L
a tensión que Johan había experimentado antes de encontrarse con el vendedor desapareció nada más sentarse en el coche. Le temblaban las piernas y se sentía mal. No porque el hombre ofreciera un aspecto especialmente intimidatorio, más bien al contrario.
Por el momento no quería pensar en las posibles consecuencias. Apagó la cámara con la esperanza de que todo hubiera quedado grabado, y se quitó las gafas y la gorra.
Recogió en Gråbo a Niklas, que llevaba dos botellas de buen vino y un ramo de flores para Emma. Johan quedó impresionado, eso no se lo esperaba de su amigo.
Cuando llegaron a casa se encontraron la música bastante alta. Pia y Emma estaban sentadas en el sofá con una copa de vino escuchando a Ebba Grön. Hacía mucho tiempo que no veía a Emma tan animada. Necesitaba distraerse. Quizá su inseguridad con respecto a su relación tuviera que ver con el cansancio.
Johan decidió en aquel momento invitarla a hacer un viaje, tanto si quería como si no. Iba a ser una sorpresa, con el viaje ya reservado. Elin tenía que ir con ellos, por supuesto, pero él se encargaría de ella la mayor parte del tiempo. Emma sólo tendría que darle el pecho.
Cuando vio aparecer a Johan se acercó bailando hasta él con una sonrisa pícara y le dio un beso. Johan pensó que le había leído el pensamiento.
Tras la cena se sentaron en el sofá del cuarto de estar para ver lo que Johan había grabado. La calidad visual dejaba mucho que desear, las imágenes se movían, pero pudieron escuchar con claridad lo que se decía en la cinta.
Johan respiró aliviado cuando constató que el material era lo suficientemente bueno para hacer un reportaje para la televisión. De pronto apareció en la pantalla la cara del vendedor, al principio borrosa y luego con nitidez. Niklas lanzó un gritó.
—¡Joder! Pero si es el del almacén, Eskil, Eskil algo.
Todos miraron a Niklas sorprendidos.
—Ya me acuerdo, se llama Eskil Rondahl. Trabaja en el almacén de la Sala de Arte Antiguo, lleva allí mucho tiempo. No es tan raro que pueda coger las cosas.
—¡Anda, claro! —exclamó Johan excitado—. Si incluso lo he entrevistado por teléfono sobre el tema de los robos. ¡Dios mío!, ese viejo tan seco y tan triste. ¿Estás seguro de que es él?
—Claro que lo estoy. Todos los estudiantes de arqueología tienen algunas clases con él. Enseña cómo se conservan y archivan los hallazgos arqueológicos.
—Así que se trata de un trabajo realizado desde dentro. Si él está vendiendo cosas, igual hay allí más gente que lo hace.
—¡Joder! Esto es totalmente absurdo —exclamó Niklas meneando la cabeza—. Me pregunto cuánto tiempo llevará haciéndolo.
—¿Qué sabes de él?
—No mucho. Parece una persona anónima, muy reservada. Apenas habla. Un bicho raro, sencillamente.
—¿Sabes si tiene familia o dónde vive?
—Ni puñetera idea, pero me cuesta mucho creer que tenga una familia.
—Tengo que comprobarlo.
Johan se levantó y se conectó al ordenador que Emma tenía en su estudio. Buscó Eskil Rondahl en el Registro Civil y consiguió su dirección.
—Vive en Hall, eso está al norte, ¿no?
—¿Cuál es la dirección? —preguntó Niklas, que lo había seguido y estaba detrás de él mirando la pantalla.
—Sólo pone Sigvards, Hall.
—¿Dónde será? La mayor parte de Hall es una zona protegida junto a «la costa de piedra». Allí no hay apenas nada, es una zona desolada y yerma.
Johan miró el reloj. Eran las nueve y cuarto
—Voy a ir allí.
—¿Ahora?
Johan anotó los datos de Eskil Rondahl.
—Te acompaño —dijo Niklas con decisión.
