hacer y no podía funcionar como si fuera la consulta del psicólogo. Suspiró al pensarlo y miró a Aron a los ojos.
—¿Qué tal lo conocía?
—Bastante bien, he de decir. Trabajamos juntos muchos años. Los últimos cinco años en la universidad y antes en la Universidad Popular de Hemse, que entonces era la responsable de las excavaciones arqueológicas.
—¿Os veíais también fuera del trabajo?
—No. Como sabe, él tenía familia, cuatro niños y demás, así que llevábamos vidas diferentes.
Aron Bjarke sonrió y se metió una galleta en la boca.
Knutas observó a aquel hombre de mediana edad que tenía enfrente, vestido informalmente con unas bermudas y una camiseta; afable, casi zalamero. Knutas tuvo la impresión de que Bjarke, pese a su trato abierto y cortés, era una persona bastante solitaria. Se sorprendió a sí mismo preguntándose por el hombre que tenía enfrente, aunque era por Staffan Mellgren por quien tenía que preguntar.
—Buen café —dijo para romper el silencio que se había hecho—. La vez anterior nos habló de la vida amorosa de Mellgren y parecía muy bien informado, ¿era de dominio público que tenía aventuras con las alumnas?
—Por desgracia, debo reconocer que había mucha gente que lo sabía, al menos entre los alumnos a los que Mellgren daba clase. Estamos hablando de universitarios y, por lo tanto, de personas adultas. Sé que al rector le parecía inapropiado pero no podía hacer nada. Además, era un tema bastante delicado, Mellgren era una persona muy apreciada y competente, como profesor y como arqueólogo.
—¿No hubo nadie que se quejara?
—Creo que la gente prefirió hacer la vista gorda. Además estaba casado y Susanna tenía un hijo tras otro… Creo que sus colegas no sabían realmente cómo abordar el asunto.
—¿Y usted?
—Staffan y yo manteníamos una relación profesional, pero no hablábamos de asuntos personales. Yo tampoco le dije lo que pensaba de su vida. Tal vez no hice bien, ahora que sabemos lo que ha ocurrido.
—¿A qué se refiere?
—Bueno, supongo que su muerte estará relacionada con sus aventuras amorosas. Al menos eso es lo que se comenta entre los profesores en la universidad.
—¿Sabe si solía verse con alguien fuera del trabajo?
—No estoy al tanto de ello. No creo que se viera mucho con ningún colega de la universidad. Quizá fuera consciente de que la gente sabía lo que hacía y se avergonzaba. Del resto de las amistades que él y Susanna pudieran tener, de eso no sé nada.
Knutas abandonó la casa de Aron Bjarke igual que entró.
L
a llamada llegó justo cuando Knutas se había adormecido en la tumbona del jardín. Por la mañana había estado en la comisaría, pero la investigación no avanzaba. A la hora del almuerzo se dio por vencido y se marchó a casa. Se preparó una tortilla y luego se sentó en la terraza, donde se echó una cabezada. No habría dormido más de cinco minutos cuando sonó el teléfono. Descolgó el teléfono medio dormido.