—¿Estás segura de que vamos bien? —preguntó Kihlgård inquieto.
—Completamente. He mirado el mapa antes, sólo puede ser esta carretera. Pero he de reconocer que, aunque soy de Gotland, nunca había estado aquí arriba antes.
—Está muy desolado, parece un paisaje fantasmal.
—Sí —aseguró Karin—. Parece totalmente alejado de la civilización.
El coche avanzaba dando tumbos por un terreno cada vez más accidentado y Karin empezaba a preguntarse si llegarían o se quedarían parados en algún sitio. Justo cuando ya empezaba a buscar un lugar donde dar la vuelta, descubrió un automóvil aparcado arriba, en el bosque, y más adelante había otro. Reconoció el viejo Mercedes de Knutas.
Karin aparcó al lado y se deslizaron hacia la granja con el máximo sigilo.
L
a expresión del rostro de Eskil Rondahl apenas cambió cuando descubrió a Johan con la caja en la mano. Sólo los ojos revelaron un atisbo de sorpresa. Era la segunda vez que se encontraban ese día.
—¿Qué cojones haces aquí?
—Eso mismo iba a decir yo.
Johan le acercó las cajas.
Rondahl no contestó. Tenía los brazos caídos a lo largo del cuerpo, con torpeza, como si no supiera qué hacer. Se quedaron así un rato, mirándose el uno al otro.
—¿Quién eres?
—Me llamo Johan Berg y soy periodista.
—¿En un periódico?
—En la televisión, en
Noticias Regionales
de la Televisión Sueca.
—¿Me has estado siguiendo?
Se iba acercando despacio mientras hablaba. Johan dio un paso atrás mirando disimuladamente a los lados. ¿Dónde cojones estaba Knutas? ¿Y Pia?
Rondahl daba vueltas a su alrededor como un animal carnívoro a punto de atacar a su presa.
Johan no sabía qué hacer. La puerta estaba cerrada y no había visto ninguna otra salida. Fuera todo parecía en silencio. Se encontró de pronto en una situación que no controlaba en absoluto. No había contado con acabar poniéndose él mismo en peligro. La imagen de su hija cruzó su mente. Maldijo su propia estupidez. ¿Cómo había podido meterse en aquello sin pensar en las consecuencias? Se trataba de tres asesinatos. Pensó en Emma.
Vio las paredes blancas con el revoque desconchado, los viejos compartimentos donde en su día estuvieron las vacas atadas en hilera, encadenadas sin posibilidad de huir, como él mismo. Observó cómo se le habían nublado los ojos a Rondahl y se dio cuenta de que aquel hombre, que parecía tan discreto, en realidad era peligrosísimo. Estaba cara a cara con el asesino.
Las ventanas estaban oscuras, la negrura de fuera se le metió en el cuerpo, oprimiéndole el corazón y paralizándole el cerebro. Entonces descubrió el resplandor de un cuchillo en la mano de aquel hombre. Al principio creyó que lo había visto mal, pero entonces volvió a brillar. Un terror frío le comprimió el cuello como una cinta. Se quedó petrificado. No conseguía pensar claro. No sabía cuántos segundos o minutos pasó allí inmovilizado. Entonces despertó de su letargo e intentó sin éxito huir hacia la puerta. Al instante tenía al hombre encima de él y sintió un dolor ardiente en el vientre.
Johan se desplomó en el suelo.
K
arin y Kihlgård se dirigieron corriendo a la granja y vieron a Knutas pegado a una de las paredes alargadas.
—¿Qué pasa aquí? —susurró Karin mientras miraba con curiosidad a través de la ventana.
—Están practicando algún rito. Tanto Eskil Rondahl como Aron Bjarke están ahí dentro y Bjarke parece el líder, como veréis. No sé lo que significa, pero parece que están bebiendo sangre.
—¿Hablas en serio?
Kihlgård se encogió lo mejor que pudo teniendo en cuenta su enorme corpachón.
Knutas empezaba a estar preocupado de verdad. Los refuerzos que había pedido tardaban en llegar y se preguntaba dónde se habían metido Johan y Pia.
—¿Quién es Rondahl? —preguntó Karin.
Knutas se agachó y buscó con la mirada entre las misteriosas figuras de la sala. No podía ver a Rondahl en ningún sitio. Sin duda había abandonado la sala sin que Knutas se diera cuenta.
—Johan y Pia también han desaparecido —dijo Knutas entre dientes—. Y de eso hace ya un buen rato.
P
ia estaba en la postura más incómoda que uno pueda imaginarse. Había encontrado una escalera en el exterior de la casa, había subido al piso de arriba y había localizado una trampilla que logró abrir de manera que podía ver todo el cuarto de estar.
Allí podía tumbarse y filmar sin que nadie la molestara mientras a ninguno de los participantes le diera por alzar la vista y mirar detrás de la araña de cristal que colgaba del techo.
Nunca habría podido imaginarse que las cosas que ocurrían en aquella sala sucedían en la realidad.