—No, es mejor que me acompañe Pia, así podrá filmar en caso de que sea necesario —repuso Johan—. Tú mientras tanto puedes hacer compañía a Emma.
P
ia conducía exaltada y superaba con mucho el límite de velocidad. Había bebido poco vino en la cena porque tenía que madrugar al día siguiente y ahora se alegraba de ello. Cruzaron Visby y Lickershamn en dirección norte. Todavía era de día y cuando pasaron Ireviken el paisaje empezó a cambiar. La naturaleza se volvió más árida y, la vegetación, más baja. Por todas partes se veían árboles secos que extendían sus ramas desnudas hacia el cielo. Buscaron un buen rato y preguntando encontraron por fin la granja al final del camino. Había empezado a anochecer y no se atrevieron a conducir hasta la casa. Tan pronto como apareció la granja detrás de un recodo, Pia frenó y dio marcha atrás. Aparcó un poco más arriba, en el bosque.
La granja era inmensa, pero con signos evidentes de que necesitaba una reparación. Para su sorpresa vieron que había cinco o seis coches aparcados en el patio. Al parecer Eskil Rondahl tenía visita. Al fondo se veía una furgoneta roja y un viejo remolque oxidado para transportar caballos. Pia llevaba consigo la cámara pequeña por si tenía ocasión de usarla. En todo caso tendría que ser dentro, fuera estaba ya demasiado oscuro. Se acercaron con cuidado a la casa y la tenían a la vista cuando de repente oyeron el ruido de un motor a sus espaldas. Johan se estremeció, ¿sería otra visita?
Se quedó pasmado cuando vio quién se bajaba del coche. Era Anders Knutas. Venía solo en su propio coche. ¿Estaría también siguiendo la pista de los robos? Johan echó una ojeada rápida al reloj. Eran casi las diez de la noche.
Parecía que Knutas no había descubierto la presencia de Johan y de Pia, que estaban detrás de unos arbustos, y cuando el periodista se acercó a él, se sobresaltó.
—¿Qué demonios haces aquí?
La pregunta sonó como un bufido. Qué situación tan absurda. Allí estaban, en medio de una reserva protegida, junto a una granja solitaria, de noche y mirándose fijamente como dos tontos.
—¿Qué haces tú? —le preguntó Johan.
—Eso es cosa mía —cortó Knutas—. ¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó haciendo un gesto con la cabeza en dirección a los coches aparcados.
—Ni idea, acabamos de llegar.
Pia salió también y saludó a Knutas.
—Ahora tendréis que explicarme qué es lo que hacéis aquí.
Johan le contó de manera sucinta cómo había encontrado la página web americana y su encuentro con el vendedor. Cuando le contó que éste era Eskil Rondahl, Knutas puso los ojos en blanco.
—No está mal.
Por cómo lo dijo parecía impresionado.
—Pero tú has venido aquí por otra cosa, ¿no?
Knutas dudó un momento. Quizá fuera la intimidad de estar ahí en mitad de la oscuridad, quizá fuera porque estaba tan cansado, tan vacío tras los últimos sucesos…; algo hizo que decidiera desvelar el motivo de su presencia.
—Aron Bjarke, que es profesor de la universidad, se encontraba en Estocolmo cuando esperábamos el regreso de Gunnar Ambjörnsson de su viaje al extranjero. No lo habíamos descubierto antes, pero Aron Bjarke y Eskil Rondahl son hermanos. Aron Bjarke se cambió el apellido hace diez años cuando estaba estudiando en Estocolmo. Antes se llamaba Aron Rondahl.
—¿Sospecháis que Aron es el asesino?
—Sí, y ahora tú has añadido otro aspecto que no conocíamos, lo de los robos. No se puede pedir más, quizá hayamos resuelto también el robo del museo.
Pia le dio un codazo a Johan en el costado.
—Mirad —exclamó—. Parece que van a hacer algo.
En la casa se veía gente dando vueltas. Johan oyó que alguien cerraba la puerta por dentro. «Qué raro —pensó—. Aquí fuera, en el campo, nadie cierra la puerta con llave».
Con sigilo se deslizaron hacia delante y miraron a través de una ventana. Era la de la cocina, que parecía vieja y mal equipada. Una cocina eléctrica desgastada y un frigorífico pequeño eran los únicos electrodomésticos que había. Se veía una considerable cantidad de cacharros sin fregar, así como vasos y botellas. Johan avanzó sigilosamente pegado a la pared y se agachó para no ser visto. Dobló la esquina de la casa, hizo acopio de valor y se levantó de manera que pudiera ver el interior sin obstáculos.
Era una habitación grande, casi como una sala pero con pocos muebles. Dentro había una decena de personas, hombres y mujeres de distintas edades. Todos iban vestidos con unos ropajes que parecían mantos largos. Lo primero que pensó es que estaban celebrando alguna ceremonia relacionada con la Semana Medieval, pero enseguida comprendió que se trataba de algo distinto. Apareció un hombre, vestido sólo con pantalones cortos. Llevaba un tambor plano revestido de piel, que parecía un pandero, en el cual golpeaba con un palo de madera forrado de cuero en un extremo. Mientras tanto iba cantando una canción monótona que no tenía melodía, consistía sólo en un sonido uniforme. Johan no consiguió entender ninguna palabra, pero tuvo la impresión de que el percusionista estaba pronunciando conjuros o invocando a algún poder superior.
Otro hombre, cuya cara quedaba oculta, se colocó en el centro de la reunión. Los demás formaron un círculo a su alrededor. Este empezó a hablar mientras daba vueltas, y el resto del grupo parecía que respondía. Knutas se situó al lado de Johan.
—¿Quién es el del tambor? —preguntó Johan en voz baja—. Parece un chamán.
—Sí, pero no sé quién es. Pero fíjate en el del centro, parece el líder. Es Aron Bjarke.
En ese momento, Aron Bjarke miró hacia donde estaban ellos, Johan creyó por un instante que los había descubierto, pero Bjarke siguió, impasible.
Entonces Johan vio a Eskil Rondahl. Estaba en uno de los extremos del grupo, con los ojos cerrados y murmurando igual que los demás. Parecía totalmente cambiado, no se parecía a la persona con la que Johan se había entrevistado aquel mismo día. Como si fuera otra persona. Parecía que estaba en trance y Johan tuvo la sensación de que el percusionista le hacía caer a él y a los demás en una especie de éxtasis.
De pronto entró bailando en la sala una mujer ligera de ropa. Tenía una melena rizada y pelirroja que le llegaba hasta la cintura y, al igual que el chamán, iba casi desnuda. Llevaba alrededor de las caderas un escueto trozo de tela y en la parte superior un
top.
Bailó alrededor del hombre del tambor moviendo el cabello. En las manos llevaba algo que parecía un cuerno y que se lo ofreció a los que estaban en el círculo para que bebieran.
Cuando todos hubieron bebido trajeron un cuenco. La mujer lo llevaba con cuidado en las manos y Johan y Knutas se echaron instintivamente hacia delante para ver mejor. Se movía con el cuenco hacia delante y hacia atrás, y los participantes miraban como extasiados. Todos miraban hacia el recipiente. En ese momento ella alzó el cuenco ante sí mientras el hombre del tambor lo golpeaba con mayor intensidad y alzaba la voz. El sonido se oía desde fuera, pero seguían sin poder entender lo que decía. Jamás habían visto algo parecido. Entonces la mujer bebió del contenido del cuenco mientras el chamán gritaba. Un líquido de color rojo oscuro se derramó por los lados.
Knutas y Johan cruzaron una mirada de asco.
—Me pregunto qué estarán bebiendo —susurró Johan—. Te apuesto algo a que es sangre.
—No me sorprendería —contestó Knutas y sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta—. Esta gente parece capaz de cualquier cosa.