Algunos participantes tenían figuras en la mano y las mojaban en cuencos cuyo contenido realmente parecía sangre. Intentó enfocar las esculturas con el zoom para poder distinguir lo que representaban. Una mujer estaba besando su escultura y, para horror de Pia, luego empezó a lamer la sangre con aplicación.
Reconoció a Aron Bjarke, que también actuaba de una manera muy extraña. Tenía el rostro contraído y la mirada fija mientras agitaba las manos en el aire y pronunciaba conjuros que ella no podía entender.
Puso en marcha la cámara con la esperanza de que las imágenes se grabaran con nitidez.
De repente ocurrió algo. Se abrió la puerta y entró el hombre que había abandonado la sala hacía un rato. Parecía alterado. Entonces lo reconoció: era el de la grabación, Eskil Rondahl. Pia observó que tenía sangre en la ropa y en las manos, pero no recordaba si la tenía ya antes de salir de la sala. Podía ser de los cuencos que se habían pasado.
Eskil se acercó a Aron y le susurró algo al oído. La cara de Aron cambió inmediatamente. Se dio media vuelta hacia Eskil y hablaron sin que nadie los oyera. Pia maldijo para sus adentros. Ahora sólo se le veía la espalda.
De pronto vio a través del objetivo de la cámara cómo Aron le decía algo al hombre del tambor y los golpes acompasados cesaron al instante. Uno tras otro los participantes fueron advirtiendo que los sonidos habían cesado y detuvieron sus movimientos mirando sorprendidos a su alrededor. Aron levantó la mano y empezó a hablar. Pia oyó cómo ordenaba a los presentes que se fueran a casa y volvieran al día siguiente por la tarde, cuando se esperaba luna llena, para completar el rito. Si volvían todos entonces podrían experimentar algo extraordinario.
Algunos intentaron preguntar pero Aron alzó la mano y sonrió levemente.
J
usto en el momento en que notaron que Eskil Rondahl había desaparecido, éste volvió. Vieron cómo se acercaba a su hermano, cómo Aron se dirigía a los reunidos y cómo entre ellos se produjo cierto desconcierto cuando interrumpieron el rito. Los participantes fueron saliendo uno tras otro de la casa. La luz de la luna obligó a los tres policías a retroceder hasta la esquina de la granja y desde allí les costaba oír lo que decían y ver a los que salían. Ni Knutas ni Karin habían reconocido a nadie de la mística secta, aparte de Aron y Eskil. Como llevaban la cara pintada era difícil distinguir los rasgos.
Knutas volvió a pensar con preocupación en Johan y en Pia. ¿Dónde se habrían metido? Tenía miedo de que les hubiera ocurrido algo.
¿Dónde demonios estaban los coches de la policía?
Decidieron esperar a que se marcharan los invitados para asaltar la granja. Al mismo tiempo que desaparecía el último coche detrás del recodo se abrió la puerta de la casa y salieron los dos hermanos. Cruzaron el patio a toda prisa en dirección al establo, que estaba a oscuras. Con expresión tensa entraron y cerraron bien la puerta. Se encendió la luz.
Knutas sintió una punzada en el estómago y pidió a sus colegas que se dieran prisa. Los tres corrieron hacia el establo. Cuando el comisario miró a través de la ventana, se confirmaron sus temores. Los dos hermanos estaban inclinados sobre alguien tendido en el suelo y Aron tenía un cuchillo en la mano.
El hombre tendido en el suelo era Johan. No pasaron más de unos segundos antes de que Knutas, seguido de sus colegas, irrumpieran en el establo con el arma en la mano.
—¡Policía! —gritó Knutas—. ¡Manos arriba y suelta el arma!
Aron y Eskil estaban inclinados de espaldas a la puerta y se quedaron congelados en aquella postura.
—¡Suelta el cuchillo! —repitió Knutas.
Intentó ver si Johan seguía con vida, pero su cuerpo permanecía oculto. Los dos hombres se levantaron lentamente y se dieron la vuelta. Pese a que Knutas había visto a Aron varias veces, casi no pudo reconocerlo. Tenía la cara cambiada, pero Knutas no acababa de comprender de qué manera. Su expresión era diferente, la máscara había caído y a Knutas le sorprendió lo parecidos que eran los dos hermanos.
Aron no hizo aún ningún ademán de soltar el cuchillo. Miró a Knutas con una mirada distraída, como si no estuviera del todo presente en la estancia.
—¡Suelta el arma! —gritó Knutas por tercera vez.
Sintió la presencia de Karin y de Kihlgård, uno a cada lado, justo detrás de él. Apuntaban con las armas a los hermanos.
Knutas tuvo que hacer un gran esfuerzo por permanecer quieto. Estaban perdiendo un tiempo precioso mientras la vida de Johan, que permanecía inmóvil en el suelo, quizá pendiera de un hilo. «Tenemos que pedir una ambulancia —pensó—, no se vaya a morir aquí».
Poco a poco Aron soltó el cuchillo y éste cayó al suelo con un sonido hueco. Inmediatamente avanzaron los policías y cogieron a los hermanos.