Avisó al policía de guardia de la comisaría de Visby sin apartar los ojos del espectáculo.
Johan se dio cuenta enseguida de que Pia había desaparecido. Dio un paso hacia atrás y miró alrededor. No se la veía por ningún sitio. Se preocupó y se cabreó, las dos cosas. Aquellas personas no estaban bien de la cabeza. ¿Qué harían si encontraban a Pia fisgando por la ventana con una cámara?
Knutas llamó también a Karin, que se encontraba en Tingstäde en casa de sus padres, no muy lejos de allí. Martin Kihlgård estaba con ella y saldrían inmediatamente hacia allá.
Johan se preguntaba cuál sería el plan de Knutas. ¿Iba a detener a Aron Bjarke? Y en ese caso, ¿con qué cargos? El hecho de que estuviera en Estocolmo al mismo tiempo que Ambjörnsson, no era un motivo suficiente.
En el interior de la casa los demás habían empezado a beber del contenido del cuenco. Después de beber empezaron a dar patadas en el suelo siguiendo un ritmo acompasado.
Uno de los miembros de la secta se apartó del grupo e introdujo algo que parecía una figura pequeña de un dios en el cuenco, para luego levantarla delante de los demás. A Johan le pareció que la figura recordaba a un dios nórdico, quizá Odín o Thor. La figura de la divinidad pasaba de mano en mano y los participantes se pasaban los dedos por el rostro, embadurnándose con el líquido rojo. Aquello parecía macabro.
Johan se inclinó hacia Knutas.
—Parece que tienen para rato. Voy a ver dónde se ha metido Pia. Silba si pasa algo.
Johan dio una vuelta a la casa. Había luz en todas las ventanas de la planta baja, pero el piso de arriba estaba a oscuras. Cruzó el patio y abrió la puerta del establo. Allí dentro estaba oscuro como boca de lobo y olía a humedad y a cerrado. El interruptor de la luz estaba por dentro, después de buscarlo un rato a tientas, lo encontró. Tras un tembloroso parpadeo se encendió un tubo fluorescente en el techo que dio una luz tenue. En un rincón había un montón de escombros y un par de sacos con material aislante.
A lo largo de una de las paredes había un arcón congelador. Observó que estaba en funcionamiento y la curiosidad le llevó a abrirlo. La tapa era grande y costaba levantarla, la palanca estaba algo oxidada. El aire frío le golpeó la cara cuando miró dentro del congelador y todo lo que vio fue unos cuantos envases de plástico cuadrados, totalmente congelados. Levantó uno de los recipientes y quitó el hielo de la tapa. Tenía una etiqueta pegada. Le costó entender lo que ponía, parte del texto escrito con tinta negra se había borrado. Enseguida logró leer las letras suficientes como para poder descifrar lo que decía. Era un nombre conocido: «Mellgren». Instintivamente levantó la vista para comprobar si había alguien cerca viendo lo que hacía. Miró una y otra vez el contenedor de plástico. Parecía que contenía un líquido marrón congelado. Se le revolvió el estómago cuando comprendió que probablemente lo que tenía entre sus manos era la sangre de Mellgren. Levantó otra caja y rascó el hielo, pero lo interrumpió un ruido procedente del exterior.
Miró hacia la puerta del establo y vio que el pomo de la puerta se movía hacia abajo.
K
arin y Kihlgård se dirigieron hacia Hall en plena noche de agosto. La carretera se iba estrechando a medida que iban subiendo y sólo se cruzaron con algún coche. Dejaron atrás las salidas hacia Lickershamn y Ireviken, y estuvieron a punto de pasarse la salida que conducía hasta la granja. Karin dio un frenazo y entró por la angosta carretera. Ahora estaba todo oscuro a su alrededor, aquí no se veían farolas ni casas. El monte bajo se volvía cada vez más denso y por todas partes se divisaban árboles muertos con las ramas desnudas, retorcidas.