Johan yacía en el suelo, con la cara blanca y los ojos cerrados. Bajo su cuerpo había un gran charco de sangre, que había empapado su ropa.
—Tiene pulso, pero es débil —dijo Karin.
Se abrió la puerta y entró Pia con la cámara en la mano. Cuando vio a Johan, gritó y corrió hacia él.
—Está vivo —dijo Karin—. Pero está gravemente herido.
L
as paredes estaban pintadas en colores suaves, los ruidos sonaban amortiguados. Ella estaba sentada con su bebé en brazos meciéndose en la silla. Habría podido ser un día como otro cualquiera. Estaba amamantando a Elin, la niña succionaba con avidez de su pecho y dejaba que la leche pasara a su cuerpecillo. Emma no podía llorar. Le habría gustado ser capaz de hacerlo pero su inquietud y su desesperación eran secas. Su cuerpo se encontraba en reposo, en el vacío, en espera. Desde que recibió la noticia de que Johan estaba gravemente herido y se debatía entre la vida y la muerte, algo se había petrificado en su interior. Se sentía congelada por dentro y no sabía si se iba a volver a descongelar alguna vez.
Miró a Elin. La sala de espera estaba en silencio. Seguro que ya había salido en las noticias. Que el reportero local de la Televisión Sueca había sido apuñalado por uno de los asesinos detenidos y que estaba siendo operado en el hospital de Visby.
Emma creía que era un castigo por no haber aceptado el amor de Johan. Lo había dejado fuera. Ahora se arrepentía, pero ya no tenía remedio. Los médicos le habían explicado que sufría una hemorragia interna como consecuencia de las puñaladas que había recibido en el vientre. Un equipo de médicos luchaba por salvarle la vida.
Cuando la puerta de cuidados intensivos se abrió, dio un respingo tan brusco que a Elin se le salió el pezón de la boca.
Salió un médico. Emma ya le conocía. Era uno de los que había hablado con ella antes. Era alto y parecía simpático, quizá diez años mayor que ella. La puerta estaba bastante lejos, con lo cual tuvo tiempo de observarlo un rato. Comprendió que venía a hablar con ella. Tenía una forma de caminar informal, calzaba zuecos blancos con el color algo desgastado en las punteras. Observó que llevaba un anillo de casado en el dedo. Del bolsillo de la bata asomaba un bolígrafo. ¿Por qué los médicos siempre llevaban un bolígrafo en el bolsillo? Nunca había visto a ninguno sin él. Estaba bronceado y tenía alrededor de los ojos esas rayas blancas que les salen a la gente de mar cuando se echan a navegar.
La miró, se fue acercando. Sólo estaba a unos metros de ella. No podía desplomarse ahora. Se atrevió a mirarlo a la cara, de cerca.
Brillaba el sol, Elin dormía, al otro lado de la ventana era verano.
El médico parecía amable, pero Emma no pudo leer nada en su cara.
Sólo sintió cómo le cogía la mano.
N
o es que Knutas fuera supersticioso, pero la fecha no le pasó inadvertida. Con cierto desánimo comprobó que sus vacaciones comenzaban justo el viernes trece de agosto. Llovía a mares al otro lado de las ventanas de la comisaría. Tenía ante sí cuatro semanas de vacaciones y ya sólo le quedaba recoger el escritorio y reunir los últimos datos de su informe antes de dejar atrás aquella terrible investigación.
El jueves se inició el juicio contra Aron Bjarke y Eskil Rondahl, por el que fueron detenidos acusados del asesinato de Martina Flochten, Staffan Mellgren y Gunnar Ambjörnsson. Se les procesaba también por intento de asesinato, robo, delitos contra la ley de patrimonio nacional, amenazas, encubrimiento y malos tratos contra los animales.
Se creía que Aron era quien había perpetrado los asesinatos, era el más fuerte y el más violento de los dos. Eskil se había encargado de los robos, pero también había ayudado a su hermano en todos los asesinatos.
Los dos hermanos negaron las acusaciones, pero eso era lo de menos. Las pruebas eran consistentes, había tanto testigos como pruebas técnicas. Los recipientes de plástico con sangre que había en el arcón de Eskil Rondahl eran una de ellas, habían encontrado las huellas dactilares de Aron Bjarke tanto en los contenedores como en el congelador. El brazalete que desapareció del Museo de Arqueología fue hallado entre las pertenencias de Eskil Rondahl en la granja de Hall, así como una gran cantidad de objetos de diferentes excavaciones de Gotland que habían desaparecido. Le habían confiscado el ordenador, que contenía información sobre la venta de reliquias arqueológicas. Además, estaba la grabación que Pia había entregado a la policía. En la granja de Hall descubrieron el cuerpo de un caballo semental «media sangre» enterrado debajo de un montículo. El caballo estaba pastando en los pastos de verano de Sudret junto con otros sesenta caballos y por eso no lo habían echado de menos. Lo habían transportado vivo hasta la granja y allí lo habían decapitado. La ropa de las víctimas fue hallada en un baúl cerrado en la habitación incendiada de los padres.